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Latido. Joven Toro aulló, llamando a la manada.

Latido. Perrin estaba cerca ahora. Sólo unos pasos por detrás. El efluvio de Verdugo era acre.

Latido. Los espíritus de los lobos aparecieron alrededor de Joven Toro, aullando en su ansia de emprender la caza. Jamás una presa lo había merecido tanto. Jamás había habido una presa que hiciera tanto daño a las manadas. Jamás había habido un hombre más temido.

Latido. Verdugo trastabilló. Se retorció al tiempo que caía, trasladándose al Sueño del Lobo en un acto reflejo.

Latido. Perrin enarbolaba Mah’alleinir, decorado con el lobo en pleno salto. El que remonta el vuelo.

Latido. Joven Toro saltó hacia la garganta del asesino de sus hermanos. Verdugo huyó.

El martillo impactó.

Algo en ese lugar, en ese momento, lanzó a Perrin y a Verdugo a una espiral de destellos entre mundos. Atrás y adelante, atrás y adelante, destellos de instantes y pensamientos. Destello. Destello. Destello.

Los hombres morían alrededor de los dos. Algunos eran polvo, y otros, carne. Su mundo, junto con las sombras de otros mundos. Hombres con ropajes extraños y armadura que luchaban con bestias de todos los tamaños y formas. Instantes en los que los Aiel se convertían en seanchan, quienes a su vez se convertían en una mezcla de unos y otros, con lanzas y ojos claros, pero con yelmos en forma de insectos monstruosos.

En todos esos momentos, en todos esos lugares, el martillo de Perrin golpeaba y los colmillos de Joven Toro asían a Verdugo por el cuello. Saboreó la salada calidez de la sangre de Verdugo. Sentía vibrar el martillo cuando golpeaba, y oía crujir huesos. Los mundos centelleaban como relámpagos.

Todo chocó, se sacudió, y después volvió a su cauce.

Perrin se encontraba en las rocas del valle de Thakan’dar, y el cuerpo de Verdugo se derrumbó delante de él, con la cabeza aplastada. Perrin jadeaba; la emoción de la cacería no lo abandonaba. Había acabado.

Se volvió, sorprendido al descubrir que se hallaba rodeado de Aiel. Los miró con el entrecejo fruncido.

—¿Qué hacéis? —preguntó.

Una de las Doncellas rompió a reír.

—Tu aspecto es el de quien va corriendo a una danza importante, Perrin Aybara —dijo—. Una aprende a observar a los guerreros como tú en la batalla y los sigue. A menudo son los que más se divierten.

Él esbozó una sonrisa triste mientras recorría con la mirada el campo de batalla. Las cosas no iban bien para su bando. Los Sabuesos del Oscuro destrozaban a los defensores en un frenesí despiadado. El camino que conducía hacia Rand estaba desprotegido por completo.

—¿Quién dirige esta batalla? —preguntó Perrin.

—Ahora, nadie —repuso la Doncella. Perrin no sabía su nombre—. Rodel Ituralde lo hizo al principio. Luego se encargó Darlin Sisnera, pero su puesto de mando cayó a causa de los Draghkar. Hace horas que no veo a ninguna Aes Sedai ni a un jefe de clan.

Su voz sonaba sombría. Incluso los estoicos y valerosos Aiel flaqueaban. Un rápido vistazo al campo de batalla reveló a Perrin que los restantes Aiel luchaban dondequiera que estuvieran, a menudo en pequeños grupos, haciendo todo el daño posible antes de que acabaran con ellos. Los lobos que habían luchado ahí en manadas estaban destrozados y transmitían sensaciones de dolor y miedo. Y Perrin no sabía qué significaba que esos Engendros de la Sombra tuvieran los rostros marcados de hoyos.

La batalla había terminado, y el bando de la Luz había perdido.

Los Sabuesos del Oscuro se lanzaron contra la línea de Juramentados del Dragón que había cerca, el último grupo que aguantaba en la defensa y que cayó ante ellos. Unos pocos intentaron huir, pero uno de los Sabuesos saltó sobre ellos, derribó a varios al suelo y mordió a uno. La saliva espumosa salpicó a los demás, y los hombres se desplomaron, retorciéndose de dolor.

Perrin bajó el martillo, se arrodilló para arrancar la capa a Verdugo y se envolvió la tela alrededor de las manos para después empuñar de nuevo el martillo.

—No dejéis que la saliva os toque la piel. Es mortal.

Los Aiel asintieron con un gesto y los que llevaban las manos desnudas se las envolvieron. Olían a determinación, pero también a resignación. Los Aiel correrían hacia la muerte si no quedaba otra opción, y lo harían riendo. Los habitantes de las tierras húmedas los tenían por locos, pero Perrin olía la verdad en ellos. No estaban locos. No temían a la muerte, pero tampoco se alegraban de que llegara.

—Tocadme, todos vosotros —instruyó Perrin.

Los Aiel lo hicieron. Cambio. Los trasladó al Sueño del Lobo; hacerlo con tantos fue un gran esfuerzo, como doblar una barra de acero, pero se las arregló. De inmediato hizo otro cambio y se encontraron en lo alto del camino a la Fosa de la Perdición. Los espíritus de los lobos se habían reunido allí, en silencio. Centenares de ellos.

Perrin llevó a los Aiel de vuelta al mundo de vigilia; el cambio situó a su pequeña fuerza y a él entre Rand y los Sabuesos del Oscuro. La Cacería Salvaje alzó la vista hacia ellos; los ojos corrompidos brillaron como plata al fijarse en Perrin.

—Presentaremos batalla aquí —les dijo a sus Aiel—. Y espero que otros vengan a ayudarnos.

—Resistiremos —contestó uno de los Aiel, un hombre alto que llevaba una de esas cintas en la cabeza marcada con el símbolo de Rand.

—Y, si no —añadió otro—, despertaremos, y al menos regaremos la tierra con nuestra sangre y nutriremos con nuestros cuerpos las plantas que ahora crecen aquí.

Perrin no se había fijado apenas en las plantas que crecían, incongruentemente, con un intenso color verde en el valle. Pequeñas, pero fuertes. Una manifestación del hecho de que Rand todavía luchaba.

Los Sabuesos del Oscuro avanzaban sigilosamente hacia ellos, las colas gachas, las orejas echadas hacia atrás, enseñando los dientes, que brillaban como metal manchado con sangre. ¿Qué era aquello que oía por encima del viento? Algo muy suave, muy lejano. Parecía tan suave que no tendría que haberlo oído. Pero penetraba a través del estruendo de la batalla. Ligeramente familiar...

—Conozco ese sonido —dijo Perrin.

—¿Sonido? ¿Qué sonido? —preguntó una Doncella—. ¿La llamada de los lobos?

—No —repuso Perrin, al tiempo que los Sabuesos del Oscuro empezaban a subir corriendo el sendero—. El Cuerno de Valere.

Los héroes acudirían. Pero ¿a qué campo de batalla lo harían? Perrin no tendría que esperar ayuda allí. Sólo que...

Dirígenos, Joven Toro.

¿Por qué tenían que ser humanos todos los héroes?

Un aullido sonó en el mismo tono que el toque del Cuerno. Perrin miró hacia un campo que de repente se llenaba con multitud de lobos refulgentes. Eran grandes animales de color claro y del tamaño de los Sabuesos del Oscuro: los espíritus de los lobos que habían muerto y que se habían reunido allí, esperando la señal, esperando la ocasión de luchar.

El Cuerno los había llamado.

Perrin lanzó un aullido propio, un aullido de placer, y a continuación cargó para salirles al paso a los Sabuesos del Oscuro.

La Última Cacería, por fin, había llegado de verdad.

Mat dejó a Olver de nuevo con los héroes. El muchacho parecía un príncipe, cabalgando delante de Noal mientras atacaban a los trollocs y evitaban que subiera alguien por ese camino para matar a Rand.

Tomó prestado un caballo de uno de los defensores que todavía tenía uno, y galopó para encontrar a Perrin. Su amigo se encontraría entre esos lobos, por supuesto. Mat ignoraba cómo habían entrado al campo de batalla esos centenares de grandes lobos relucientes, pero no iba a protestar porque lo hubieran hecho. Arremetieron frontalmente contra la Cacería Salvaje, gruñendo y atacando ferozmente a los Sabuesos del Oscuro. Aullidos de dolor procedentes de los dos bandos inundaron los oídos de Mat.