Perrin hizo que el martillo fuera hacia su mano y después empezó la caza una última vez.
Thom Merrilin estaba sentado en una roca grande, manchada de hollín, y fumaba en su pipa mientras contemplaba el fin del mundo.
Sabía un par de cosas sobre encontrar el mejor sitio para ver una representación. Para él, aquél era el mejor asiento del mundo. Su roca se hallaba junto a la entrada de la cueva que conducía a la Fosa de la Perdición, lo bastante cerca para que, si se echaba hacia atrás y miraba con los ojos entreabiertos, la vería y atisbaría algunas de las luces y sombras que danzaban dentro. Echó un vistazo al interior. No había cambiado nada.
«Sigue a salvo ahí dentro, Moraine —pensó—. Por favor.»
También se encontraba lo bastante cerca del borde del camino para ver el valle allá abajo. Dio una chupada a la pipa y se atusó el bigote con el nudillo.
Alguien tenía que anotar esto. No podía pasarse todo el tiempo preocupado por ella. Así pues, buscó en su mente las palabras adecuadas para describir lo que veía. Desechó las palabras «épico» y «trascendental». Estaban desgastadas de tanto usarlas.
Un golpe de viento sopló a través del valle agitando los cadin’sor de los Aiel que combatían contra los velos rojos enemigos. Saltaron rayos que cayeron sobre la línea de Juramentados del Dragón que defendían el sendero que subía a la entrada de la cueva. Esos destellos lanzaron hombres al aire. Después, los rayos empezaron a descargarse sobre los trollocs. Las nubes iban y venían así, según si las Detectoras de Vientos se hacían con el control del tiempo o si lo recuperaba la Sombra. Ninguno de los dos grupos había conseguido aún sacar una ventaja clara al otro.
Unas oscuras bestias enormes que mataban con facilidad hacían estragos en el valle. Los Sabuesos del Oscuro no caían a pesar del trabajo conjunto de docenas. La parte derecha del valle estaba cubierta de una densa niebla que, por alguna razón, los vientos tormentosos no conseguían mover.
«¿Culminante? —pensó Thom, que mordisqueó la boquilla de la pipa—. No. Demasiado previsible.» Si uno utilizaba las palabras que la gente esperaba oír, ésta acababa aburriéndose. Una gran balada tenía que ser inesperada.
Nunca como se preveía que fuera. Cuando la gente empezaba a saber lo que podía esperar de ti, cuando empezaba a prever tus florituras, a buscar la pelota que habías escondido con un juego de manos, o a sonreír antes de que recitaras la línea con doble sentido de tu relato... había llegado el momento de guardar la capa, hacer otra reverencia más, por añadidura, y marcharse. Después de todo, eso era lo que el público esperaba que hicieras cuando todo iba bien.
Volvió a reclinarse hacia atrás para echar un vistazo al túnel. Era imposible que la viera, por supuesto, ya que estaba demasiado dentro de la caverna. Pero la sentía —en su mente— gracias al vínculo.
Ella miraba fijamente el fin del mundo, con valor y determinación. A despecho de sí mismo, sonrió.
Abajo, la batalla bullía y se agitaba como una picadora de carne, reduciendo hombres y trollocs a pedazos de carne muerta. Los Aiel luchaban en el perímetro del campo de batalla, enzarzados con sus parientes arrebatados por la Sombra. Parecían estar muy igualados, o lo habían estado antes de que los Sabuesos del Oscuro llegaran.
No obstante, esos Aiel eran infatigables, perseverantes. Parecía que no se cansaban en absoluto, aunque ya hacía... Thom no logró calcular cuánto tiempo había pasado. Él había dormido unas cinco o seis veces desde que habían llegado a Shayol Ghul, pero no sabía si eso se ajustaba a los días transcurridos. Miró el cielo. Ni asomo del sol, aunque el encauzamiento de las Detectoras de Vientos —y el Cuenco de los Vientos— había hecho aparecer una gran línea de nubes blancas en contraposición de los negros nubarrones. Daba la impresión de que las nubes también sostenían su propia batalla, una imagen inversa de la lucha disputada abajo. Negro contra blanco.
«¿Peligroso?», pensó. No, ésa no era la palabra correcta. Crearía una balada de esto, seguro. Rand lo merecía. Y Moraine también. Sería su victoria tanto como la de él. Necesitaba palabras. Las palabras correctas.
Las buscó mientras oía a los Aiel golpear lanzas contra escudos cuando corrían a la batalla. Mientras oía el aullido del viento dentro de la caverna y mientras la sentía a ella, erguida al final del túnel.
Abajo, los ballesteros domani giraban, frenéticos, los cranequines para tensar las cuerdas. Anteriormente, millares de ellos habían estado disparando. Ahora sólo quedaba una fracción.
«Quizás... aterrador.»
Ésa era una palabra adecuada, pero no la correcta. Puede que no fuera inesperada, pero sí era muy, muy cierta. Lo intuía. Su esposa luchando para seguir viva. Las fuerzas de la Luz acosadas casi al borde de la muerte. Luz, sí que estaba asustado. Por ella. Por todos.
Pero ese término era prosaico. Necesitaba algo mejor, algo perfecto.
Abajo, los tearianos arremetían con las picas, desesperados, atacando a los trollocs. Los Juramentados del Dragón luchaban con muchos tipos distintos de armas. Una última carreta de vapor yacía rota en el suelo, cerca, cargada de flechas y virotes a través del último acceso abierto desde Baerlon. Hacía ya horas que no llegaban suministros. La distorsión del tiempo allí, la tempestad, estaba afectando al Poder Único.
Thom hizo una anotación especial sobre la carreta; tendría que usarla de un modo que conservara sus maravillas y mostrara cómo sus costados fríos de hierro habían desviado flechas antes de caer.
Había heroísmo en cada línea de hombres, en cada movimiento de tensar la cuerda del arco y en cada mano que sostenía un arma. ¿Cómo transmitir eso? Pero, también, ¿cómo transmitir el miedo, la destrucción, el puro extrañamiento de todo ello? El día anterior —en una rara y sangrienta tregua— ambos bandos había hecho un alto para retirar cadáveres.
Necesitaba una palabra que hiciera sentir el caos, la muerte, la barahúnda, la valentía absoluta.
Abajo, un cansado grupo de Aes Sedai empezó a subir por el sendero que conducía a la boca de la caverna, donde esperaba Thom. Pasaron junto a arqueros que escudriñaban el campo de batalla por si aparecían Fados.
«Magno —pensó Thom—. Ésa es la palabra. Inesperada, pero cierta. Majestuosamente magno. No. Majestuoso no. Que la palabra se sostenga por sí misma. Si es la palabra correcta, funcionará sin ayuda. Si no lo es, añadir otras palabras sólo servirá para hacerla parecer desesperada.»
Así era como tendría que ser el final. El cielo desgarrándose mientras las facciones combatían para controlar los propios elementos, gente de diversas naciones aguantando con la fuerza que le quedaba. Si la Luz ganaba, lo haría por un margen muy, muy estrecho.
Eso, por supuesto, lo horrorizaba. Una buena emoción. Tendría que incluirla en la balada. Chupó de nuevo la pipa, y supo que lo hacía para no temblar. Cerca, una pared entera del valle explotó y lanzó una lluvia de rocas sobre la gente que luchaba abajo. Thom no sabía cuál de los encauzadores había hecho eso. Había Renegados en ese campo de batalla. Él procuraba evitarlos.
«Esto es lo que consigues, viejo, por no saber cuándo parar», se recordó. Se alegraba de no haber podido escapar, de que sus intentos de dejar atrás a Rand, a Mat y a los demás hubieran fracasado. ¿De verdad habría querido sentarse en alguna posada tranquila de cualquier sitio en tanto que la Última Batalla tenía lugar? ¿Mientras ella entraba sola allí?
Meneó la cabeza. Era tan tonto como cualquier hombre o mujer. Tenía la experiencia suficiente para ser consciente de ello. Había que haber visto bastantes primaveras para que un hombre fuera capaz de llegar a esa conclusión.
El grupo de Aes Sedai que se aproximaba se separó y algunas se quedaron abajo; una de ellas cojeaba y subía hacia la caverna con aire cansado. Cadsuane. Había menos Aes Sedai que antes. Las bajas seguían aumentando. Por descontado, la mayoría de quienes habían ido allí sabían que les esperaba la muerte. Esa batalla era la más desesperada y los combatientes de ese frente eran los que tenían menos posibilidades de sobrevivir. De cada diez que habían ido a Shayol Ghul a luchar, sólo uno seguía de pie. Thom sabía a ciencia cierta que Rodel Ituralde había enviado una carta de despedida a su esposa antes de aceptar esa misión. Igual que había hecho él.