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Lo consiguió por poco, pues estaba muy debilitada. Graendal había estado usando Poder prestado durante toda la lucha, en tanto que ella había usado sólo el suyo. Incluso con el angreal, en su estado actual no podía enfrentarse a la Renegada.

Graendal se irguió, aunque su rostro reflejó un gesto de dolor. Aviendha le escupió a los pies y después se alejó dejando un rastro de sangre tras de sí.

Nadie salió del acceso. ¿Lo habría abierto en el sitio equivocado?

Llegó al borde del saliente que se asomaba al campo de batalla de Thakan’dar, allá abajo. Si se arrastraba más, caería.

«Mejor eso que convertirme en otra de sus marionetas...»

Hilos de Aire se le enroscaron alrededor de las piernas y tiraron de ella hacia atrás. Gritó, con los dientes apretados, y luego se volvió; los pies parecían poco más que muñones en carne viva. La invadió una oleada de dolor y la vista se le oscureció. Se esforzó para asir el Poder Único.

Graendal la frenó, pero flaqueó y emitió un gruñido; entonces se desplomó, jadeando. El tejido que le restañaba la herida seguía en su sitio, pero el rostro de la Renegada palideció. Parecía estar a punto de desmayarse.

El acceso abierto detrás de ella, la oportunidad de huir, parecía invitar a Aviendha; pero podría haber estado a una milla de distancia. Aturdida, sintiendo un dolor abrasador en las piernas, Aviendha sacó su cuchillo de la vaina.

El arma resbaló entre los dedos temblorosos. Estaba demasiado débil para sujetarlo.

44

Dos artesanos

Perrin despertó con el frufrú de algo. Entreabrió los ojos un poco, cauteloso, y se encontró en una habitación oscura.

«El palacio de Berelain», recordó. Fuera, el sonido de las olas se había vuelto más suave y las llamadas de las gaviotas se habían acallado. A lo lejos, se oía el retumbo del trueno.

¿Qué hora sería? Olía como a la mañana, pero fuera aún seguía oscuro. Le costó identificar a la silueta imprecisa que se movía a través de la habitación hacia él. Se puso tenso hasta que captó el olor de la figura.

—¿Chiad? —preguntó al tiempo que se sentaba.

La Aiel no se sobresaltó, aunque estaba seguro de haberla sorprendido por la forma en que se detuvo.

—No tendría que estar aquí —susurró ella—. He forzado mi honor al límite de lo que debería permitírseme.

—Es la Última Batalla, Chiad —replicó Perrin—. Eso nos permite saltar ciertas lindes... suponiendo que no hayamos vencido todavía.

—La batalla en Merrilor está ganada, pero la batalla mayor, la de Thakan’dar, todavía prosigue con furia.

—He de volver al frente —dijo Perrin.

Sólo llevaba la ropa interior, pero no dejó que tal cosa lo incomodara. Una Aiel como Chiad no se sonrojaría. Apartó la manta. Por desgracia, el agotamiento que llegaba hasta la médula sólo había remitido un poco.

—¿No vas a decirme que permanezca en cama? —preguntó en tanto que buscaba con movimientos cansinos la camisa y el pantalón.

Estaban doblados encima de un mueble a los pies de la cama, junto con el martillo. Tuvo que apoyarse contra el colchón mientras daba un par de pasos para llegar allí.

—¿No vas a decirme que, mientras esté cansado, luchar no es cosa mía? —añadió—. Parece que todas las mujeres que conozco piensan que ésa es una de sus tareas principales.

—He descubierto que recalcar sus necedades a un hombre sólo sirve para volverlo más estúpido —contestó la Aiel con sequedad—. Además, soy gai’shain. No me corresponde hacer tal cosa.

Perrin la miró y, aunque no podía verla ponerse colorada en la oscuridad, sí pudo oler su azoramiento. Su conducta no era muy acorde con la de gai’shain.

—Rand debería haberos liberado a todos de los juramentos.

—No está en su poder hacer tal cosa —replicó Chiad, indignada.

—¿Y de qué sirve el honor si el Oscuro gana la Última Batalla? —espetó él, mientras se subía los pantalones.

—El honor lo es todo —repuso con suavidad Chiad—. Merece que se muera por él, merece que se arriesgue el propio mundo. Si no tenemos honor, más vale que perdamos.

En fin, Perrin suponía que había cosas sobre las que él habría dicho lo mismo. Lo de llevar esas absurdas ropas blancas, no, por supuesto, pero no habría hecho algunas de las cosas que los Capas Blancas sí habían hecho, aunque el mundo estuviera en peligro. No la presionó más.

—¿Por qué estás aquí? —preguntó mientras se ponía la camisa.

—Por Gaul —dijo Chiad—. ¿Ha...?

—¡Oh, Luz! —exclamó Perrin—. Tendría que habértelo contado antes. Últimamente tengo escoria de hierro por cerebro, Chiad. Estaba bien cuando nos separamos. Aún sigue en el sueño, y allí el tiempo discurre más despacio. Probablemente sólo ha pasado una hora, más o menos, en su tiempo, pero tengo que regresar con él.

—¿En tu estado? —inquirió ella, pasando por alto lo que había dicho sobre que no le daría la tabarra por eso.

—No. —Perrin se sentó en la cama—. La última vez, casi me rompí el cuello. Necesito que una de las Aes Sedai me Cure de la fatiga.

—Eso es peligroso —objetó Chiad.

—¿Más que dejar que Rand muera? ¿Más que dejar a Gaul sin un aliado en el Mundo de los Sueños, protegiendo al Car’a’carn él solo?

—Ése es muy capaz de herirse con su propia lanza si lo dejas solo en la lucha —dijo ella.

—No quería decir...

—Calla, Perrin Aybara. Lo intentaré. —Se marchó con un susurro de tela.

Perrin se tendió en la cama y se frotó los ojos con el pulpejo de la palma de la mano. Se había sentido mucho más seguro de sí mismo cuando había luchado con Verdugo la última vez, pero aun así había fracasado. Rechinó los dientes; ojalá que Chiad regresara pronto.

Algo se movió fuera de la habitación. Se reanimó y se incorporó para quedarse sentado otra vez.

Una figura grande oscureció el umbral; luego, retiró la pantalla opaca de la linterna sorda. Maese Luhhan tenía las hechuras de un yunque, con un torso compacto —aunque poderoso— y brazos de músculos abultados. Perrin no recordaba al hombre con tantas canas en la cabeza. Maese Luhhan había envejecido, pero no estaba debilitado. Perrin dudaba que llegara a estarlo alguna vez.

—Lord Ojos Dorados... —llamó.

—Luz, por favor. Maese Luhhan, precisamente vos deberíais tener la confianza de llamarme Perrin. A menos que prefiráis utilizar «ese inútil aprendiz que tengo».

—Eh, un momento —dijo maese Luhhan, que entró en la habitación—. Creo que te llamé eso nada más que una vez.

—Cuando rompí la hoja nueva para la guadaña de maese al’Moor —recordó Perrin con una sonrisa—. Estaba convencido de que sería capaz de hacerlo bien.

Maese Luhhan se echó a reír. Se detuvo al ver el martillo de Perrin, que seguía en el mueble a los pies de la cama, y posó los dedos en él.

—Te has convertido en un maestro del oficio. —Maese Luhhan se sentó en una banqueta junto a la cama—. De un artesano a otro, estoy impresionado. No creo que yo fuera capaz de hacer algo tan excelente como ese martillo.

—Vos hicisteis el hacha.

—Supongo que sí. No era un objeto hermoso. Era algo para matar.

—A veces es necesario matar.

—Sí, pero nunca es bello. Nunca.

Perrin asintió con un cabeceo a las palabras del hombre mayor.

—Gracias. Por encontrarme y traerme aquí —le dijo—. Por salvarme.

—¡Era simple interés propio, hijo! Si escapamos de esto, será por vosotros, muchachos. ¡Acuérdate de lo que te digo, porque es cierto!

Perrin meneó la cabeza como si no pudiera creerlo. Un hombre, como mínimo, los recordaba a los tres como unos muchachos. Jóvenes que, al menos en el caso de Mat, habían estado metiéndose en problemas cada dos por tres.

«De hecho —pensó Perrin— estoy bastante seguro de que Mat sigue metiéndose en problemas las más de las veces.» Al menos, en ese momento no estaba luchando, sino que hablaba con algunos seanchan, a juzgar por el remolino de colores que se concretó en una imagen.