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—Iré a preguntar —se ofreció Lan—. Y luego prepararé a mis hombres.

Mientras Lan se alejaba, Mat revolvió en las alforjas y sacó el estandarte de Rand, el que llevaba el antiguo símbolo Aes Sedai. Lo había recogido antes con la idea de que quizá podría ser útil.

—Que alguien enarbole esto. Luchamos en nombre de Rand, maldita sea. Que la Sombra vea que nos enorgullece hacerlo.

Dannil se llevó el estandarte y encontró una lanza para usarla como asta. Mat respiró hondo. Por la forma en que los fronterizos hablaban, creían que aquello iba a terminar con una carga gloriosa, heroica y suicida. Así era como acababan todas las historias que cantaban los juglares... La clase de narraciones en las que Mat había esperado no aparecer nunca. Débil esperanza esa, en la situación actual.

«Piensa, piensa.» A lo lejos, empezaron a sonar los cuernos de los trollocs. Tuon se había retrasado. ¿Vendría? En secreto, confiaba en que no lo hiciera.

«¡Vamos, suerte!» Necesitaba una oportunidad. Se abrió otro acceso y Arganda fue a recoger el informe del mensajero. Mat no necesitó oírlo para comprender la clase de noticia que era, porque cuando Arganda regresó estaba ceñudo.

—Bien, adelante —dijo con un suspiro—. Dame esas noticias.

—La reina de Andor ha muerto.

«¡Rayos y centellas! ¡Elayne no! —A Mat le dio un vuelco el corazón—. Rand... Lo siento.»

—¿Quién tiene el mando allí? ¿Bashere?

—Ha muerto —informó Arganda—. Y su esposa. Cayeron durante un ataque contra los piqueros andoreños. También hemos perdido seis jefes de clan. Nadie dirige a los andoreños ni a los Aiel. Se están viniendo abajo con rapidez.

—¡Esto es el fin! —retumbó la voz amplificada de Demandred desde el otro extremo de la loma—. ¡Lews Therin os ha abandonado! Llamadlo mientras morís. Que oiga vuestro dolor.

Habían llegado a los últimos movimientos de la partida, y Demandred había jugado bien. Mat miró a su ejército de tropas exhaustas; muchos hombres estaban heridos. No podía negarse que su situación era desesperada.

—Ve a buscar a las Aes Sedai —dijo Mat—. Me da igual si dicen que no pueden levantar una pluma. A lo mejor cuando se trate de salvar la vida encontrarán un poco de fuerza para lanzar una bola de fuego aquí y allá. Además, sus Guardianes aún están en condiciones de luchar.

Arganda asintió con la cabeza. Cerca, se abrió un acceso y dos Asha’man con aire acosado salieron a trompicones. Naeff y Neald tenían quemaduras en la piel y la Aes Sedai de Naeff no iba con ellos.

—¿Y bien? —les preguntó Mat.

—Hecho —contestó Neald con un gruñido.

—¿Y qué hay de Tuon?

—Han descubierto al espía, al parecer —repuso Naeff—. La emperatriz espera vuestra señal para regresar.

Mat respiró hondo, catando el aire del campo de batalla, percibiendo el ritmo de la lucha que había preparado. No sabía si podría ganar, ni siquiera con la participación de Tuon. No con el ejército de Elayne sumido en el caos, no con las Aes Sedai debilitadas hasta el punto de ser incapaces de encauzar. No sin Egwene y su testarudez de Dos Ríos y su indomable arrojo. No sin un milagro.

—Ve en su busca, Naeff —dijo.

Pidió papel y pluma y garabateó una nota que le tendió al Asha’man. Resistió el deseo egoísta de dejar a Tuon a salvo. Pero, qué puñetas, no había ningún sitio en el que se estuviera a salvo.

—Dale esto a la emperatriz —indicó—. Dile que estas instrucciones deben seguirse al pie de la letra.

Luego se volvió hacia Neald.

—Quiero que vayas con Talmanes —instruyó—. Que ponga en marcha el plan.

Los dos encauzadores se marcharon a entregar los mensajes.

—¿Bastará con eso? —preguntó Arganda.

—No —contestó Mat.

—Entonces, ¿por qué?

—Porque así me vuelva un Amigo Siniestro si abandono esta batalla sin intentarlo todo, Arganda.

—¡Lews Therin! —bramó Demandred—. ¡Enfréntate a mí! ¡Sé que sigues el curso de esta batalla! ¡Súmate a ella! ¡Lucha!

—Me estoy hartando de ese hombre —declaró Mat.

—Cauthon, mira, esos trollocs se han reagrupado —señaló Arganda—. Creo que están a punto de atacar.

—Pues ha llegado la hora. A formar —dijo Mat—. ¿Dónde está Lan? ¿Aún no ha regresado? Detestaría hacer esto sin él.

Se volvió y recorrió con la mirada las líneas buscando al hombre, mientras Arganda daba las órdenes a voces. De pronto Arganda lo agarró del brazo para llamar su atención y señaló hacia los trollocs. Mat sintió un escalofrío cuando vio a la luz de las hogueras un jinete solitario en un semental negro que cargaba contra el flanco derecho de la horda trolloc en su cabalgada hacia la ladera oriental de los Altos. Hacia Demandred.

Lan había ido a librar una guerra él solo.

En medio de la noche, los trollocs arañaron a Olver el brazo tanteando dentro de la grieta en un intento de sacarlo de un tirón. Otros escarbaban por los lados de modo que la tierra se precipitaba sobre él y se le pegaba en las lágrimas y la sangre que brotaba de los arañazos.

No dejaba de tiritar. Tampoco era capaz de moverse. Temblaba, aterrado, mientras las bestias intentaban sacarlo con los sucios dedos, cavando más y más cerca.

Loial se sentó en un tocón para descansar antes de que la batalla se reanudara.

Un cambio. Sí, sería un buen modo de que acabara aquello. Loial se notaba todo el cuerpo dolorido. Había leído mucho sobre batallas y había estado en combates antes, así que sabía lo que podía esperar de una guerra. Pero saber algo y experimentarlo era completamente diferente; para empezar, ésa era la razón por la que se había marchado del stedding.

Tras un día entero de luchar sin descanso, los brazos y las piernas le ardían con una fatiga profunda, interna. Cuando levantó el hacha, la cabeza del arma le pareció tan pesada que se preguntó si no partiría el mango.

Guerra. Podría haber vivido toda la vida sin tener que pasar por tal experiencia. Era muchísimo más de lo que había sido la batalla desesperada de Dos Ríos. Al menos allí habían tenido tiempo de retirar a los muertos y ocuparse de los heridos. Allí había sido cuestión de aguantar firme y resistir contra oleadas de ataques.

Ahí no había tiempo para esperar, para pensar. Erith se había sentado en el suelo, al lado del tocón, y Loial le puso la mano en el hombro. Erith cerró los ojos y se recostó en él. Era preciosa, con esas orejas perfectas y esas cejas maravillosas. Loial no miró las manchas de sangre que tenía en el vestido; temía que algo de esa sangre fuera de ella. Le frotó el hombro; tenía los dedos tan cansados que apenas los sentía.

Loial había tomado algunas notas en el campo de batalla, para sí mismo y para otros, a fin de seguir el desarrollo de la batalla hasta el momento. Sí, un último ataque. Eso sería un buen final para la historia una vez que la escribiera.

Fingía que aún escribiría el libro. Una mentira tan pequeña no tenía nada de malo.

Un jinete salió de pronto de entre las filas de sus soldados, lanzado a galope tendido hacia el flanco derecho trolloc. A Mat no iba a gustarle nada eso. Un hombre solo moriría. A Loial le sorprendió que pudiera lamentar la pérdida de la vida de aquel hombre, después de todos los muertos que había visto.

«Ese hombre me resulta conocido —pensó. Sí, era por el caballo. Había visto a ese animal antes, muchas veces—. «Lan —comprendió, aturdido—. Es Lan el que cabalga solo.»

Loial se puso de pie.

Erith alzó la vista hacia él cuando se echó el hacha al hombro.

—Espera —le dijo a su esposa—. Combate junto a los otros. He de irme.

—¿Irte?

—He de presenciar eso —contestó.

La caída del último rey de los malkieri. Tendría que incluirlo en su libro.

—¡Preparados para cargar! —gritó Arganda—. ¡A formar! ¡Arqueros al frente, después la caballería, y la infantería preparada para salir a continuación!