—¡Por la Luz! ¡Por el honor! ¡Por la gloria! ¡Por la vida!
Mató a un trolloc, luego a otro. A media docena en pocos segundos, pero tenía la sensación de luchar contra el oleaje de un mar. Cada vez que abatía a un enemigo, otros ocupaban su lugar. Los trollocs se movían en las sombras, sólo con la luz de alguna que otra linterna o de una flecha prendida que se clavaba en el suelo.
Los trollocs no combatían como una fuerza conjunta.
«Podemos romper esas olas —pensó—. ¡Tenemos que romperlas!» Ésta era su oportunidad. Arremeter ahora, mientras los sharaníes estaban aturdidos por la muerte de Demandred.
EL HIJO DE LAS BATALLAS. LO TOMARÉ. LOS TOMARÉ A TODOS, ADVERSARIO. COMO TOMÉ AL REY DE NADA.
¡Pero qué puñetas...! ¿Qué era esa nada dentro de su cabeza? Mat decapitó a un trolloc, y luego se limpió la frente mientras Karede y los Guardias de la Muerte lo cubrían unos segundos.
Mat sentía la batalla en la noche. Había un montón de trollocs y sharaníes; muchísimos.
—¡Son demasiados! —gritó Arganda, cerca—. ¡Luz, nos arrollarán! ¡Tenemos que retroceder! Cauthon, ¿me oyes?
«Puedo hacerlo —pensó Mat—. Puedo ganar esta batalla.» Un ejército tenía la posibilidad de derrotar a un enemigo más numeroso, pero él necesitaba impulso, una oportunidad, un hueco. Una tirada de dados favorable.
Rand se hallaba sobre el Entramado y miró hacia abajo a los hombres que caían en un mundo donde parecía que la esperanza había muerto.
—No has observado con bastante atención. Te equivocas respecto a una cosa. Qué equivocado estás, Shai’tan...
Arrinconado y solo, un chico se acurrucaba en una grieta de la roca. Horrores de cuchillos y colmillos —la Sombra hecha carne— escarbaban en su refugio, tanteaban con uñas como navajas y le hacían cortes en la piel.
Mat entrecerró los ojos y la batalla pareció volverse borrosa a su alrededor.
Qué equivocado estás, Shai’tan, susurró la voz de Rand en su mente. Entonces la voz dejó de estar en la mente de Mat. La oyeron claramente todos los que se encontraban en el campo de batalla.
Ese que has intentado matar tantas veces, dijo Rand, ese que perdió su reino, ese a quien le arrebataste todo...
Tambaleándose, sangrando por la herida en el costado hecha por una espada, el último rey de los malkieri se incorporó con esfuerzo. Lan alzó en el aire la mano que sostenía por el cabello la cabeza de Demandred, general de los ejércitos sharaníes.
¡Ese hombre!, gritó Rand. ¡Ese hombre lucha todavía!
Mat sintió el inmenso silencio que se cernió sobre el campo de batalla. Todos se habían quedado de piedra.
Y en ese momento se oyó un sonido suave pero poderoso, una nota clara, áurea; una larga nota que lo envolvía todo. El toque puro y maravilloso de un cuerno.
Mat había oído ese toque antes.
Mellar se arrodilló junto a Elayne apretando el medallón contra su cabeza para impedir que encauzara.
—Esto podría haberse desarrollado de forma muy distinta, mi reina —dijo—. Tendríais que haber sido más condescendiente.
Luz. Esa mirada lasciva era espantosa. La había amordazado, claro, pero no le dio la satisfacción de llorar.
Encontraría la forma de escapar de aquello. Tenía que lograr que el medallón dejara de tocarla. Claro que, si lo lograba, todavía quedaba el encauzador. Pero, si era capaz de esquivar el medallón, entonces podría atacar con rapidez...
—Lástima que vuestra pequeña capitana general no viva para presenciarlo —dijo Mellar—. Condenada necia... Aunque, pensándolo bien, creo que en verdad se creía la Birgitte de las leyendas.
Elayne oyó un sonido suave a lo lejos. El suelo trepidó. Un terremoto.
Intentó concentrarse, pero sólo podía pensar que Birgitte había tenido razón en todo momento. Era del todo posible que los bebés siguieran vivos, como Min había predicho, mientras que a ella la dejaban tirada allí, muerta.
Una bruma blanca empezó a levantarse del suelo a su alrededor, ensortijándose, como almas de muertos.
De repente, Mellar se puso rígido.
Elayne parpadeó y lo miró. Algo plateado sobresalía del pecho del hombre. Parecía... una punta de flecha.
Mellar se volvió y el cuchillo resbaló de entre sus dedos. Detrás de él, Birgitte Arco de Plata se erguía por encima de su cadáver decapitado, con un pie a cada lado del cuerpo. Alzó el arco, reluciente como plata recién bruñida, y disparó otra flecha que pareció dejar una estela de luz antes de clavarse en la cabeza del hombre, que cayó de espaldas en el suelo. La siguiente flecha de plata salió disparada hacia el encauzador de Mellar, y mató al Señor del Espanto antes de que el hombre tuviera ocasión de reaccionar.
Todo en derredor, los hombres de Mellar se habían quedado paralizados y miraban boquiabiertos a Birgitte. La ropa que llevaba ahora parecía brillar. Una chaqueta corta de color blanco, unos pantalones amplios en amarillo claro, y una capa oscura. El largo cabello dorado, entretejido en una complicada trenza, le llegaba a la cintura.
—Soy Birgitte Arco de Plata —anunció, como para disipar cualquier duda—. El Cuerno de Valere ha sonado, llamándonos a la Última Batalla. ¡Los héroes han regresado!
Lan Mandragoran sostenía en alto la cabeza de uno de los Renegados, su comandante de campo supuestamente invencible.
Era imposible que los efectivos del ejército de la Sombra ignoraran lo que había ocurrido en el campo de batalla, estuvieran donde estuvieran. La voz que había salido de la nada lo había proclamado. Que el atacante estuviera de pie mientras que el Elegido yacía muerto... los había dejado estupefactos. Los había aterrado.
Y entonces el Cuerno sonó a lo lejos.
—¡Avanzad! —gritó Mat—. ¡Seguid adelante!
Sus tropas se lanzaron con ferocidad hacia los trollocs y los sharaníes.
—Cauthon, ¿qué es lo que ha sonado? —demandó Arganda, que se acercó a trompicones a Puntos.
Tenía un brazo en cabestrillo y llevaba una maza ensangrentada en la otra mano. Alrededor de Mat, los Guardias de la Muerte luchaban y gruñían mientras despedazaban trollocs.
—¡Ése es el jodido Cuerno de Valere! —gritó Mat, que se lanzó a la lucha—. ¡Todavía puedo ganar esta noche!
El Cuerno. ¿Cómo es que había sonado el puñetero Cuerno? En fin, al parecer él ya no estaba vinculado con esa cosa. Su muerte en Rhuidean debía de haber roto ese vínculo con él.
Ahora le tocaría cargar con ese peso a otro mentecato. Mat lanzó un grito de batalla al tiempo que le cortaba el brazo a un trolloc para después atravesarle el torso. El toque del Cuerno había dejado desconcertado a todo el ejército de la Sombra. Los trollocs que estaban cerca de Lan recularon dándose empellones unos a otros y arañándose entre sí en su afán por alejarse de él. Eso dejó muy esparcidos a los trollocs que luchaban a lo largo de la ladera, sin fuerzas de reserva. Y no parecía que nadie los dirigiera.
Los Myrddraal que había a poca distancia alzaron las espadas contra sus propios trollocs en un intento de que los que huían dieran media vuelta y lucharan, pero unas flechas ardientes disparadas por arqueros de Dos Ríos se precipitaron desde el cielo y acribillaron a los Fados.
«Tam al’Thor —pensó Mat—, voy a mandarte mi mejor par de botas, puñetas. Así me abrase, vaya si lo haré.»
—¡A mí! —gritó—. ¡Todos los jinetes que puedan sostener una jodida arma, a mí!
Mat taconeó a Puntos y lo puso a galope abriéndose paso entre los trollocs que todavía luchaban. El ataque de Mat abrió el camino a Furyk Karede y los pocos hombres que le quedaban para que hicieran más amplia la brecha en la horda trolloc. A continuación, la fuerza al completo de los fronterizos que quedaban penetró por la brecha en pos de Mat, hacia Lan.