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No podían llegar a él. Ningún ser vivo podía aguantar esa niebla. En otro tiempo ésta había sido algo sin mente. Entonces no era él. Pero la había atrapado dentro de sí, transportada en el interior de una simiente, y esa muerte —esa maravillosa muerte— había proporcionado un suelo fértil en la carne de un hombre.

Los tres se entrelazaban dentro de él. Niebla. Hombre. Señor. Esa daga maravillosa —su forma física la portaba ahora— había hecho crecer algo delicioso, nuevo y antiguo a la vez.

Así, la niebla era él, pero al mismo tiempo no lo era. Sin mente, pero era su cuerpo y llevaba su mente. Lo maravilloso era que con esas nubes en el cielo no tenía que preocuparse de que el sol lo eliminara, lo evaporara.

¡Qué estupendo que su viejo enemigo le diera semejante bienvenida! Su forma física rió en el corazón de la niebla que se arrastraba, mientras su mente —la propia niebla— se enorgullecía de lo perfecto que era todo.

Ese lugar sería suyo. Pero sólo después de haberse dado un banquete con Rand al’Thor, el alma más fuerte de todas.

¡Qué maravillosa celebración!

Gaul se aferraba a las rocas en el exterior de la Fosa de la Perdición. Los vientos lo azotaban, le arrojaban contra el cuerpo arena y fragmentos menudos de piedra que le abrían profundos cortes en la piel.

Se rió del vórtice de negrura que giraba allá arriba.

—¡Vamos, ataca con lo peor que tengas! —gritó al remolino—. He vivido en la Tierra de los Tres Pliegues. ¡Me habían dicho que la Última Batalla sería algo grandioso, no un paseo hasta el techo de mi madre recogiendo un ramito de botones de oro!

El vendaval sopló con más fuerza, como si quisiera vengarse, pero Gaul se aplastó contra la piedra sin dar al viento ningún resquicio por donde agarrarlo. Había perdido el shoufa — se le había soltado con los tirones del viento—, así que se había atado parte de la camisa sobre la zona inferior de la cara. Le quedaba una lanza. Las otras habían desaparecido, rotas o arrebatadas por el aire.

Se arrastró hacia la boca de la caverna, que estaba desprotegida salvo por la barrera del fino velo púrpura que impedía entrar. Una figura vestida con cuero oscuro apareció delante de la abertura. Cerca de ese hombre el viento entró en calma.

Con los ojos entrecerrados para protegerlos de la tormenta, Gaul se arrastró y se incorporó detrás de él en silencio; arremetió con la lanza.

Verdugo giró sobre sus talones al tiempo que maldecía y desviaba la lanza con un brazo que de repente era tan duro como el acero.

—¡Así te abrases! —le gritó a Gaul—. ¡Estate quieto por una vez!

Gaul saltó hacia atrás y Verdugo fue por él, pero entonces llegaron los lobos. El Aiel se apartó y se fundió con las rocas. Verdugo era muy fuerte allí pero, lo que no veía, no podía matarlo.

Los lobos lo acosaron hasta que lo hicieron desaparecer. Había cientos de lobos en el valle, deambulando entre la tormenta de viento. Verdugo había matado docenas de ellos; Gaul susurró una despedida a otro que había caído en ese último ataque. No podía hablar con ellos como Perrin Aybara, pero eran hermanos de lanza.

Gaul se arrastró despacio, con cautela. Tanto su ropa como la piel tenían el mismo color que las rocas; parecía lo adecuado, de modo que eran iguales. Probablemente los lobos y él no podrían derrotar al tal Verdugo, pero al menos lo intentarían. Con todas sus fuerzas.

¿Cuánto hacía que se había marchado Perrin Aybara? ¿Quizá dos horas?

«Si la Sombra te ha llevado, amigo mío, quiera la Luz que escupieras al ojo del Cegador de la Vista antes de que despertaras del sueño», pensó.

Verdugo apareció de nuevo en las rocas, pero Gaul no gateó hacia adelante. El tipo ya había hecho aparecer antes señuelos hechos de piedra. Esa figura no se movía. El Aiel miró en derredor —cauteloso, con lentitud— mientras aparecían varios lobos cerca del señuelo. Lo olisquearon.

El supuesto señuelo empezó a matarlos.

Gaul maldijo y salió de su escondrijo. Al parecer, eso era lo que Verdugo había esperado que hiciera, y le arrojó una lanza; una que era de Gaul. Lo alcanzó en el costado. El Aiel emitió un quedo gruñido y cayó de rodillas.

Verdugo rió y levantó las manos. Un chorro de viento sopló a partir del hombre y lanzó a los lobos por el aire. Gaul apenas oyó los quejidos de los animales con el estruendo del ventarrón.

—¡Aquí yo soy el rey! —gritó Verdugo a la tempestad—. Aquí, soy más que los Renegados. Este sitio me pertenece, y haré...

Tal vez el dolor de la herida hacía que el Aiel se sintiera confuso, porque le pareció que el viento empezaba a amainar.

—Aquí, haré...

El viento encalmó por completo.

El silencio se adueñó de todo el valle. Verdugo se puso en tensión y después volvió los ojos, preocupado, hacia la caverna que tenía detrás. Allí no parecía que hubiera cambiado nada.

—Tú no eres un rey —dijo una voz queda.

Gaul dio media vuelta. Una figura se erguía en un saliente rocoso que había detrás de él; vestía las tonalidades verdes y pardas de un leñador de Dos Ríos. La capa, de un verde intenso, ondeó débilmente con un último soplo del viento encalmado. Perrin tenía los ojos cerrados, la barbilla algo levantada en un ligero ángulo, como dirigida al sol, allá arriba, aunque, si había algún astro, lo tapaban las nubes.

—Este sitio les pertenece a los lobos —dijo Perrin—. No a ti, ni a mí, ni a ningún hombre. Aquí no puedes ser rey, Verdugo. No tienes súbditos y nunca los tendrás.

—Cachorro insolente —gruñó Verdugo—. ¿Cuántas veces tengo que matarte?

Perrin hizo una profunda inhalación.

—¡Me reí cuando supe que Fain había matado a tu familia! —gritó Verdugo—. Me reí. Se suponía que yo tenía que matarlo, ¿sabes? La Sombra lo considera un solitario salvaje y peligroso, pero fue el primero que se las ingenió para hacer algo lo bastante significativo para causarte dolor.

Perrin no dijo nada.

—¡Luc quería ser parte de algo importante! —gritó Verdugo—. En eso, somos iguales, aunque yo buscaba la capacidad de encauzar. El Oscuro no puede otorgar eso, pero encontró algo diferente para nosotros, algo mejor. Algo que requiere que un alma se funda con otra cosa. Como lo que te ocurrió a ti, Aybara. Igual que tú.

—Tú no eres como yo en absoluto, Verdugo —replicó Perrin en voz baja.

—¡Pues lo somos! Por eso me reía. ¿Sabes que hay una profecía sobre Luc? Que será importante para la Última Batalla. Por eso estamos aquí. Te mataremos; después mataré a al’Thor. Igual que matamos a ese lobo tuyo.

Erguido en la prominencia rocosa, Perrin abrió los ojos. Gaul reculó. Esos ojos dorados relucían como almenaras.

La tormenta se reanudó. Y, sin embargo, esa tempestad parecía poca cosa comparada con la que Gaul veía en los ojos de Perrin. El Aiel sintió una presión proveniente de su amigo. Como la sensación aplastante del sol a mediodía tras cuatro días sin agua que beber.

Gaul contempló a Perrin unos instantes y entonces se puso la mano en la herida y echó a correr.

El viento azotaba a Mat; iba aferrado a la silla de una bestia alada que volaba a centenares de pies de altura en el aire.

—¡Oh, maldita sea! —gritó Mat, que aferraba el sombrero con una mano y con la otra se agarraba a la silla.

Iba sujeto con una especie de correaje. Dos correas de cuero pequeñas. Demasiado finas. ¿Es que no podían haber usado más? ¿Unas diez o veinte? ¡Él se habría sentido seguro con un centenar!

Los morat’to’raken estaban chiflados. ¡Del primero al último! ¡Hacían eso a diario! ¿Qué diantres les pasaba?

Atado a la silla delante de Mat, Olver reía con júbilo.

«Pobre crío —pensó Mat—. Está tan aterrado que se ha vuelto loco. La falta de aire aquí arriba lo está afectando.»