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Lan giró en una secuencia de ataques. El agua desbordada en la pendiente dio paso a e Torbellino en la montaña, que se convirtió en El halcón se zambulle en los matojos. Sus poses eran como arroyos que afluían a un río, y éste a otro río más grande. Demandred combatía tan bien como Lan había temido. Aunque las poses del Renegado eran ligeramente distintas de las que él conocía, los años no habían cambiado la naturaleza de una lucha con espadas.

—Eres... bueno —dijo con un gruñido Demandred, que retrocedió ante Viento y lluvia; un hilillo de sangre le resbalaba por la mejilla y reflejaba la luz rojiza de una hoguera cercana.

Demandred respondió con Golpe de pedernal, que Lan había visto llegar y contrarrestó. Recibió un arañazo en el costado, pero hizo caso omiso. El intercambio lo había dejado un paso atrás, y eso dio a Demandred la oportunidad de levantar una roca con el Poder Único y arrojársela.

En la profundidad del vacío, Lan percibió que la roca se le venía encima. Era un conocimiento de la lucha, una comprensión que alentaba en lo más recóndito de su ser, en el mismo centro de su alma. La forma en que Demandred dio un paso, la dirección en que sus ojos parpadearon, revelaron a Lan exactamente lo que se le venía encima.

Al tiempo que adoptaba la siguiente postura de lucha, Lan alzó su arma colocándola a través del torso y dio un paso atrás. Una piedra del tamaño de la cabeza de un hombre pasó directamente frente a él. Lan se desplazó hacia adelante con agilidad en tanto que el brazo se movía en la siguiente pose y otra piedra le pasaba zumbando debajo del brazo, agitando el aire. Lan alzó la espada y se apartó del camino de una tercera piedra, que pasó casi rozándolo e hizo que la ropa le ondeara.

Demandred paró el ataque de Lan, pero respiraba trabajosamente.

—¿Quién eres? —musitó de nuevo Demandred—. Nadie de esta era tiene tanta destreza. ¿Asmodean? No, no. No habría sido capaz de luchar contra mí así. ¿Lews Therin? Eres tú, detrás de ese rostro, ¿verdad?

—Sólo soy un hombre —susurró Lan—. Es todo lo que he sido siempre.

Demandred gruñó y se lanzó al ataque. Lan respondió con La avalancha de rocas, pero la furia del Renegado lo obligó a retroceder unos cuantos pasos.

A despecho de la ofensiva inicial de Lan, Demandred era el mejor espadachín de los dos. Lan lo sabía por el mismo conocimiento que le decía cuándo atacar, cuándo parar, cuándo avanzar un paso y cuándo retroceder. Quizá si hubieran llegado a la lucha en igualdad de condiciones habría sido diferente. Pero no era el caso. Él había estado luchando a lo largo de todo un día, y, aunque lo habían Curado de las peores heridas, las menos graves todavía dolían. Además, la propia Curación restaba fuerzas.

Demandred aún estaba descansado. El Renegado dejó de hablar y se sumergió por completo en el duelo. También dejó de utilizar el Poder Único, enfocado sólo en su esgrima. No sonrió cuando empezó a sacar ventaja. No parecía la clase de hombre que sonriera muy a menudo.

Lan se retiró de Demandred, pero el Renegado siguió presionando con El jabalí baja corriendo la montaña, haciéndolo retroceder de nuevo hacia el perímetro del círculo, machacando sus defensas, cortándolo en el brazo, luego en el hombro y, finalmente, en el muslo.

«Sólo dispongo de tiempo para una última lección...»

—Te tengo —gruñó por fin Demandred, que resollaba—. Quienquiera que seas, te tengo. No puedes vencer.

—No me escuchaste antes —susurró Lan.

«Una última lección. La más dura...»

Demandred atacó y Lan vio su oportunidad. Se lanzó hacia adelante de forma que apoyó el costado en la punta de la espada de Demandred, y se impulsó contra el arma.

—No vine a ganar un duelo —musitó con una sonrisa—. Vine a matarte. La muerte es más liviana que una pluma.

Los ojos de Demandred se desorbitaron e intentó echarse hacia atrás. Demasiado tarde. La espada de Lan lo alcanzó de lleno en el cuello.

El mundo se oscureció mientras Lan se deslizaba por la hoja de la espada hacia atrás. Al hacerlo, sintió el miedo y el dolor de Nynaeve, y le envió todo su amor.

38

El lugar que no es

Rand vio caer a Lan y lo recorrió una oleada de angustia. El Oscuro lo comprimía. Lo engullía, lo desgarraba. Luchar contra ese ataque era demasiado duro. Estaba agotado.

Libérate. La voz de su padre.

—Tengo que salvarlos... —susurró Rand.

Deja que se sacrifiquen. Tú no puedes hacer más.

—Tengo que... Es lo que significa...

La destrucción del Oscuro reptaba sobre él como un millar de grajos, picándole la carne, arrancándosela de los huesos. Casi no podía pensar con la presión y la sensación de pérdida. La muerte de Egwene y tantas otras.

Libérate.

La elección es suya.

¡Había deseado tanto protegerlos, a todos aquellos que creían en él! Sus muertes —y el peligro que afrontaban— eran un enorme peso sobre— él. ¿Cómo podía un hombre... liberarse, sin más? ¿Acaso liberarse no sería olvidar la responsabilidad?

¿O sería darles la responsabilidad a ellos?

Rand cerró los ojos con fuerza y pensó en todos aquellos que habían muerto por él. En Egwene, a quien se había jurado a sí mismo proteger.

Eres un necio. La voz de Egwene en su mente. Cariñosa, pero severa.

—¿Egwene?

¿Es que no vas a permitir que sea también una heroína?

—No es eso...

¿Vas hacia tu muerte y aun así prohíbes a cualquier otro que haga lo mismo?

—Yo...

Libérate de esa carga, Rand. Déjanos morir por lo que creemos y no intentes privarnos de lo que es nuestro derecho.

Has abrazado tu muerte. Abraza la mía.

—Lo siento —susurró mientras las lágrimas se le desbordaban por las comisuras de los ojos.

¿Por qué?

—Por haber fracasado.

No, aún no has fracasado.

El Oscuro lo flageló. Incapaz de moverse, Rand se acurrucó ante aquella vasta nada. Gritó de dolor.

Y, entonces, se liberó.

Se liberó de la culpa. Se liberó de la vergüenza por no haber salvado a Egwene y a los demás. Se liberó de la necesidad de protegerla, de protegerlos a todos.

Dejó que fueran héroes.

Los nombres empezaron a fluir en su mente: Egwene, Hurin, Bashere, Isan de los Chareen Aiel, Somara y miles más. Uno a uno —primero despacio pero luego con creciente rapidez—, desgranó hacia atrás la lista que antes guardaba en la memoria. La lista que otrora sólo era de mujeres, pero que había aumentado para incluir a todos los que sabía que habían muerto por él. No se había dado cuenta de lo extensa que había llegado a ser, cuánto se había permitido cargar.

Los nombres se desprendieron de él como algo físico, como palomas asustadas levantando el vuelo, y cada una de ellas se llevaba una carga consigo. El peso desapareció de sus hombros. La respiración se fue haciendo más regular. Era como si Perrin hubiera llegado con su martillo y hubiera hecho pedazos un millar de cadenas que Rand había llevado arrastrando tras de sí.

Ilyena fue la última.

«Renacemos —pensó—, para así poderlo hacer mejor la próxima vez.»

Entonces, hazlo mejor.

Abrió los ojos y extendió la mano ante él, con la palma contra la negrura que parecía sólida. Su yo, que se había tornado borroso, al volverse impreciso a medida que el Oscuro lo hacía jirones, se serenó y recobró el control de sí mismo. Bajó el otro brazo y se ayudó a incorporarse de rodillas.