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Cadsuane lo saludó con un movimiento de cabeza y luego continuó hacia la caverna donde Rand luchaba por el destino del mundo. Tan pronto como la mujer le dio la espalda a Thom, él le lanzó un cuchillo —con la otra mano seguía sujetando la pipa en la boca— por el aire. Alcanzó a la Aes Sedai en la espalda, justo en el centro, de forma que le cercenó la espina dorsal.

La mujer cayó al suelo como un saco de patatas.

«Qué frase más trillada —pensó Thom mientras daba una chupada a la pipa—. ¿Un saco de patatas? Aquí necesitaré otro símil diferente. Además, ¿cuántas veces se caen los sacos de patatas? No muy a menudo.» Cayó como... ¿Como qué? Como cebada derramándose por el fondo roto de un saco para formar un montón en el suelo. Sí, eso quedaba mejor.

Cuando la Aes Sedai tocó el suelo, el tejido se deshizo y dejó a la vista otro rostro detrás de la máscara de Cadsuane que había utilizado. Reconoció a esa mujer, aunque de forma vaga. Era domani. ¿Cómo se llamaba? Jeane Caide. Sí, ése era su nombre. Una mujer bonita.

Thom meneó la cabeza. El modo de andar era distinto por completo. ¿Es que nadie se daba cuenta de que los andares de una persona eran tan particulares como la nariz de su rostro? Todas las mujeres que habían intentado pasar disimuladamente habían dado por seguro que con cambiar la cara y el vestido —puede que incluso la voz— sería suficiente para engañarlo.

Se bajó de la piedra a la que se había encaramado y, agarrando el cuerpo por debajo de los brazos, lo echó a un hueco que había cerca, donde ya había otros cinco, así que se estaba llenando demasiado. Sujetó la pipa entre los dientes, se quitó la capa y la colocó de forma que cubriera la mano de la hermana Negra muerta, que asomaba un poco.

De nuevo echó otra ojeada al interior de la caverna; aunque no podía ver a Moraine, lo reconfortaba hacerlo. Después volvió a su puesto de observación, sacó una hoja de papel y la pluma. Y —al son del trueno, los gritos, las explosiones y el aullido del viento— empezó a componer.

45

Zarcillos de niebla

Mat, que seguía oyendo el repiqueteo de los dados dentro de la cabeza, encontró a Grady con Olver y Noal en los Altos. Llevaba el puñetero estandarte de Rand envuelto en un pequeño bulto, debajo del brazo. Esparcidos en derredor había cuerpos, armas y piezas de armadura; la sangre manchaba las piedras. Pero la lucha había acabado allí, y en la loma no quedaba un solo enemigo.

Noal le sonrió desde su caballo; Olver iba montado delante de él, con el Cuerno aferrado. El chico parecía exhausto por la Curación que le había practicado Grady —el Asha’man se encontraba al lado del caballo—, pero al mismo tiempo tenía el aire más orgulloso que pudiera imaginarse.

Noal. Uno de los héroes del Cuerno. Tenía sentido, puñetas. Jain el Galopador en persona. En fin, nadie lo vería a él cambiándole el sitio. Puede que Noal disfrutara con eso, pero él no bailaría al son que tocara otro hombre. Ni siquiera lo haría a cambio de la inmortalidad.

—¡Grady! —llamó—. ¡Hiciste un buen trabajo río arriba. Esa agua llegó justo cuando hacía falta!

Grady tenía la tez cenicienta, como si hubiera visto algo que no habría querido ver. Hizo un gesto de asentimiento.

—¿Qué diantre...? ¿Qué eran...? —No acabó de hacer la pregunta.

—Te lo explicaré en otro momento —dijo Mat—. Ahora mismo necesito un jodido acceso.

—¿Dónde? —preguntó Grady.

Mat respiró hondo y por fin se decidió.

—Shayol Ghul. —«Y así me aspen, por tonto.»

—No es posible, Cauthon —contestó Grady, a la vez que negaba con la cabeza.

—¿Estás demasiado cansado?

—Estoy cansado, sí, pero no es por eso. Algo ha ocurrido en Shayol Ghul. Los accesos que se abren allí se desvían. El Entramado está... deformado, si eso tiene sentido. El valle ya no está en un solo sitio, sino en muchos, y un acceso no puede localizarlo.

—Grady, eso tiene tan poco sentido para mí como tocar un arpa sin dedos.

—Viajar a Shayol Ghul no funciona, Cauthon —replicó Grady, irritado—. Elige cualquier otro sitio.

—¿Cuán cerca puedes enviarme?

Grady se encogió de hombros.

—A uno de los campamentos de exploradores, a un día de camino, probablemente —dijo luego.

A un día de camino. El tirón seguía jalando de él.

—Mat, creo que debería ir contigo, ¿verdad? —propuso Olver—. A la Llaga, me refiero. ¿No hará falta que los héroes luchen allí?

Eso era parte del plan. El tirón resultaba insoportable.

«Maldita sea, Rand. Déjame en paz, tú...»

Mat se quedó parado; se le había ocurrido una idea. Campamentos de exploradores.

—¿Te refieres a uno de esos campamentos de patrullas seanchan?

—Sí. Nos han estado enviando informes sobre la marcha de la batalla allí, ahora que los accesos son tan poco fiables.

—Bien, pues no te quedes ahí sentado como un tonto —azuzó Mat—. ¡Abre un acceso! Vamos, Olver. Tenemos trabajo que hacer.

—Aaaaah...

Shaisam rodó hacia el campo de batalla de Thakan’dar. Era perfecto. Era placentero. Sus enemigos se mataban entre sí. Y él... Él era vasto ahora.

Su mente estaba en cada zarcillo de niebla que descendía rodando por el costado del valle. Las almas de los trollocs eran... en fin, insatisfactorias. Con todo, un simple grano podía saciar plenamente. Y Shaisam había consumido un buen número de ellos.

Sus zánganos bajaron la pendiente a trompicones, ocultos en la niebla. Los trollocs tenían pústulas en la piel, como si los hubiera hervido. Ojos blancos, muertos. Ya no los necesitaba, pues sus almas le habían dado la energía necesaria para reconstruirse. La locura se había retirado. Casi del todo. Bueno, no casi del todo. Lo suficiente.

Caminaba en el centro del banco de niebla. Aún no había renacido, no por completo. Tendría que encontrar un lugar que infectar, un lugar donde las barreras entre mundos fueran tenues. Allí podría filtrar su yo en las propias piedras e integrar su conciencia en esa ubicación. El proceso llevaría años pero, una vez que ocurriera, sería más difícil matarlo.

En ese momento Shaisam era frágil. Esa forma mortal que caminaba en el centro de su mente... estaba unida a él. Fain, había sido. Padan Fain.

Con todo, él era vasto. Esas almas habían creado mucha niebla, que, a su vez, había encontrado otros con los que alimentarse. Ante él, los hombres luchaban con Engendros de la Sombra. Todos le darían fuerza.

Sus zánganos entraron dando trompicones en el campo de batalla y, de inmediato, ambos bandos empezaron a combatir contra ellos. Shaisam se estremecía de gozo. No se daban cuenta. No lo entendían. Los zánganos no estaban allí para luchar.

Estaban para distraer.

Conforme la batalla proseguía, él dirigió su esencia a los brumosos zarcillos y empezó a clavarlos en los cuerpos de hombres y trollocs combatientes. Tomó Myrddraal. Los convirtió. Los utilizó.

Pronto ese ejército sería suyo.

Necesitaba esa fuerza en caso de que su antiguo enemigo... su querido amigo, decidiera atacarlo.

Esos dos amigos —esos dos enemigos— se hallaban ocupados el uno con el otro. Excelente. Continuando con su ataque, Shaisam acabó con enemigos de ambos bandos y los consumió. Algunos intentaban atacarlo corriendo hacia la niebla, a su abrazo. Por supuesto, eso los mataba. Éste era su verdadero yo. Había tratado de crear esa niebla antes, siendo Fain, pero no era lo bastante maduro para hacerlo.