—Ahora es la Amyrlin. —Perrin se frotó la mejilla—. Es la Vigilante de los Sellos, Rand. Su deber es asegurarse de que se los maneja como es debido.
—En efecto. Y tal es la razón por la que la persuadiré de que mis intenciones son procedentes.
—¿Estás seguro de que hay que romperlos, Rand? ¿Absolutamente seguro?
—Dime una cosa, Perrin. Si un arma o una herramienta de metal se hacen pedazos, ¿podrías volver a unirlas en una pieza de forma que funcionaran correctamente?
—Bueno, puede hacerse —repuso Perrin—. Pero es mejor no hacerlo. La estructura del acero... En fin, que casi siempre es mejor volver a forjarla. Fundirla y empezar de cero.
—Pues con esto es lo mismo. Los sellos están rotos, como una espada. No podemos parchear los trozos. No funcionará. Hay que retirar los fragmentos y hacer algo nuevo que los reemplace. Algo mejor.
—Rand, es la argumentación más razonable que cualquiera ha hecho sobre este tema. ¿Se lo has explicado así a Egwene?
—Ella no es un herrero, amigo mío. —Rand sonrió.
—Es lista, Rand. Más que cualquiera de nosotros. Lo entenderá si se lo explicas bien.
—Veremos. Mañana —contestó Rand.
Perrin dejó de andar; el brillo del orbe creado por Rand con el Poder le alumbraba la cara. Su campamento, al lado del de Rand, albergaba una fuerza tan numerosa como cualquier otra acampada allí. A Rand aún le parecía increíble que Perrin hubiera reunido a tantos, incluidos los Capas Blancas, nada menos. Los espías de Rand le habían informado que todos los del campamento de Perrin parecían serle leales. Incluso las Sabias y las Aes Sedai que estaban con él daban la impresión de sentirse más inclinadas a hacer lo que Perrin decía que a no hacerlo.
Tan cierto como el viento y el cielo, Perrin se había convertido en un rey. Una clase de rey diferente de él; un rey de su pueblo que vivía entre los suyos. Él no podía seguir el mismo camino. Perrin podía permitirse ser un hombre. Él tenía que ser algo más durante un poco más de tiempo. Debía ser un símbolo, una fuerza con la que todo el mundo podía contar.
Era terriblemente agotador. No todo era cansancio físico, sino algo más profundo. Ser lo que la gente necesitaba resultaba agobiante, lo iba desgastando con la tenaz constancia del río que hiende una montaña. Al final, el río ganaría siempre.
—Te apoyo en esto, Rand —le dijo Perrin—. Pero quiero que me prometas que no dejarás que la cosa llegue a mayores. No me enfrentaré a Elayne. Ir contra las Aes Sedai será peor aún. No podemos permitirnos pelear entre nosotros.
—No habrá pelea.
—Prométemelo. —El gesto de Perrin se endureció tanto que uno habría podido partir piedras con él—. Prométemelo, Rand.
—Te lo prometo, amigo mío. Iremos todos unidos a la Última Batalla.
—Eso bastará, entonces.
Perrin entró en su campamento e hizo un saludo con la cabeza a los centinelas. Hombres de Dos Ríos ambos, Reed Soalen y Kert Wagoner. Saludaron a Perrin y luego miraron a Rand e hicieron una reverencia un tanto torpe.
Reed y Kert. Los conocía a los dos; Luz, los había admirado de pequeño, pero ya se había acostumbrado a que la gente que había conocido antaño lo tratara como a un desconocido. Notó como si la carga de la responsabilidad de ser el Dragón Renacido le pesara un poco más.
—Milord Dragón —saludó Kert—. ¿Estamos...? Quiero decir... —Tragó saliva con esfuerzo y miró al cielo y las nubes, que parecían avanzar despacio sobre ellos a pesar de la presencia de Rand—. El panorama no parece bueno, ¿verdad?
—Las tormentas suelen ser malas, Kert —contestó Rand—. Pero Dos Ríos sobrevive a ellas. Y volverá a hacerlo.
—Pero... —siguió Kert—. Tiene mala pinta. La Luz me abrase, vaya si la tiene.
—Será lo que haya que ser. La Rueda gira según sus designios. —Rand miró hacia el norte—. No temáis, Kert, Reed —añadió con suavidad—. Todas las Profecías están a punto de cumplirse. Este momento ya fue visto, y las pruebas que pasaremos se conocen. No vamos a ellas desprevenidos.
No les había prometido que vencerían y tampoco que sobrevivirían, pero los dos hombres se pusieron más erguidos y asintieron con la cabeza, sonrientes. A la gente le gustaba saber que había un plan. Saber que había alguien que controlaba las cosas tal vez fuera el mejor consuelo que Rand podía ofrecerles.
—Dejad ya de molestar al lord Dragón con vuestras preguntas —dijo Perrin—. Ocupaos de vigilar bien esta posición. Nada de echar cabezadas, Kert, y nada de jugar a los dados.
Los dos hombres volvieron a saludar cuando Perrin y él entraron en el campamento. Allí había más animación que en los otros campamentos de Campo de Merrilor. Parecía que las hogueras brillaban un poco más, que las risas sonaban con algo más de fuerza. Era como si la gente de Dos Ríos se las hubiera arreglado para, de algún modo, llevar la comarca consigo.
—Los lideras bien —comentó Rand en voz baja mientras caminaba deprisa al lado de su amigo.
Perrin señaló con un gesto de la cabeza a los que se encontraban fuera, bajo la noche.
—No tendrían que necesitarme para que les dijera lo que han de hacer, y no hay más que decir.
Sin embargo, cuando llegó un mensajero corriendo al campamento, Perrin tomó las riendas de inmediato. Llamó al delgaducho joven por su nombre y, al fijarse en el rostro enrojecido y las piernas temblorosas del chico —estaba asustado por Rand—, Perrin lo asió del brazo y se lo llevó a un lado para hablar con él en voz baja, pero firme. Luego lo mandó buscar a lady Faile y regresó junto a Rand.
—Tengo que hablar con Rand otra vez —manifestó.
—Pero si estás hablando con...
—Necesito al verdadero Rand, no al hombre que ha aprendido a hablar como una Aes Sedai.
—Soy yo de verdad, Perrin —protestó con un suspiro—. Soy más yo mismo de lo que lo he sido hace muchísimo tiempo.
—Sí, vale, pues no me gusta hablar contigo cuando todas tus emociones están encubiertas.
Un grupo de hombres de Dos Ríos pasó a su lado y saludó. Sintió una punzada de heladora frialdad al ver a aquellos hombres y saber que jamás volvería a ser uno de ellos. Era una sensación que se le hacía más cuesta arriba cuando se trataba de hombres de Dos Ríos. Pero se esforzó por estar más... relajado por bien de Perrin.
—Bien, ¿qué pasa? —preguntó—. ¿Qué te dijo el mensajero?
—Estabas preocupado con razón —contestó Perrin—. Rand, Caemlyn ha caído. La han invadido trollocs.
Rand notó que el semblante le cambiaba y el gesto se le endurecía.
—No te ha sorprendido —comentó Perrin—. Estás preocupado, pero no sorprendido.
—No, no lo estoy —admitió—. Imaginé que atacarían en el sur. He recibido informes de avistamientos de trollocs allí, y estoy casi seguro de que Demandred está involucrado en ello. Nunca se ha sentido a gusto sin un ejército a sus órdenes. Pero Caemlyn... Sí, un movimiento ofensivo muy inteligente. Te dije que intentarían distraernos. Si consiguen que Andor se retire y atraen sus fuerzas hacia allí, mi alianza será mucho más frágil.
Perrin echó una ojeada hacia donde se levantaba el campamento de Elayne, al lado del de Egwene.
—¿Y no sería positivo para ti que Elayne se fuera? Está en el bando contrario de este enfrentamiento.
—No hay otros bandos, Perrin. Sólo hay uno, con desacuerdo en el camino que debemos seguir. Si Elayne no se encuentra aquí para formar parte de la asamblea, minará todo lo que intento lograr. Probablemente ella es la más poderosa de todos los dirigentes.
Por supuesto, Rand la sentía a través del vínculo. Ese aguijonazo de alarma que percibía en ella le revelaba que ya había recibido la información sobre el ataque. ¿Debería ir a reunirse con ella? Quizá podría mandar a Min. Se había levantado y se alejaba de la tienda donde la había dejado. Y... Parpadeó. Aviendha. También estaba allí, en Merrilor. Unos instantes antes no estaba, ¿verdad? Perrin lo miraba, pero no se molestó en borrar la expresión conmocionada que reflejaba su rostro.