Las fuerzas del ejército sharaní daban señales de debilidad, pero seguían con su ofensiva, obligadas por la disciplina a continuar con aquello a lo que sus corazones querían poner fin. La victoria de Lan no ganaría la batalla en el acto —quedaban demasiados enemigos—; pero, sin Demandred, las fuerzas de la Sombra habían perdido la dirección. Incluso en los Fados se notaba la falta de un cabecilla. Los trollocs empezaron a retroceder para reagruparse.
Mat y los fronterizos galoparon hacia el sudoeste a través de los Altos y llegaron a donde se encontraba Lan. Mat desmontó de un salto y sujetó a Lan por el hombro cuando el rey malkieri flaqueó. Lan le dirigió una mirada adusta de agradecimiento y, acto seguido, se le pusieron los ojos en blanco y empezó a desplomarse, dejando caer la cabeza de Demandred al suelo.
Un hombre con chaqueta negra llegó a caballo. Mat no se había dado cuenta de que Narishma aún seguía allí, luchando junto a los fronterizos. Mat le quitó rápidamente a Lan la cabeza de zorro en tanto que el Asha’man arafelino saltaba del caballo, sostenía el brazo de Lan y se concentraba.
La breve Curación bastó para que Lan recobrara el conocimiento.
—Súbelo al caballo, Narishma —dijo Mat—. Podrás Curarlo más a fondo cuando estemos de vuelta con nuestro ejército. No quiero quedarme atascado detrás de las líneas enemigas si esos trollocs de ahí abajo deciden volver a los Altos.
Cabalgaron de vuelta hacia el nordeste y arremetieron contra la retaguardia de trollocs en el flanco derecho con espadas y lanzas mientras pasaban a galope, lo cual desestabilizó todavía más a los Engendros de la Sombra. Una vez que hubieron salido, los fronterizos hicieron girar a sus monturas y cargaron directamente contra la horda trolloc una vez más. Las bestias giraban la cabeza para mirar en todas direcciones, sin estar seguras de dónde vendría el siguiente ataque. Mat y Narishma continuaron hacia sus propias líneas de retaguardia, con Lan a remolque. Narishma ayudó a bajar del caballo al malkieri y lo tumbó en el suelo para seguir con la Curación, en tanto que Mat hacía un alto para reflexionar sobre la situación.
Tras ellos, empezó a levantarse la bruma. A Mat se le ocurrió una idea terrible. Había pasado por alto una posibilidad aterradora. El Cuerno de Valere seguía sonando, un toque lejano, pero inconfundible.
«Oh, Luz —pensó—. Por todos los tocones de un campo de batalla. ¿Quién lo ha hecho sonar? ¿Para qué bando?»
La bruma cobró forma, como gusanos que salieran del suelo tras un enorme aguacero. Se concentró en una nube que se hinchó —un cúmulo tormentoso en tierra— y de ella salieron a la carga figuras a lomos de caballos. Figuras de leyenda. Buad de Albhain, majestuosa como cualquier reina. Amaresu, sosteniendo en alto su brillante espada. Hend el Perforador, de piel oscura, con un martillo en una mano y en la otra una barra de hierro con un extremo cortante.
Una figura montada salió a través de la bruma al frente de los héroes. Alto e imperioso, de nariz aguileña, Artur Hawkwing llevaba Justicia, su espada, apoyada en el hombro mientras cabalgaba. Aunque el resto de los cien héroes, más o menos, seguían a Hawkwing, uno se separó del grupo en un trazo de niebla y se alejó a galope. Mat no se fijó bien en el jinete. ¿Quién era y adónde iba tan deprisa?
Mat se caló más el sombrero y tocó con las rodillas a Puntos para acercarse a recibir al antiguo rey.
«Supongo que descubriré qué bando lo ha convocado si intenta matarme», pensó. ¿Podría luchar contra Artur Hawkwing? Luz, ¿podría algún hombre vencer a uno de los héroes del Cuerno?
—Hola, Hawkwing —saludó.
—Jugador —contestó Hawkwing—. Ten más cuidado con lo que te ha sido asignado. Llegué a temer que no se nos llamaría a participar en esta batalla.
Mat soltó un suspiro relajado.
—¡Puñetas, Hawkwing! ¡Os habéis hecho de rogar, condenado lamecabras! ¿Así que combatís junto a nosotros?
—Por supuesto que luchamos por la Luz —contestó Hawkwing—. Jamás combatiríamos por la Sombra.
—Pero me dijeron que... —empezó Mat.
—Pues te dijeron mal —lo cortó Hawkwing.
—Además —intervino Hend, riendo—, ¡si el otro bando hubiera sido capaz de convocarnos, estarías muerto ya!
—Ya lo estuve —replicó Mat, que se frotó la cicatriz del cuello—. Por lo visto aquel árbol quería tenerme para él.
—Lo del árbol no, Jugador —dijo Hawkwing—. Fue en otro momento, uno que no recuerdas. Es apropiado, ya que Lews Therin te salvó la vida las dos veces.
—Recuérdalo —espetó Amaresu—. Te he visto murmurar que te da miedo su demencia, pero entretanto olvidas que cada aliento que respiras, cada paso que das, es gracias a su paciencia y benevolencia. Tu vida es un regalo del Dragón Renacido, Jugador. Por partida doble.
Rayos y truenos. Hasta las mujeres muertas lo trataban del mismo modo que hacía Nynaeve. ¿Dónde lo aprenderían? ¿Acaso eran lecciones secretas?
Hawkwing señaló con la cabeza hacia algo, cerca. El estandarte de Rand; Dannil todavía lo llevaba enarbolado.
—Vinimos aquí a luchar bajo esa bandera. Lo haremos para ti por el estandarte, Jugador, y porque el Dragón te dirige... aunque lo haga desde lejos. Es suficiente.
—Bien. —Mat miró el estandarte—. Puesto que estáis aquí, supongo que ya podéis participar en la batalla. Retiraré a mis hombres.
Hawkwing estalló en carcajadas.
—¿Crees que nosotros cien podemos lidiar con toda esta batalla? —preguntó luego.
—Sois los jodidos héroes del Cuerno. Eso es lo que hacéis, ¿no?
—Se nos puede derrotar —dijo la bonita Blaes de Matuchin mientras acercaba su caballo al de Hawkwing. Tuon no podía enfadarse porque mirara un poco a una heroína, ¿cierto? Se suponía que la gente se quedaba mirándolos de hito en hito—. Si recibimos heridas graves, tendremos que retirarnos y recobrarnos en el Mundo de los Sueños.
—La Sombra sabe cómo incapacitarnos —añadió Hend—. Átanos manos y pies y no podremos hacer nada para ayudar en la batalla. Poco importa que uno sea inmortal si no se puede mover.
—Podemos luchar bien —le dijo Hawkwing—. Y te prestaremos nuestra fuerza. Esta guerra no es sólo nuestra. No somos más que una parte de ella.
—Jodidamente maravilloso —replicó Mat. Ese Cuerno seguía sonando—. Entonces, decidme una cosa. Si yo no he soplado esa cosa y la Sombra tampoco, entonces ¿quién lo hizo?
Gruesas uñas trolloc le arañaron el brazo a Olver. Él seguía tocando el Cuerno a través de las lágrimas, con los párpados muy apretados, en la grieta del rocoso afloramiento.
«Lo siento, Mat», pensó cuando una mano cubierta de vello oscuro tanteó para coger el Cuerno. Otra mano lo aferró por el hombro y las uñas se hundieron profundamente haciendo que la sangre se deslizara por el brazo.
Le arrancaron el Cuerno de las manos.
«¡Lo siento!»
El trolloc tiró de él hacia arriba, con brusquedad.
Luego lo dejó caer.
Olver se precipitó al suelo, mareado, y entonces pegó un brinco cuando el Cuerno cayó en su regazo. Lo agarró mientras sacudía la cabeza y parpadeaba para librarse de las lágrimas.
Por encima de él, las sombras se agitaron. Gruñeron. ¿Qué estaba pasando? Con mucha cautela Olver levantó la cabeza y encontró a alguien erguido sobre él, con un pie a cada lado del cuerpo. La figura combatía con una velocidad asombrosa haciendo frente a una docena de trollocs a la vez, haciendo girar la vara de combate de aquí para allá para defenderlo.
Olver vio el rostro del hombre durante un instante y se quedó sin respiración.
—¿Noal?
Noal golpeó el brazo de un trolloc obligando a la criatura a retroceder y luego miró a Olver y le sonrió. Aunque Noal todavía parecía viejo, el cansancio había desaparecido de sus ojos, como si se hubiera quitado un gran peso de encima. Un caballo blanco se encontraba cerca, con la silla de montar y las riendas doradas, el animal más magnífico que Olver había visto en su vida.