Pasó junto a unos Aiel que combatían contra un Sabueso del Oscuro, pero esa gente no tenía posibilidad alguna de ganar. Derribaron a la bestia y la hicieron pedazos, pero la criatura se reconstruyó como si estuviera hecha de oscuridad en lugar de carne, y a continuación se abalanzó sobre ellos. ¡Maldición! Era como si esas armas Aiel no le hubieran hecho siquiera un arañazo. Mat siguió galopando, aunque evitaba los zarcillos de niebla plateada que avanzaban a todo lo ancho del valle.
¡Luz! Esa niebla se aproximaba al camino que llevaba a Rand. Estaba adquiriendo más velocidad, rodando por encima de Aiel, trollocs y Sabuesos del Oscuro por igual.
Perrin se volvió y estrechó los ojos.
—¡Mat! —llamó—. ¿Qué haces aquí?
—¡Vengo a ayudar! ¡En contra de mi criterio y sabiendo que era un error!
—No puedes luchar contra los Sabuesos Oscuros, Mat —le dijo Perrin mientras pasaba a caballo junto a él—. Yo sí, y también los lobos de la Última Cacería.
Ladeó la cabeza y luego miró hacia donde sonaba el toque del Cuerno.
—No —se adelantó Mat—. Yo no lo he tocado. Ese puñetero peso ha pasado a otro que, de hecho, disfruta con ello.
—No era eso, Mat. —Perrin se acercó y lo agarró del brazo—. Mi esposa, Mat. Por favor. Ella llevaba el Cuerno.
Mat bajó la vista, entristecido.
—El chico dijo... Luz, Perrin. Faile estaba en Merrilor y alejó a los trollocs de Olver para que él pudiera escapar con el Cuerno.
—Entonces, todavía es posible que siga con vida —dijo Perrin.
—Sí, pues claro que es posible —contestó. ¿Qué otra cosa iba a decir?—. Perrin, tengo que decirte otra cosa. Fain está aquí, en este campo de batalla.
—¿Fain? —Perrin gruñó—. ¿Dónde?
—¡Está en esa niebla! Ha traído a Mashadar de algún modo, Perrin. Que no te toque esa niebla.
—Yo también estuve en Shadar Logoth, Mat. Tengo una cuenta que saldar con Fain.
—¿Y yo no? —replicó Mat—. Yo...
De pronto, Perrin miró el torso de Mat con los ojos desorbitados.
Allí, un pequeño zarcillo blanco de niebla plateada —la niebla de Mashadar— había atravesado a Mat desde atrás, a través del pecho. Mat lo miró, sufrió una sacudida, y después se cayó del caballo.
47
Ver deshilarse el tejido
En los declives del valle de Thakan’dar, Aviendha se había esforzado por evitar el escudo de Energía que Graendal había tratado de colocarle. Un tejido como encaje, que desafiaba sus intentos de llegar al Poder Único. Tenía los pies destrozados y no podía levantarse. Yacía en el suelo, asaltada por un intenso dolor, apenas capaz de moverse.
Había conseguido rechazarlo, pero por muy poco.
La Renegada estaba apoyada en las rocas del saliente; llevaba así un poco de tiempo, farfullando entre dientes. La roja sangre le manaba del costado. Debajo de ellas, en el valle, la batalla proseguía con furia. Una niebla de un blanco plateado se deslizaba sobre los muertos y algunos de los vivos.
Aviendha trató de arrastrarse hacia su acceso, que continuaba abierto; a través de él veía el suelo del valle. Algo tenía que haber hecho alejarse a Cadsuane y a las otras; o era ésa la razón, o ella había abierto el acceso en el sitio equivocado.
El brillo del Saidar envolvió de nuevo a Graendal. Más tejidos; Aviendha los deshizo, pero eso retrasaba su avance hacia el acceso.
La Renegada gimió y se puso erguida. Avanzó hacia Aviendha tambaleándose, a pesar de que parecía estar mareada por la pérdida de sangre.
Aviendha poco podía hacer para defenderse, debilitada a causa de la hemorragia. Estaba indefensa.
A no ser que...
El tejido para su acceso, el que había atado. Aún seguía flotando allí para mantener abierto el portal. Encaje hilado.
Con cuidado, dudosa pero desesperada, Aviendha tendió una conexión mental y tiró de uno de los hilos sueltos en el acceso. Podía hacerlo. El flujo tembló y desapareció.
Era algo que las Aiel hacían, pero que las Aes Sedai consideraban muy peligroso. Los resultados podían ser impredecibles. Una explosión, una pequeña lluvia de chispas... Aviendha podía acabar provocándose la consunción. O puede que no ocurriera nada en absoluto. Cuando Elayne lo intentó, había provocado una explosión devastadora.
Eso no le importaría a ella. Si acababa con una de las Renegadas junto consigo misma, sería una muerte gloriosa.
Tenía que intentarlo.
Graendal se paró cerca de ella y rezongó algo entre dientes, con los ojos cerrados. Entonces los abrió y empezó a crear otro tejido. Compulsión.
Aviendha comenzó a acelerar el proceso de lo que hacía y deshilachó dos, media docena de hilos del tejido del acceso. Casi, casi...
—¿Se puede saber qué haces? —demandó la Renegada.
Aviendha manipuló el tejido con más rapidez y, con la precipitación, sacó el hilo equivocado. Se quedó paralizada al ver que el hilo se retorcía y soltaba los que había a su alrededor.
Graendal masculló y empezó a colocar la Compulsión en ella.
El acceso explotó en un destello de luz y calor.
Shaisam se apoderó del campo de batalla; la niebla se abría paso entre esos lobos y hombres que creían que podrían cerrarle el camino hasta al’Thor.
Sí, al’Thor. Al que mataría, al que destruiría, con el que se daría un festín. ¡Sí, al’Thor!
Algo tembló en uno de los extremos de sus sentidos. Shaisam vaciló y frunció el entrecejo para sus adentros. ¿Qué pasaba allí? Una parte de él... Había dejado de percibir un fragmento de él.
¿Qué era esto? Corrió con su forma física por el campo, a través de la niebla. La sangre le resbalaba de los dedos, cortados por la daga que llevaba, la preciosa semilla, el último rastro de su antiguo yo.
Llegó junto a un cadáver, uno al que su niebla había matado. Shaisam se puso ceñudo de nuevo y se agachó. Ese cuerpo le resultaba familiar...
La mano del cadáver se alzó y agarró a Shaisam por el cuello. Él soltó un grito ahogado y se revolvió al ver que el cadáver abría un ojo.
—Hay un detalle curioso respecto a las enfermedades sobre el que oí hablar una vez, Fain —susurró Matrim Cauthon—. Cuando pillas una enfermedad y sobrevives, no puede atacarte otra vez porque estás protegido contra ella.
Shaisam se revolvió con frenesí, asaltado por el pánico. No. ¡No era eso lo que pasaba cuando uno se reencontraba con un viejo amigo! Arañó la mano que lo aferraba, y entonces se dio cuenta, aterrado, de que había dejado caer la daga.
Cauthon tiró de él hacia abajo, estampándolo contra el suelo. Shaisam llamó a sus zánganos. ¡Demasiado tarde! ¡Demasiado lentos!
—He venido a devolverte tu regalo, Mordeth —susurró Cauthon—. Considera saldada nuestra deuda. En su totalidad.
Cauthon hundió la daga justo entre las costillas, en el corazón de Shaisam. Atado a esa forma mortal lastimosa, Mordeth gritó. Padan Fain aulló y sintió la carne deshacerse en sus huesos. La niebla se estremeció, empezó a girar y a temblar.
Murieron juntos.
Perrin se trasladó con un cambio al Sueño del Lobo y encontró a Gaul rastreando el olor de la sangre. Había odiado tener que dejar a Mat con Mashadar, pero estaba convencido —por la mirada que Mat le había dirigido tras desplomarse— de que su amigo sobreviviría a la niebla y que sabía lo que se hacía.
Gaul se había escondido bien; se había encaramado a una roca, justo en la salida de la Fosa de la Perdición, y se había metido en una grieta. Todavía llevaba una lanza y había oscurecido su ropa para camuflarse con las rocas que lo rodeaban.
Estaba dando una cabezada cuando Perrin lo encontró. Además de estar herido, Gaul había pasado demasiado tiempo en el Sueño del Lobo. Si él sentía un profundo agotamiento, tenía que ser peor para el Aiel.
—Vamos, Gaul —le dijo, y lo ayudó a salir de la hendidura.
El Aiel parecía aturdido.
—Nadie ha conseguido pasar —murmuró—. Vigilé, Perrin Aybara. El Car’a’carn está a salvo.