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—No podemos dejar que Elayne se marche —dijo Rand.

—¿Ni siquiera para proteger su reino? —inquirió Perrin con incredulidad.

—Si los trollocs ya han tomado Caemlyn, es demasiado tarde para que Elayne haga algo que merezca la pena. Las fuerzas de Elayne se enfocarán en la evacuación. Ella no tiene que estar presente para que esa tarea se lleve a cabo, pero sí es necesario que se quede aquí. Mañana por la mañana.

¿Cómo podía asegurarse de que se quedara? Elayne no reaccionaba bien a cualquier cosa que se le dijera que hiciese; era algo que les ocurría a todas las mujeres. Pero si él daba a entender...

—Rand, ¿y si mandamos a los Asha’man? ¿A todos ellos? Podríamos presentar batalla en Caemlyn.

—No —se opuso, aunque decirlo era doloroso—. Perrin, si de verdad la ciudad ha sido invadida, y voy a enviar hombres para asegurarme de que es así, entonces está perdida. Volver a controlar esas murallas costaría un esfuerzo excesivo, al menos en este momento. No podemos permitir que esta coalición se desarticule antes de que yo tenga ocasión de forjar la unión. Mantenernos unidos nos protegerá. Si cada uno de nosotros sale corriendo para apagar incendios en sus países, entonces habremos perdido. Tal es la finalidad de este ataque.

—Supongo que tienes razón... —comentó Perrin mientras toqueteaba el martillo.

—Ese asalto podría poner nerviosa a Elayne, empujarla a actuar. —Rand sopesó distintas acciones posibles—. Quizás esto la haga sentirse más inclinada a aceptar mi plan. Sería estupendo.

Perrin frunció el entrecejo.

«Con qué rapidez he aprendido a utilizar a otros», se dijo Rand. Había aprendido a reír otra vez. Había aprendido a aceptar su destino y a marchar hacia él con una sonrisa. Había aprendido a sentirse en paz con quien había sido y con lo que había hecho.

Ese conocimiento no le impediría que utilizara los instrumentos que le habían dado. Los necesitaba. Los necesitaba a todos. Ahora la diferencia era que veía a la gente como era, no como unas herramientas que podía usar. Eso se dijo a sí mismo.

—Sigo pensando que deberíamos hacer algo para ayudar a Andor —insistió Perrin mientras se rascaba la barba—. ¿Cómo crees que entraron sin ser vistos?

—Por una puerta de los Atajos —respondió Rand, absorto.

—Bueno —murmuró Perrin—, dijiste que los trollocs no pueden Viajar a través de los accesos. ¿Crees que habrán aprendido a solucionar eso?

—Quiera la Luz que no sea así —deseó con fervor—. Los únicos Engendros de la Sombra a los que lograron hacer pasar a través de los accesos eran los gholam, y Aginor no era tan estúpido para crear más que unos pocos seres de ésos. No, apostaría incluso contra Mat que lo han hecho a través de la puerta de los Atajos de Caemlyn. ¡Creía que ella tendría esa puerta vigilada!

—Pues si fue por una puerta de los Atajos, podemos hacer algo al respecto —dijo Perrin—. No podemos tener trollocs campando por sus respetos en Andor; si se marchan de Caemlyn, los tendremos en la retaguardia y será un desastre. Pero si entran por un único sitio, quizá podríamos interrumpir la invasión con un ataque a ese punto.

Rand esbozó una sonrisa.

—¿Qué te hace tanta gracia? —preguntó Perrin.

—Yo al menos tengo una excusa para saber y entender cosas que ningún joven de Dos Ríos debería saber ni entender.

—Ve y tírate al Manantial —contestó Perrin con un resoplido de sorna—. ¿De verdad crees que es Demandred?

—Es exactamente el tipo de maniobra que él haría. Separa a tus enemigos y luego aplástalos de uno en uno. Es una de las estrategias de guerra más antiguas.

El propio Demandred la había descubierto en los escritos antiguos. Ignoraban todo sobre las guerras cuando la Perforación se abrió por primera vez. Oh, habían pensado que lo entendían, pero era la comprensión de un estudioso que revisa algo antiguo y polvoriento.

De todos los que se habían incorporado a las filas de la Sombra, la traición de Demandred pareció la más trágica. Ese hombre habría podido ser un héroe. Tendría que haberlo sido.

«Eso también es culpa mía —pensó Rand—. Si le hubiera echado una mano en lugar de esbozar una sonrisa de suficiencia, si lo hubiera felicitado en lugar de competir con él... Si entonces hubiera sido el hombre que soy ahora...»

Eso ya daba igual. Tenía que pensar en Elayne. Lo que debía hacer era enviar ayuda para evacuar la ciudad, Asha’man y Aes Sedai leales que abrieran accesos y liberaran a tanta gente como les fuera posible... Y asegurarse de que, por el momento, los trollocs permanecieran en Caemlyn.

—En fin, supongo que esos recuerdos tuyos sirven para algo, pues —comentó Perrin.

—¿Sabes lo que me da que pensar y no dejo de darle vueltas, Perrin? —susurró en voz baja Rand—. ¿Lo que me provoca escalofríos, como si me rozara el aliento gélido de la propia Sombra? La infección es lo que me volvió loco y lo que me dio recuerdos de mi vida anterior. Me llegaron como susurros de Lews Therin. Pero la locura es lo que me da las claves que necesito para vencer. ¿No te das cuenta? Si salgo victorioso, será la propia infección la que conduzca al Oscuro a su caída.

Perrin soltó un suave silbido.

«Mi redención —pensó Rand—. Cuando intenté esto la última vez, mi locura nos destruyó. Esta vez, nos salvará.»

—Ve con tu esposa, Perrin —dijo, alzando la vista al cielo—. Ésta será la última noche que viviremos algo semejante a la paz antes del final. Investigaré y veré hasta qué punto van mal las cosas en Andor. —Miró a su amigo—. No olvidaré mi promesa. La unión ha de anteponerse a todo lo demás. La última vez fui derrotado precisamente por tirarla por la borda.

Perrin asintió con un cabeceo y apoyó la mano en el hombro de Rand.

—Que la Luz te ilumine —deseó.

—Y a ti, amigo mío.

2

La elección de un Ajah

Pevara hizo cuanto le fue posible para fingir que no estaba aterrorizada.

Si esos Asha’man la conocieran se habrían dado cuenta de que permanecer sentada, sin moverse y callada, no era propio de ella. Se retrotrajo a los tiempos de entrenamiento básico Aes Sedai: aparentar que tenía controlada la situación cuando lo que sentía era todo lo contrario.

Hizo un esfuerzo para ponerse de pie. Canler y Emarin se habían retirado para visitar a los chicos de Dos Ríos y asegurarse de que siempre se movieran de aquí para allá en parejas. Lo cual volvía a dejarlos solos a Androl y a ella. El hombre bregaba en silencio con las correas de cuero mientras la lluvia seguía cayendo fuera; utilizaba dos agujas para hacer las puntadas, cruzándolas por los agujeros de un lado al otro. Lo hacía con la concentración de un maestro del oficio.

Pevara se levantó y se aproximó despacio a Androl; el Asha’man alzó la vista bruscamente cuando la tuvo casi al lado. Pevara contuvo una sonrisa; puede que no diera esa impresión, pero sabía moverse en silencio cuando era preciso.

Miró por la ventana. Cada vez llovía más y cortinas de agua azotaban los cristales.

—Después de muchas semanas de amenazar con descargarse una tormenta en cualquier momento, por fin ha llegado —comentó.

—Esas nubes tenían que romper antes o después —dijo Androl.

—No parece una lluvia natural —respondió, con las manos cruzadas a la espalda. Le llegaba la frialdad a través del cristal—. No mengua ni arrecia, sino que es la misma lluvia tormentosa, constante e ininterrumpida. Muchos relámpagos, pero pocos truenos.

—¿Creéis que es uno de esos incidentes? —preguntó el hombre.

No tuvo que aclarar a lo que se refería con «incidentes». A principios de la semana, la gente corriente de la Torre —ninguno de los Asha’man— había empezado a estallar en llamas. De pronto se prendían fuego, de forma inexplicable. Habían perdido alrededor de cuarenta personas. Todavía había muchos que echaban la culpa a algún Asha’man malintencionado, aunque los hombres habían jurado que no había nadie cerca que estuviera encauzando.