Pevara sacudió la cabeza mientras seguía con la mirada a un grupo de gente que pasaba por la calle embarrada caminando de forma trabajosa. Ella había sido una de las que, al principio, habían creído que las muertes eran obra de un Asha’man que se había vuelto loco. Ahora daba por sentado que dichos incidentes y otras singularidades se debían a algo mucho peor.
El mundo estaba desintegrándose.
Tenía que ser fuerte. Ella misma había discurrido el plan de llevar allí a las mujeres para vincular a esos hombres, aunque lo había sugerido Tarna. No iba a permitir que descubrieran lo perturbador que le resultaba estar atrapada allí y enfrentarse a enemigos con potencial para hacer que una persona se pasara a la Sombra en contra de su voluntad. Sus únicos aliados eran hombres como los que, hacía sólo unos meses, ella habría perseguido con diligencia y habría amansado sin el menor remordimiento.
Tomó asiento en la banqueta que Emarin había utilizado un rato antes.
—Me gustaría hablar de ese «plan» que estáis fraguando —le dijo.
—No estoy seguro de haber fraguado uno todavía, Aes Sedai.
—Quizá yo podría hacer algunas sugerencias.
—No me opondré a oírlas —respondió Androl. Entonces estrechó los ojos.
—¿Qué pasa? —preguntó ella.
—Esa gente de fuera. No reconozco a nadie, y...
Pevara se volvió hacia la ventana. La única iluminación que alumbraba la lluviosa noche —un suave y discontinuo fulgor rojo anaranjado— procedía de los edificios. Los transeúntes aún se movían muy despacio calle abajo, entrando y saliendo de la luz procedente de las ventanas.
—La ropa que llevan no está mojada —susurró Androl.
Con un escalofrío, Pevara se dio cuenta de que el Asha’man tenía razón. El hombre que iba al frente del grupo se cubría la cabeza con un sombrero de ala ancha y baja, pero la prenda no rompía la cortina de lluvia ni goteaba. El aguacero no parecía que tocara el rústico atuendo del hombre. Y el vestido de la mujer que iba junto a él no se movía nada con el ventarrón. Pevara se fijó entonces en uno de los hombres más jóvenes, que llevaba una mano hacia atrás como si tirara de las riendas de un animal... Pero ningún animal lo seguía...
Pevara y Androl observaron en silencio el paso de las figuras hasta que estuvieron demasiado lejos en la noche para poder verlas. Las apariciones de muertos se estaban haciendo cada vez más frecuentes.
—¿Decíais que teníais una sugerencia? —preguntó Androl. La voz sonó temblorosa.
—Eh... Sí. —Pevara apartó la vista de la ventana merced a un gran esfuerzo—. Hasta el momento, la fijación de Taim ha sido con las Aes Sedai. Tiene en su poder a todas mis hermanas. Yo soy la última que queda.
—Queréis decir que os prestáis a servir de cebo.
—Vendrán por mí —respondió—. Sólo es cuestión de tiempo.
Androl toqueteó la correa de cuero y pareció complacido con el resultado.
—Deberíamos sacaros de aquí a hurtadillas —le dijo a Pevara.
—Vaya. —Pevara enarcó las cejas—. He sido ascendida a la posición de doncella necesitada de protección, ¿verdad? Cuán valiente sois.
—¿Sarcasmo? —El hombre se había puesto colorado—. ¿De una Aes Sedai? Nunca habría imaginado semejante cosa.
—Ay, Androl —repuso ella riendo—. No sabéis nada sobre nosotras, ¿verdad?
—¿Sinceramente? No. He evitado a las de vuestra clase casi toda mi vida.
—Bueno, si se tiene en cuenta vuestra... predisposición innata, quizá fue una decisión juiciosa.
—Antes no podía encauzar.
—Pero lo sospechabais. Acudisteis aquí para aprender.
—Sentía curiosidad —respondió él—. Era algo que nunca había intentado hacer.
«Interesante —pensó Pevara—. Entonces, ¿es eso lo que os motiva, talabartero? ¿Lo que os ha hecho ir a la deriva de un lugar a otro?»
—Sospecho —dijo en voz alta— que nunca habéis intentado saltar por un acantilado. Que uno no haya hecho algo no siempre es una razón para intentarlo.
—De hecho, he saltado de un acantilado. De varios.
Ella lo miró y arqueó una ceja.
—Los Marinos lo hacen —explicó Androl—. Se tiran al océano. Cuanto más valientes son, más alto es el acantilado que eligen para saltar. Y de nuevo habéis cambiado el tema de conversación, Pevara Sedai. Tenéis mucha destreza en ese terreno.
—Gracias.
—La razón de que sugiriera sacaros de aquí a escondidas —dijo, levantando un dedo—, es porque ésta no es vuestra batalla. No tenéis por qué caer aquí.
—¿Y no será porque deseáis libraros de una Aes Sedai para que deje de meterse en vuestros asuntos?
—Acudí a vos en busca de ayuda —contestó Androl—. No quiero librarme de vos; os utilizaré sin ningún problema. Sin embargo, si murieseis aquí, lo haríais en una lucha que no es la vuestra. No es justo.
—Dejadme explicaros una cosa, Asha’man —dijo Pevara al tiempo que se inclinaba hacia adelante—. Ésta sí es mi lucha. Si la Sombra se apodera de esta torre, tendrá consecuencias terribles para la Última Batalla. He aceptado responsabilizarme de vos y de los vuestros; no renunciaré a ese compromiso por las buenas.
—¿Cómo que habéis aceptado «responsabilizaros» de nosotros? ¿Qué significa eso?
«Ah, quizá no debí hablar de ello.» Sin embargo, si iban a ser aliados tal vez él debería saberlo.
—La Torre Negra necesita orientación —explicó.
—¿Así que ésa es la razón de vincularnos? —inquirió Androl—. ¿Para... meternos en un corral, como garañones a los que domar?
—No seáis necio. Seguro que reconoceréis el valor de la experiencia de la Torre Blanca.
—No sé si afirmaría tal cosa —respondió Androl—. Con la experiencia llega una determinación de aferrarse a los procedimientos propios, de eludir experiencias nuevas. Todas las Aes Sedai dais por sentado que la forma en que se han hecho las cosas es el único modo de hacerlas. Bien, pues, la Torre Negra no dejará que la sometáis. Somos capaces de cuidar de nosotros mismos.
—Y hasta ahora lo habéis hecho maravillosamente bien, ¿no?
—Eso ha sido un golpe bajo —reprochó él en voz queda.
—Tal vez lo ha sido —admitió—. Lo siento.
—Vuestras motivaciones no me sorprenden —continuó Androl—. Lo que os proponíais al venir aquí resultaba evidente hasta para el soldado más débil. La pregunta que quiero haceros es: ¿por qué, de todas las mujeres que hay en la Torre Blanca, mandaron hermanas Rojas a vincularnos?
—¿Y quién mejor? Nos hemos dedicado toda la vida a tratar con hombres capacitados para encauzar.
—Vuestro Ajah está condenado a desaparecer.
—¿De veras?
—Su razón de existir es que deis caza a hombres que encauzan —dijo Androl—. Para amansarlos. Para... deshaceros de ellos. Bien, pues, la Fuente está limpia.
—Eso es lo que todos vosotros decís.
—Lo está, Pevara. Todo llega y todo pasa, y la Rueda gira. Hubo un tiempo en que la Fuente era pura, y había de volver a serlo algún día. Ha ocurrido.
«¿Y la forma en que miras a las sombras, Androl? —pensó Pevara—. ¿Es eso una indicación de pureza? ¿Y el modo en que Nalaam masculla en idiomas desconocidos? ¿Crees que no nos hemos dado cuenta de esas cosas?»
—Tenéis dos opciones como Ajah —prosiguió el hombre—. Podéis seguir dándonos caza, sin hacer caso de la evidencia de que la Fuente está limpia, o podéis renunciar a pertenecer al Ajah Rojo.
—Tonterías. De todos los Ajahs, el Rojo debería ser vuestro principal aliado.
—¡El único propósito de que exista es nuestra destrucción!
—Existe para asegurarse de que hombres capaces de encauzar no se hagan daño a sí mismos ni se lo hagan sin querer a quienes los rodean. ¿No os parece que también es uno de los propósitos de la Torre Negra?