—¡Noal, dijeron que habías muerto! —gritó.
—Y morí —dijo Noal, que se echó a reír—. El Entramado no había acabado todavía conmigo, hijo. ¡Toca ese Cuerno! ¡Tócalo con orgullo, Tocador del Cuerno!
Así lo hizo Olver, y sopló el Cuerno mientras Noal luchaba con los trollocs en un pequeño círculo alrededor de Olver. Noal. ¡Noal era uno de los héroes del Cuerno! La trápala de cascos de caballo a galope anunció que otros llegaban a rescatarlo de los Engendros de la Sombra.
De repente, Olver se sintió inundado de una inmensa calidez. Había perdido a muchísima gente, pero uno de ellos... Uno había vuelto a buscarlo.
40
Hermano lobo
Los captores de Elayne miraban a Birgitte, estupefactos, y Elayne aprovechó para girar el cuerpo hacia un lado. Rodó y se puso de rodillas; el embarazo la entorpecía, pero distaba mucho de estar incapacitada. El medallón que Mellar había estado sujetando contra ella cayó al suelo, y Elayne encontró el brillo del Saidar esperando a ser asido. Se llenó de Poder y se sostuvo el vientre.
Sus pequeños todavía rebullían dentro. Elayne tejió flujos de Aire que apartaron con brusquedad a sus captores. Cerca, los guardias de Elayne, que se habían concentrado, irrumpieron entre los soldados de Mellar. Unos cuantos se detuvieron al ver a Birgitte.
—¡Seguid luchando, hijas e hijos de cabras! —gritó Birgitte, mientras disparaba flechas a los mercenarios—. ¡Puede que esté muerta, pero sigo siendo vuestro jodido comandante, así que obedeced mis órdenes!
Eso los hizo reaccionar de inmediato. La niebla que se estaba levantando se enroscó hacia arriba y empezó a cubrir el campo de batalla. Parecía brillar débilmente en la oscuridad. En cuestión de segundos, los tejidos de Elayne, el arco de Birgitte y el trabajo de sus guardias hicieron que los mercenarios Amigos Siniestros de Mellar que quedaban salieran huyendo.
Birgitte derribó a seis más con flechas mientras escapaban.
—Birgitte —dijo Elayne con los ojos anegados en lágrimas—, lo siento.
—¿Lo sientes? —Birgitte se volvió hacia ella—. ¿Lo sientes? ¿Por qué te entristeces, Elayne? —Rompió a reír—. ¡Es maravilloso! No sé cómo me has aguantado estas últimas semanas. He estado más abatida que una chiquilla a la que acaban de romper su arco favorito.
—Yo... Oh, Luz.
Dentro de Elayne todavía había un hueco que le decía que había perdido a su Guardiana, y el dolor de la ruptura del vínculo no era algo racional. Daba igual que Birgitte estuviera delante de ella.
—¿Crees que quizá debería vincularte otra vez? —le preguntó.
—No funcionaría —respondió la otra mujer al tiempo que hacía un gesto con la mano desechando la idea—. ¿Estás herida?
—Sólo lo está mi orgullo.
—Tienes suerte, pero eres más afortunada aún porque el Cuerno tocara cuando lo hizo.
Elayne asintió con la cabeza.
—Voy a unirme a los otros héroes —dijo Birgitte—. Quédate aquí y recupérate.
—¡Ni hablar! —replicó Elayne, que hizo un esfuerzo para ponerse de pie—. No voy a quedarme atrás ahora, puñetas. Los bebés están bien. Yo estoy bien.
—Elayne...
—Mis soldados me creen muerta —declaró Elayne—. Nuestras líneas se rompen, nuestros hombres mueren. Tienen que verme para saber que todavía hay esperanza. No sabrán lo que significa la niebla. Si alguna vez han necesitado a su reina, es en este momento. Nada que no sea el Oscuro podrá impedirme que regrese con ellos.
Birgitte frunció el entrecejo.
—Ya no eres mi Guardiana —dijo Elayne—. Pero sigues siendo mi amiga. ¿Querrás cabalgar conmigo?
—Tonta cabezota...
—No soy yo la que acaba de negarse a seguir muerta. ¿Juntas?
—Juntas —contestó Birgitte, acompañando las palabras con un asentimiento de cabeza.
Aviendha se frenó en seco para escuchar los nuevos aullidos. Ésos no sonaban a aullidos de lobos.
La tempestad seguía en Shayol Ghul. Aviendha ignoraba qué bando estaba ganando. Había cuerpos tirados por doquier, algunos desgarrados y hechos pedazos por los lobos, otros todavía humeando por ataques del Poder Único. Los vientos tormentosos azotaban y aullaban, pero no llovía, y oleadas de polvo y gravilla la fustigaban.
Notaba encauzar en la Fosa de la Perdición, pero era como un latido, una pulsación silenciosa muy distinta de la tormenta que era purificadora. Rand. ¿Estaría bien? ¿Qué estaba ocurriendo?
Las nubes blancas llevadas por las Detectoras de Vientos bullían entre los nubarrones negros como pez de la tormenta, y todas giraban juntas en una inmensa formación, retorciéndose encima del pico de la montaña. Por lo que había oído decir a las Detectoras de Vientos —se habían trasladado a Shayol Ghul, a un saliente a bastante altura por encima de la entrada de la cueva, para seguir trabajando con el Cuenco de los Vientos—, se hallaban en un estado crítico, casi al límite de su resistencia, con más de dos tercios de sus mujeres desmayadas por el agotamiento. A no tardar, la tormenta lo consumiría todo.
Aviendha deambuló a través de la vorágine para dar con la fuente de aquellos aullidos. No tenía otros encauzadores con los que coligarse, ahora que Rafela se había ido para unirse a los Juramentados del Dragón, que plantarían cara a ultranza en la caverna. Allí fuera, en el valle, diferentes grupos se mataban entre sí, avanzando y retrocediendo. Doncellas, Sabias, siswai’aman, trollocs, Fados. Y lobos; cientos de ellos se habían unido a la batalla. También quedaban algunos domani, tearianos y Juramentados del Dragón, aunque la mayoría de ésos combatían cerca del sendero que subía hacia la boca de la caverna.
Algo golpeó el suelo cerca de ella, arrullador, y ella atacó sin pensarlo. El Draghkar estalló en llamas como una astilla seca tras cien días de estar al sol. Aviendha respiró hondo y miró en derredor. Aullidos. Cientos y cientos.
Echó a correr hacia esos aullidos a través del suelo del valle. Al hacerlo, algo surgió de las polvorientas sombras, un hombre fuerte y enjuto con una gran barba gris y ojos dorados. Lo acompañaba una pequeña manada de lobos. La miraron y después se volvieron hacia la dirección en la que se dirigían.
Aviendha se detuvo. Ojos dorados.
—¡Eh, el que danza con lobos! —llamó al hombre—. ¿Has traído a Perrin Aybara contigo?
El hombre se paró de golpe. Actuaba como un lobo, cauto y, sin embargo, peligroso.
—Conozco a Perrin Aybara —respondió—, pero no está conmigo. Caza en otra parte.
Aviendha se acercó más al hombre. Él la observó, cauteloso, y varios de sus lobos gruñeron. Por lo visto no se fiaban de ella o de los de su clase mucho más de lo que confiaban en los trollocs.
—Esos aullidos nuevos —habló a través del viento—, ¿son de tus... amigos?
—No —dijo el hombre, cuyos ojos se tornaron distantes—. No, ya no. Si conoces mujeres que encauzan, Aiel, deberías traerlas ahora. —Echó a andar hacia los sonidos, con su manada corriendo con él.
Aviendha los siguió manteniendo la distancia con los lobos, pero confiando más en los sentidos de los animales que en los propios. Llegaron a una pequeña elevación en el suelo del valle, una que Aviendha había visto utilizar a Ituralde de vez en cuando para supervisar la defensa del paso.
Saliendo del paso a raudales, había montones de oscuras figuras. Lobos negros del tamaño de caballos pequeños. Avanzaban a grandes zancadas por la roca y, aunque quedaban fuera del alcance de la vista, Aviendha sabía que iban dejando marcadas las huellas en la piedra.
Centenares de lobos atacaron a las formas oscuras saltándoles sobre el lomo, pero salieron despedidos con sacudidas. No parecía que estuvieran consiguiendo nada.
El hombre de los lobos gruñó.
—¡¿Sabuesos del Oscuro?! —gritó Aviendha.
—Sí —contestó él de igual modo, para hacerse oír por encima de la tempestad—. Ésta es la Cacería Salvaje, la peor de su especie. Éstos no caen por armas mortales. Los mordiscos de los lobos comunes no les causan daño, al menos no de forma permanente.