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«¡ESTÁ MAL!» No sabía por qué. Su mente no le permitía pensar cuál era la razón.

—Preparado —dijo Lanfear, con los ojos fijos en Nynaeve.

Perrin se volvió hacia ella.

—Contaré hasta tres —indicó Lanfear, sin mirarlo.

«Mi deber —pensó Perrin—, es hacer lo que Rand no puede.»

Esto era el Sueño del Lobo. En el Sueño del Lobo lo que él sentía se hacía realidad.

—Uno —dijo Lanfear.

Amaba a Faile.

—Dos.

Amaba a Faile.

—Tres.

Amaba a Faile. La Compulsión desapareció cual humo al viento, desechada en un abrir y cerrar de ojos como ropa que se cambia. Antes de que Lanfear tuviera tiempo de atacar, Perrin alargó las manos y la asió por el cuello.

Le dio un giro brusco. El cuello chascó entre sus dedos con un ruido seco.

Lanfear se desplomó y Perrin la sujetó. Era preciosa. Al morir, volvió a tener el otro aspecto que tenía antes, su nuevo cuerpo.

Perrin sintió una intensa punzada de dolor por su muerte. No había borrado del todo lo que ella le había hecho en la mente. Lo superaría, quizá solapándolo con algo nuevo, algo correcto. Sólo el Sueño del Lobo y su habilidad para verse a sí mismo como debería ser le habían permitido lograr aquello.

Por desgracia, en lo más hondo de su ser todavía sentía amor por esa mujer. Y eso le revolvía el estómago. Era un amor ni de lejos tan fuerte como el que sentía por Faile, pero estaba allí. Se sorprendió a sí mismo llorando cuando soltó el cuerpo, envuelto en un sedoso vestido blanco y plateado, en el suelo de piedra.

—Lo siento —susurró.

Matar a una mujer, sobre todo a una que no lo amenazaba personalmente... Era algo que jamás se habría creído capaz de hacer.

Alguien tenía que hacerlo. Al menos, ésta sería una prueba a la que Rand no debería enfrentarse. Era una carga que Perrin llevaría por su amigo. Alzó la mirada hacia Rand.

—Adelante —susurró—. Haz lo que tengas que hacer. Como siempre, yo te guardaré las espaldas.

Los sellos se desmenuzaron. El Oscuro se liberó.

Rand lo sujetó con fuerza.

Henchido de Poder, erguido en una columna de luz, Rand arrastró al Oscuro dentro del Entramado. Sólo allí existía el tiempo. Sólo allí se podía matar al Oscuro.

La fuerza que retenía en la mano, que era vasta y diminuta a la par, tembló. Sus gritos eran los sonidos de planetas al colisionar.

Era patético. De pronto, Rand tuvo la sensación de que lo que sujetaba no era una de las fuerzas primigenias de la existencia, sino algo que se retorcía, algo salido del barro en un aprisco de ovejas.

EN REALIDAD NO ERES NADA, dijo Rand al trascender los secretos del Oscuro. JAMÁS ME HABRÍAS DADO EL DESCANSO COMO PROMETISTE, PADRE DE LAS MENTIRAS. ME HABRÍAS ESCLAVIZADO DEL MISMO MODO QUE LO HABRÍAS HECHO CON LOS DEMÁS. NO TIENES EL PODER DE DAR EL OLVIDO DEFINITIVO. EL DESCANSO NO TE PERTENECE. SÓLO EL TORMENTO.

El Oscuro tembló entre sus dedos.

TÚ, HORRIBLE, DEPLORABLE PARÁSITO, dijo Rand.

Rand se estaba muriendo. La vida se le escapaba con la sangre que perdía y, además, la cantidad acumulada que manejaba de los tres Poderes no tardaría en consumirlo.

Tenía al Oscuro en la mano. Empezó a apretar y entonces... se detuvo.

Sabía todos sus secretos. Veía lo que el Oscuro había hecho. Y, Luz, ahora lo comprendía. Gran parte de lo que el Oscuro le había mostrado era mentira.

Pero la visión que él mismo había creado —la de una realidad sin el Oscuro— era cierta. Si hacía lo que ansiaba, dejaría a la humanidad en una situación tan horrible como la mostrada por el Oscuro.

«Qué estúpido he sido.»

Rand gritó al tiempo que arrojaba al Oscuro de vuelta al foso del que había salido, y, pegando los brazos a los costados, asió mentalmente los pilares gemelos de Saidar y Saidin, revestidos con el Poder Verdadero que absorbía a través de Moridin, el cual permanecía arrodillado en el suelo, con los ojos desorbitados, encauzando tanto poder a través de él que ni siquiera podía moverse.

De nuevo mentalmente, Rand lanzó hacia adelante los Poderes y los «trenzó». Saidin y Saidar a la par, con el Poder Verdadero rodeándolos, formaron un escudo en la Perforación.

El tejido creado era majestuoso, una urdimbre de Saidar y Saidin entrelazados en sus esencias puras. Ni Fuego, ni Energía, ni Agua, ni Tierra, ni Aire. Pureza. La propia Luz. Esto no reparaba ni parcheaba, sino que creaba de nuevo.

Con esa nueva clase de Poder, Rand cerró el desgarro que habían hecho largo tiempo atrás unos necios.

Por fin comprendía que el Oscuro no era el enemigo.

Nunca lo había sido.

Moraine tiró de Nynaeve hacia sí, guiándose sólo por el tacto, ya que la luz era cegadora.

La hizo ponerse de pie. Juntas, echaron a correr. Lejos de la luz abrasadora que quedaba atrás. Túnel arriba, a trompicones. Moraine salió al aire libre sin darse cuenta y estuvo a punto de precipitarse por el borde del sendero, lo que la habría lanzado cuesta abajo, rodando. Alguien la sujetó.

—Te tengo —dijo la voz de Thom, y ella se desplomó en sus brazos, absolutamente agotada.

Cerca, Nynaeve se derrumbó en el suelo, jadeando.

Thom apartó a Moraine de la boca de la caverna, pero ella se negó a mirar hacia otro lado. Abrió los ojos, aunque sabía que la luz era demasiado intensa, y vio algo. Rand y Moridin, erguidos en la luz que se expandía hacia afuera para envolver toda la montaña en su resplandor.

La negrura frente a Rand semejaba un agujero que lo absorbía todo. Despacio, poco a poco, ese agujero se encogió hasta que se redujo al mínimo, como una punta de alfiler.

Y desapareció.

Epílogo

Ver la respuesta

Rand resbaló en su sangre.

No veía. Cargaba con algo. Algo pesado. Un cuerpo. Siguió subiendo el túnel a trompicones.

«Se estrecha —pensó—. Está estrechándose.» El techo bajaba como fauces que se estuvieran cerrando, piedra rechinando contra piedra. Jadeante, Rand salió al aire libre al mismo tiempo que las rocas se juntaban con un golpe a sus espaldas, encajadas como dientes apretados.

Rand tropezó. El cuerpo que cargaba pesaba mucho. Se fue al suelo.

Veía un poco... pero borroso. Una persona se arrodilló a su lado.

—Sí —susurró una mujer cuya voz no reconocía—. Sí, eso está bien. Es lo que tenías que hacer.

Parpadeó para aclarar la vista borrosa. ¿Era ropa Aiel lo que llevaba? ¿Una mujer mayor con el cabello canoso? La figura retrocedió, y Rand alargó la mano hacia ella porque no quería quedarse solo. Quería explicarse.

—Ahora veo la respuesta —susurró—. Hice mal la pregunta a los alfinios. Elegir es nuestro sino. Si no tienes elección, es que no eres un hombre. Eres un títere...

Gritos.

Rand se sentía torpe, los párpados le pesaban. Perdió el conocimiento. Mat se irguió mientras la niebla de Mashadar se evaporaba a su alrededor y desaparecía. El campo aparecía sembrado de cadáveres de los trollocs, señalados con raras marcas que parecían pústulas. Miró hacia arriba, a través de los zarcillos evanescentes, y se encontró con el sol justo encima.

—Bueno, es un gusto verte —le dijo al astro—. Deberías salir más a menudo. Tienes una bonita cara.

Sonrió y luego bajó la vista al hombre muerto que yacía a sus pies. Padan Fain parecía un puñado de palos y moho, con la carne deshaciéndose en los huesos. La negrura de la daga se había extendido por toda la piel putrefacta. Apestaba.

Faltó poco para que Mat cogiera esa daga. Luego escupió.

—Para variar —dijo—, éste es un juego en el que no quiero tomar parte. —Le dio la espalda y se alejó.

Tres pasos más adelante encontró el sombrero. Sonrió, lo recogió y se lo encasquetó en la cabeza, tras lo cual se puso a silbar mientras se apoyaba la ashandarei en el hombro y echaba a andar. Los dados habían dejado de rodar y repicar dentro de su cabeza.