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—¿No lo soy? —Moridin rió.

Entonces giró con rapidez sobre sí mismo y arrojó el cuchillo a Alanna.

Nynaeve observó con horror cómo el cuchillo surcaba el aire dando vueltas. Por alguna razón, el vendaval no afectó su vuelo.

«¡No! —Después de haber conseguido volver a la vida a la mujer—. ¡No puedo perderla ahora!» Nynaeve intentó agarrar el cuchillo y pararlo, pero se movió una fracción de segundo demasiado despacio.

El cuchillo se hundió de lleno en el pecho de Alanna.

Nynaeve miró el arma, horrorizada. Ésa no era una herida que se curara cosiéndola y usando hierbas. La hoja había dado en el corazón.

—¡Rand! ¡Necesito el Poder Único! —gritó Nynaeve.

—No... importa... —susurró Alanna.

Nynaeve miró a la mujer a los ojos. Estaba lúcida.

«El serpol —comprendió, al recordar la hierba que había usado para que Alanna recobrara fuerzas—. La ha reanimado del desmayo. Ha hecho que vuelva en sí.»

—Puedo... —dijo Alanna—, puedo desvincularlo...

La luz se apagó en los ojos de la mujer.

Nynaeve miró a Moridin y a Rand. Éste echó un vistazo a la mujer muerta con pena y compasión, pero Nynaeve no vio ira en sus ojos. Alanna lo había liberado del vínculo antes de que Rand sintiera los efectos de su muerte.

Moridin se volvió hacia Rand con otro cuchillo en la mano izquierda. Rand enarboló Callandor para atacar a Moridin.

El Renegado tiró la espada y se atravesó la mano derecha con el cuchillo. Rand sufrió una sacudida y Callandor se le cayó de la mano como si hubiese sido la suya la que, de algún modo, hubiera recibido la herida del cuchillo.

El fulgor que emanaba del arma se apagó y la hoja cristalina resonó al caer al suelo.

Perrin no se contuvo en la lucha con Verdugo.

No intentó distinguir entre lobo y hombre. Por fin dejó que todo lo que llevaba dentro saliera, cada pizca de cólera contra Verdugo, cada pizca de dolor por la muerte de su familia... Presiones que habían germinado y se habían desarrollado en su interior durante meses sin que él se diera cuenta.

Lo dejó salir. Luz, lo soltó sin ponerle trabas. Igual que había hecho aquella noche horrible cuando había matado a esos Capas Blancas. Desde entonces, había mantenido un férreo control sobre sí mismo y sus emociones. Como había dicho maese Luhhan.

Ahora, en ese instante suspendido en el tiempo, se dio cuenta. El afable Perrin, siempre temeroso de hacer daño a alguien. Un herrero que había aprendido a controlarse. Rara vez se había permitido atacar con toda su fuerza.

Ese día le quitó la correa al lobo que era. De todos modos, nunca habría debido llevarla puesta.

La tormenta rugía en consonancia con su cólera. Perrin no intentó apartarla. ¿Por qué iba a hacerlo? Se ajustaba a la perfección con sus emociones. Los golpes de su martillo eran como estampidos de truenos, el centelleo de sus ojos era como relámpagos. Los lobos aullaban en armonía con el viento.

Verdugo intentó defenderse. Saltó, se desplazó con cambio, arremetió con la espada. Todas y cada una de las veces Perrin estaba allí. Saltando hacia él como un lobo, atacándolo como un hombre, golpeando como la propia tempestad. En los ojos de Verdugo apareció una mirada aterrorizada. Intentó levantar un escudo, tratando de interponerlo entre Perrin y él.

Perrin atacó. Ahora ya sin pensarlo, porque sólo era instinto. Rugió y descargó el martillo en aquel escudo una y otra vez. Acosando a Verdugo y haciéndolo retroceder. Martilleando sobre el escudo como si éste fuera una barra de hierro que no cediera a los golpes. Descargando su cólera y su furia.

El último golpe lanzó a Verdugo hacia atrás un centenar de pies en el aire. Verdugo cayó en el suelo del valle y rodó sobre sí mismo, resollando. Se paró en mitad del campo de batalla, donde aparecían figuras a su alrededor y desaparecían al morir mientras luchaban en el mundo real. Miró a Perrin con pánico y entonces se desvaneció.

Perrin se trasladó al mundo de vigilia para seguirlo. Apareció en mitad de la batalla, Aiel contra trollocs enredados en una lucha enfurecida. Los vientos eran sorprendentemente fuertes a ese lado, y nubes negras giraban por encima del pico de Shayol Ghul, que se alzaba hacia el cielo como un dedo sarmentoso.

Los Aiel que estaban cerca casi no repararon en él. Los cuerpos de trollocs y humanos yacían en montones por todo el campo de batalla; allí apestaba a muerte. El suelo, antes seco y polvoriento, era ahora un barrizal por la sangre de los caídos.

Verdugo se abría paso a empujones entre un grupo de Aiel, gruñendo, arremetiendo con el largo cuchillo. No miró hacia atrás; por lo visto, ignoraba que Perrin iba tras él en el mundo real.

Otra oleada de Engendros de la Sombra apareció en la pendiente, saliendo de una niebla blanca plateada. La piel de las bestias tenía un aspecto extraño, como llena de picaduras, y los ojos eran de un color blanco lechoso. Perrin hizo caso omiso y salió disparado en pos de Verdugo.

Joven Toro. Lobos. ¡Los Hermanos de la Sombra están aquí! ¡Luchamos!

Sabuesos del Oscuro. Los lobos odiaban a todos los Engendros de la Sombra; toda una manada moriría con tal de acabar con un Myrddraal. Pero a los Sabuesos del Oscuro los temían.

Perrin miró en derredor para localizar a las criaturas. La gente normal no podía luchar contra ellas, pues bastaba una gota de saliva para acabar muerto.

¡Luz! Esos Sabuesos del Oscuro eran enormes. Montones de lobos corrompidos, negros como la pez, pasaban veloces entre las líneas defensivas arrasándolas y lanzaban por el aire a soldados tearianos y domani como si fueran muñecos de trapo. Los lobos los atacaron, pero fue en vano. Chillaron y aullaron y murieron.

Perrin alzó la voz junto con sus gritos de muerte, un grito entrecortado de rabia. De momento, no podía ayudarlos. Su instinto y sus pasiones lo dirigían. Verdugo. Tenía que derrotar a Verdugo. Si él no lo hacía, ese hombre volvería con un cambio al Mundo de los Sueños y mataría a Rand.

Perrin se volvió y corrió a través de los ejércitos combatientes, en persecución de una figura lejana. Verdugo había sacado ventaja con la distracción de Perrin, pero también había aflojado un poco la marcha. Todavía no se había dado cuenta de que Perrin podía abandonar el Mundo de los Sueños.

Más adelante, Verdugo se detuvo e inspeccionó el campo de batalla. Al mirar atrás vio a Perrin, y los ojos se le desorbitaron. Perrin no alcanzó a oír las palabras con el estruendo de la lucha, pero sí le leyó los labios mientras susurraba:

—No. No puede ser.

«Sí —pensó Perrin—. Puedo seguirte ahora, a dondequiera que huyas. Esto es una cacería. Y tú, por fin, eres la presa.»

Verdugo desapareció, y Perrin se trasladó con un cambio al Sueño del Lobo tras él. La gente que luchaba en derredor se convirtió en fugaces dibujos en el polvo que explotaban y se recreaban. Verdugo gritó de miedo al verlo, y entonces hizo el cambio de vuelta al mundo de vigilia.

Perrin hizo otro tanto. Percibía con claridad el rastro de Verdugo, un marcado olor a sudor y a pánico. De vuelta al sueño y después al mundo de vigilia otra vez. En el sueño, Perrin corría a cuatro patas, como Joven Toro. En el mundo de vigilia, era Perrin, con el martillo enarbolado.

Cambios. Atrás y adelante; se movía entre los dos mundos con la misma frecuencia con que parpadeaba, en pos de Verdugo. Cuando aparecía en medio de grupos combatiendo, saltaba al Sueño del Lobo y pasaba a través de figuras hechas de arena y polvo revuelto; después, cambio, y de vuelta en el mundo de vigilia para seguir el rastro. Los cambios empezaron a sucederse con tal rapidez que pasaba entre los dos con cada latido del corazón.

Latido. Perrin alzó el martillo y saltó desde una pequeña cresta tras la figura que corría delante, con precipitación.