—¡Ahí está, mi príncipe! —gritó la morat’to’raken, Sulaan, desde su asiento en la parte delantera de la bestia voladora. Era bonita. Y también estaba completamente loca—. Hemos llegado al valle. ¿Estáis seguro de que queréis que os deje ahí?
—¡No! —gritó Mat.
—¡Buena respuesta!
La mujer hizo que la bestia se lanzara en picado de repente.
—¡Por todos los...! —chilló Mat.
Olver rió con ganas.
El to’raken los llevó hacia un valle largo, donde se disputaban montones de combates frenéticos. Mat intentó centrarse en la lucha en vez de hacerlo en el hecho de que se encontraba en el aire montado en un lagarto volador junto a dos jodidos lunáticos.
Montoneras de cadáveres de trollocs relataban la historia tan bien como podría haberlo hecho un mapa. Los trollocs habían irrumpido a través de las defensas apostadas en la boca del valle que quedaba a espaldas de Mat. Volaron sobre todo aquello hacia la montaña de Shayol Ghul, todo recto, con las paredes del valle a derecha e izquierda.
Abajo reinaba el caos. Bandas ambulantes de Aiel y trollocs se movían por todo el valle enzarzándose aquí y allí los unos contra los otros. Algunos soldados que no eran Aiel defendían el sendero que subía a la Fosa de la Perdición, pero ésa era la única formación organizada que él alcanzaba a ver.
A lo largo de un lado del valle, una densa niebla empezaba a descender hacia el suelo. Al principio, Mat se equivocó al pensar que procedía de los héroes del Cuerno. Pero no, el Cuerno iba sujeto a la silla, junto a la ashandarei. Y esa niebla era demasiado... plateada. Si tal término era el adecuado. Le pareció recordar que había visto antes esa niebla.
En ese momento Mat sintió algo. Algo que le producía esa niebla. Una especie de fría comezón, a la que siguió lo que habría jurado era un susurro en su mente. Y supo de inmediato lo que era.
¡Oh, Luz!
—¡Mat, mira! —llamó Olver al tiempo que señalaba—. ¡Lobos!
Un grupo de animales negros como azabaches y casi tan grandes como caballos atacaban a los soldados que defendían el camino de subida a Shayol Ghul. Y estaban haciendo una rápida escabechina con los hombres. ¡Luz! Como si las cosas no fueran ya bastante difíciles.
—No son lobos —dijo con voz sombría—. La Cacería Salvaje ha llegado a Thakan’dar.
¿Y Mashadar y esas bestias no se destruirían entre ellos? ¿Sería mucho esperar que ocurriera así? Con los dados rodando dentro de su cabeza, Mat no iba a apostar por ello. Las fuerzas de Rand —lo que quedaba de los Aiel, domani, Juramentados del Dragón y soldados tearianos que habían ido allí— acabarían aplastadas por los Sabuesos del Oscuro. Y, si sobrevivían, Mashadar los consumiría. No podían hacer frente ni a los unos ni al otro.
Esa voz dentro de la niebla... No era sólo Mashadar, una niebla sin mente. Fain estaba también allí. Y la daga.
Shayol Ghul se alzaba, imponente, ante ellos. Por encima, a gran altura, las nubes bullían. Lo sorprendente eran unas nubes blancas de tormenta que habían entrado desde el sur y chocaban con las negras al girar unas en torno a las otras. De hecho, esos dos núcleos tormentosos se parecían muchísimo al...
La to’raken viró y aleteó un poco antes de descender más abajo, puede que sólo a unos cien pies del suelo.
—¡Ten cuidado! —chilló Mat a Sulaan mientras se sujetaba el sombrero—. ¿Es que intentas matarnos, puñetas?
—¡Os pido disculpas, mi príncipe! —gritó a su vez la mujer—. He de encontrar un lugar seguro donde dejaros.
—¿Un lugar seguro? —repitió Mat—. Pues que tengas suerte, porque vas a necesitarla.
—Va a ser difícil, sí. Dhana es fuerte, pero yo...
Disparada desde algún lugar allá abajo, junto con otras diez o doce más que le pasaron silbando a Mat, una flecha con penacho de plumas negras le infligió un corte a Sulaan en un lado de la cabeza. Otra alcanzó a la to’raken en un ala.
Mat barbotó una maldición, soltó el sombrero y sujetó a Sulaan mientras Olver gritaba con sobresalto. La seanchan se desvaneció, y las riendas se soltaron de sus manos. Abajo, un grupo de Aiel velos rojos preparaba otra andanada de flechas.
Mat se desabrochó el correaje que lo sujetaba a la silla. Saltó —o más bien gateó— por encima de Olver y la inconsciente mujer para aferrar las riendas de la aterrada to’raken. Esto no podía ser mucho más difícil que montar a caballo, ¿verdad? Tiró de las riendas como había visto hacer a Sulaan e hizo virar a la to’raken mientras las flechas silbaban en el aire tras él, y varias acertaban a dar en las alas del animal.
Viraron directamente hacia la pared rocosa, y Mat se encontró de repente de pie en la silla y asiendo las riendas con fuerza para intentar evitar que el animal herido los matara a todos. El viraje casi lo tiró de la silla, pero aguantó con los pies bien metidos en los estribos y aferrado a las riendas con todas sus fuerzas.
El golpe de viento mientras viraban se llevó las palabras de Olver. La criatura batía alocadamente las alas malheridas y chillaba de un modo lastimoso. Cuando el animal viró hacia el suelo, Mat dudó de que ninguno de los dos tuviera controlada la maniobra.
Cayeron a tierra con violencia, en un revoltijo de cuerpos. Se oyó el ruido de huesos al romperse. Mat esperaba que fueran de la to’raken; salió dando vueltas de campana por el suelo destrozado.
Por fin se detuvo y se quedó tendido. Respiró varias veces, aturdido por todo el episodio.
—Ésa ha sido la peor idea que he tenido en mi jodida vida —dijo con un gemido. Vaciló—. Puede que la segunda peor. —Después de todo, había decidido secuestrar a Tuon.
Tambaleándose, se incorporó; parecía que las piernas todavía le funcionaban. No cojeó demasiado cuando corrió hacia la to’raken sacudida por convulsiones.
—¿Olver? ¡Olver!
Encontró al chico atado todavía a la silla; parpadeaba y sacudía la cabeza para despejar el aturdimiento.
—Mat —dijo—, la próxima vez creo que deberías dejarme a mí dirigir al animal. Me parece que no lo has hecho muy allá.
—Si hay una próxima vez, me comeré todo el montón de oro de Tar Valon —replicó Mat.
Soltó de un tirón las correas que sujetaban la ashandarei y el Cuerno de Olver y después le tendió el instrumento al chico. Se llevó la mano hacia el envoltorio que guardaba el estandarte de Rand y que había llevado atado a la cintura, pero había desaparecido. Asaltado por el pánico, miró en derredor.
—¡El estandarte! ¡He dejado caer el jodido estandarte!
Olver sonrió y alzó la vista hacia el símbolo formado por las nubes arremolinadas.
—No pasa nada —dijo—. Ya estamos bajo su bandera.
Luego, se llevó el Cuerno a los labios y tocó una hermosa nota.
46
Despertar
Rand se desasió de la oscuridad y entró en el Entramado por completo, de nuevo en cuerpo y alma.
Por lo que había estado viendo del Entramado, sabía que aunque sólo habían pasado minutos desde que había entrado, fuera de la caverna, en el valle, habían transcurrido días; y más lejos, en otras partes del mundo, había sido mucho más tiempo.
Rand apartó de un empujón a Moridin de la posición que habían mantenido durante esos tensos minutos, con las espadas trabadas. Henchido todavía de Poder Único, tan dulce, Rand arremetió con la hoja de Callandor a su otrora amigo.
Moridin alzó su espada a tiempo de parar el golpe, aunque por poco. Gruñó mientras sacaba su cuchillo del cinturón y daba un paso atrás para adoptar una táctica con espada y cuchillo.
—Tú ya no eres una pieza clave, Elan —le dijo Rand notando el torrente embravecido del Saidin dentro de sí—. ¡Acabemos con esto!