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«Una carga —pensó Tam—. Sí, es nuestra única esperanza.» Tenían que seguir presionando, pero su frente era tan poco profundo... Ahora veía lo que Mat había estado intentando, pero no iba a funcionar.

Había que seguir adelante con la lucha, de todos modos.

—En fin, puede darse por muerto —dijo un mercenario cerca de Tam al tiempo que señalaba con un gesto de la cabeza a Lan Mandragoran, que cabalgaba hacia el flanco trolloc—. Jodidos fronterizos.

—Tam... —llamó Abell a su lado.

Sobre ellos, el cielo se oscureció más. ¿Era eso posible, de noche? Aquellas nubes horribles y agitadas parecían bajar más y más. Tam casi perdió de vista la figura de Lan a lomos del semental negro como azabache, a pesar de que había hogueras encendidas en los Altos. Qué luz tan feble difundían...

«Cabalga hacia Demandred —pensó Tam—. Pero hay un muro de trollocs en su camino.» Tam sacó una flecha con un trapo empapado de resina, atado detrás de la punta, y la encajó en la cuerda del arco.

—¡Hombres de Dos Ríos, preparados para disparar!

—¡La distancia es al menos de cien pasos! —exclamó el mercenario entre las risas de sus compañeros—. Todo lo más que conseguiréis será acribillarlo a él con las flechas.

Tam miró al hombre y luego acercó la flecha a una antorcha; el trapo enrollado detrás de la punta se prendió.

—¡Primera línea, a mi señal! —gritó Tam sin hacer caso de las órdenes que llegaban a lo largo de las filas—. ¡Demos a lord Mandragoran un poco de luz que guíe su camino!

Sintiendo el calor del trapo ardiendo en los dedos, Tam tensó la cuerda en un grácil movimiento y disparó.

Lan cargó contra los trollocs. Su lanza, así como los tres reemplazos de ésta, se habían roto horas antes. Al cuello llevaba el frío medallón que Berelain había enviado a través del acceso con una breve nota:

No sé cómo acabó esto en poder de Galad, pero creo que él quería que se lo devolviera a Cauthon.

Lan no pensó lo que estaba haciendo. El vacío no permitía tales cosas. Algunos hombres lo tacharían de presuntuoso, temerario, suicida. Los hombres que no se sentían inclinados a intentar ser cualquiera de esas tres cosas rara vez cambiaban el mundo. A través del vínculo, transmitió a Nynaeve todo el consuelo de que fue capaz y después se preparó para luchar.

A medida que se acercaba a los trollocs, las bestias montaron una línea de picas para detenerlo. Un caballo se empalaría si intentaba abrirse paso a través de esa barrera. Lan inhaló y buscó la calma en el vacío; su plan era cortar la punta de la primera lanza y después embestir para abrirse paso a través de la línea.

Era una maniobra imposible. Lo único que tenían que hacer los trollocs era acercarse más unos a otros y detenerlo. Después, podrían arrinconar a Mandarb y desmontarlo a él.

Pero alguien tenía que destruir a Demandred. Con el medallón al cuello, Lan enarboló la espada.

Una flecha en llamas cayó del cielo y alcanzó en la garganta al trolloc que estaba justo delante de Lan. Sin vacilar, se valió del trolloc abatido para penetrar en la brecha de la línea de picas. Chocó contra los Engendros de la Sombra mientras Mandarb arrollaba al trolloc caído. Tendría que...

Cayó otra flecha que abatió a un segundo trolloc. Luego cayó otro, y otro más, todo en una rápida sucesión. Mandarb embistió contra los trollocs desconcertados, unos ardiendo y otros moribundos, y se fue abriendo paso a medida que una lluvia de flechas incendiarias caía delante de él.

—¡Malkier! —gritó al tiempo que taconeaba a Mandarb, que pasó por encima de los cadáveres pero mantuvo la velocidad conforme se despejaba el camino.

Una granizada de luz se precipitó ante él; cada flecha precisa mataba a cualquier trolloc que intentaba interponerse en su camino.

Pasó a galope entre las filas apartando a golpes a los trollocs moribundos; las flechas incendiarias le marcaban el camino en la oscuridad como si fuera una calzada. A ambos lados, la masa de trollocs era compacta, pero los que estaban delante de él se desplomaban sin cesar, hasta que no quedó ninguno.

«Gracias, Tam.»

Lan condujo a su caballo a medio galope a lo largo de la zona oriental de los Altos, ahora solo, tras haber dejado atrás a soldados y a Engendros de la Sombra. Era uno con la brisa que le acariciaba el cabello, uno con el musculoso animal que cabalgaba, uno con el objetivo hacia el que se dirigía y que era su destino.

Demandred se puso de pie al oír la trápala de cascos, y sus compañeros sharaníes hicieron otro tanto.

Con un rugido, Lan taconeó a Mandarb contra los sharaníes que le cerraban el paso. El semental brincó y derribó con las patas delanteras a los guardias que tenía enfrente. Después giró sobre sí mismo y con las ancas hizo caer a más sharaníes mientras que con las patas delanteras lanzaba más coces.

Lan desmontó —Mandarb— no tenía protección contra el encauzamiento, por lo que luchar a lomos del caballo sería invitar a Demandred a matar al animal— y nada más tocar el suelo echó a correr, desenvainada la espada.

—¿Otro? —rugió Demandred—. ¡Lews Therin, empiezas a...!

Dejó de hablar cuando Lan llegó hasta él y se lanzó en El vilano flota en el remolino, una maniobra ofensiva, impetuosa. Demandred levantó la espada y paró el ataque con su arma; se deslizó hacia atrás un paso por la fuerza de la acometida. Intercambiaron tres golpes rápidos como chasquidos de relámpagos. Lan sintió un leve roce en la hoja de su espada, y la sangre salpicó en el aire.

Demandred se llevó la mano a la herida de la mejilla y los ojos se le abrieron más.

—¿Quién eres? —preguntó.

—El hombre que va a matarte.

Min alzó la vista del lomo de su torm mientras el animal corría hacia el acceso que los llevaba de vuelta al campo de batalla de Merrilor. Confiaba en que aguantara bien el frenesí de la batalla cuando llegaran allí. A lo lejos brillaban hogueras y antorchas, luciérnagas que iluminaban escenas de valor y determinación. Contempló el titileo de las luces, los últimos rescoldos de un fuego que pronto se habría extinguido.

Lejos, Rand temblaba en el remoto norte.

El Entramado giraba alrededor de Rand, obligándolo a observar. Miró a través de las lágrimas que le anegaban los ojos. Vio luchar a la gente. La vio caer. Vio a Elayne, cautiva y sola, ante un Señor del Espanto que se preparaba para arrancarle los niños del vientre. Vio a Rhuarc, perdida la mente, convertido en el títere de una Renegada.

Vio a Mat desesperado, haciendo frente a una situación insostenible.

Vio a Lan cabalgar hacia su muerte.

Las pullas de Demandred se clavaban en él. La presión del Oscuro continuaba amenazando con despedazarlo.

Había fracasado.

Pero en el fondo de la mente oyó una voz. Débil, casi olvidada.

Libérate.

Lan estaba dándolo todo.

No luchó como había enseñado a Rand a luchar. Nada de tantear con cautela, nada de examinar el terreno, nada de una valoración cuidadosa. Demandred encauzaba y, a despecho del medallón, Lan no podía dar tiempo a su enemigo para pensar, tiempo para tejer y arrojarle rocas o abrir el suelo bajo sus pies.

Se sumergió profundamente en el vacío y dejó que el instinto lo guiara. Quemándolo todo, llegó más allá de la ausencia de emociones. No necesitaba examinar el terreno, porque sentía la tierra como si fuera parte de él. No necesitaba tantear la habilidad de Demandred. Tratándose de uno de los Renegados y con muchas décadas de experiencia, sería el espadachín más diestro al que se había enfrentado en su vida.

Era vagamente consciente de los sharaníes que se habían apartado para formar un amplio círculo alrededor de los dos contendientes mientras luchaban. Al parecer, Demandred se sentía lo bastante seguro de sus aptitudes para no permitir que los otros interfirieran.