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Recordaba —entre esos recuerdos que no eran suyos— haber encabezado fuerzas más formidables. Ejércitos que no estaban fragmentados, entrenados a medias, heridos y exhaustos. Pero, por la Luz bendita, jamás se había sentido tan orgulloso. A despecho de todo lo que había ocurrido, sus hombres se sumaron a los gritos de ataque y se lanzaron a la batalla con renovado vigor.

La muerte de Demandred le había dado a Mat una oportunidad. Sentía a los ejércitos avanzar en tropel, y a través de ellos fluía ese ritmo instintivo de la batalla. Éste era el momento que había estado esperando. Era la carta a la que apostar todo lo que tenía. Aún los superaban en diez a uno, pero el ejército sharaní, los trollocs y los Fados no tenían cabecilla. No había un general que los guiara. Contingentes diferentes iniciaron acciones contradictorias cuando varios Fados o Señores del Espanto intentaron dar órdenes.

«Habré de estar atento a esos sharaníes —pensó—. Tendrán generales que restablecerán el mando.»

De momento, debía infligirles un fuerte castigo, atacar con dureza. Forzar a trollocs y a sharaníes a abandonar los Altos. Abajo, los trollocs llenaban la cañada que había entre las ciénagas y los Altos. La muerte de Elayne había sido un engaño. Sus tropas se habían sumido en el caos y habían perdido más de un tercio de sus soldados; pero, justo cuando estaban a punto de ser derrotadas por los trollocs, ella había aparecido a caballo entre los suyos y los había reagrupado. Ahora aguantaban de forma milagrosa sus líneas, a pesar de que los habían hecho retroceder internándose un ancho tramo en territorio shienariano. Sin embargo, no podrían resistir mucho más, con Elayne o sin ella; cada vez eran más los piqueros de las primeras líneas que se veían acosados y caían soldados por todo el frente, mientras la caballería y los Aiel combatían ferozmente, con creciente dificultad, para contener al enemigo.

«¡Luz, si pudiera echar a la Sombra de estos jodidos Altos contra esas bestias de ahí abajo, acabarían trompicando unos con otros!»

—¡Lord Cauthon! —llamó cerca Tinna.

A lomos de su montura, la mujer levantó una lanza ensangrentada para señalar hacia el sur. Hacia una luz distante, en dirección al río Erinin. Mat se enjugó la frente. ¿Aquello era...?

Accesos en el cielo. A docenas, y a través de ellos salían a montones to’raken en vuelo que llevaban linternas. Una feroz lluvia de flechas cayó sobre los trollocs de la cañada; los to’raken, que transportaban arqueros, volaron en formación sobre el vado y la cañada que había más allá.

Por encima del estruendo de la batalla, Mat oía sonidos que tendrían que hacer helarse la sangre al enemigo: centenares, puede que miles de cuernos de animales, resonaban en la noche con su llamada a la guerra; el ruido atronador de tambores empezó a marcar una cadencia unificada que resonó con más y más fuerza, y el retumbo de pisadas —tanto de hombres como de animales— producido por un ejército en marcha que se acercaba, poco a poco, hacia los Altos de Polov desde la oscuridad. Nadie los veía en la negrura previa a la hora crepuscular, pero todos los que estaban en el campo de batalla supieron quiénes eran.

Mat soltó un grito de alegría. Ahora, en su mente, veía los movimientos seanchan. La mitad de su ejército marcharía directamente al norte desde el Erinin para unirse al hostigado ejército de Elayne, en el Mora, a fin de aplastar a los trollocs que intentaban abrirse paso hacia Shienar. La otra mitad giraría hacia el oeste alrededor de las ciénagas para llegar a la ladera occidental de los Altos, de modo que aplastarían a los trollocs desde atrás.

Ahora, la lluvia de flechas iba acompañada de luces brillantes que surgían en el aire; damane, dando más luz para que su ejército viera. ¡Un despliegue que habría hecho sentirse orgullosos a los Iluminadores! El suelo temblaba a medida que el masivo ejército seanchan marchaba a través de Campo de Merrilor.

El estampido de un trueno —un trueno más profundo— hendió el aire por el flanco derecho de Mat, en los Altos. Talmanes y Aludra habían arreglado los dragones y disparaban directamente desde la caverna, a través de accesos, al ejército sharaní.

Las piezas casi habían encajado en su sitio. Sólo quedaba otro asunto más del que ocuparse antes de hacer la última tirada de dados.

Los ejércitos de Mat siguieron presionando.

Jur Grady toqueteó la carta de su esposa que le había llevado Androl desde la Torre Negra. No podía leerla en esa oscuridad, pero no importaba, siempre y cuando pudiera tocarla. De todos modos había memorizado las palabras escritas.

Contempló aquel cañón del río, a unas diez millas al nordeste a lo largo del Mora, donde Cauthon lo había apostado. Se encontraba a bastante distancia del campo de batalla de Merrilor.

Él no luchaba. Luz, era duro, pero no luchaba. Observaba, intentando de no pensar en la pobre gente que había muerto tratando de defender el río allí. Era el lugar perfecto para ello; el Mora pasaba por un cañón en esa zona, donde la Sombra cortaría el curso del río. Y lo había hecho. Oh, los hombres que Mat había enviado a ese sitio habían tratado de luchar contra Señores del Espanto y sharaníes. ¡Qué misión tan absurda había sido! La ira contra Mat consumía a Grady. Todo el mundo afirmaba que era un buen general. Y luego iba y hacía eso.

Entonces, si era un genio, ¿por qué había mandado a quinientas personas normales y corrientes de un pueblo de montaña en Murandy a defender el río allí? Sí, Cauthon también había enviado a cien soldados de la Compañía, pero con eso no era suficiente ni de lejos. Habían muerto tras defender el río unas pocas horas. ¡Eran cientos y cientos de trollocs y varios Señores del Espanto en el cañón del río!

En fin, que esas personas habían sido masacradas, hasta la última. ¡Luz! En ese grupo había niños incluso. Los vecinos de ese lugar y los soldados habían luchado bien, defendiendo el cañón durante más tiempo de lo que Grady habría creído posible, pero al final habían caído. Y él había recibido la orden de que no los ayudara.

Bien, pues, ahora él esperaba en la oscuridad, en lo alto de las paredes del cañón, escondido entre un grupo de rocas. A unos cien pasos de su posición, veía moverse a los trollocs a la luz de las antorchas; los Señores del Espanto necesitaban luz para ver. También ellos se encontraban en lo alto de las paredes del cañón, cosa que les daba altura y posición para vigilar el río, el cual se había convertido en un lago. Los tres Señores del Espanto habían roto grandes trozos de las paredes del cañón y habían creado la barrera de roca que represaba las aguas del río.

Eso había servido para que el Mora se secara en Merrilor, a fin de que los trollocs pudieran cruzarlo con facilidad. Grady podría romper la presa en un momento; un ataque con el Poder Único la abriría y soltaría el agua del cañón. Hasta ahora, no se había atrevido. Cauthon le había ordenado que no atacara. Aparte de eso, él solo nunca podría derrotar a tres Señores del Espanto fuertes. Lo matarían y volverían a represar el río.

Acarició la carta de su esposa y después se preparó. Cauthon le había ordenado que abriera un acceso al mismo pueblo al amanecer. Hacer eso pondría de manifiesto su presencia allí. Ignoraba el propósito de esa orden.

Seguiría sus órdenes. Así la luz lo abrasara, pero lo haría. No obstante, si Cauthon sobrevivía a la batalla río abajo, ellos dos tendrían unas palabras. Palabras serias. Un hombre como Cauthon, nacido en una familia normal y corriente, tendría que haber sabido que no se debía desperdiciar vidas así como así.