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A su espalda, la daga —con rubí y todo— desapareció entre los restos nauseabundos que habían sido Padan Fain.

Perrin entró cansinamente en el campamento instalado a los pies de Shayol Ghul una vez que la lucha hubo terminado. Se quitó la chaqueta. El aire en el torso desnudo resultaba agradable. Metió a Mah’alleinir en los pasadores del cinturón. Un buen herrero nunca era negligente con sus herramientas, si bien en ocasiones cargar con ellas era como si fueran a llevarlo a uno a la tumba.

Tenía la impresión de ser capaz de dormir cien días de un tirón. Pero todavía no. Aún no.

Faile.

«No.» En su fuero interno, sabía que tenía que afrontar algo horrible sobre ella. Pero todavía no. De momento, desechó aquella preocupación, aquel terror.

Los últimos espíritus de los lobos se desvanecieron de vuelta al Sueño del Lobo.

Adiós, Joven Toro.

Que encuentres lo que buscas, Joven Toro.

La cacería termina, pero volveremos a cazar, Joven Toro.

Perrin anduvo con paso lento entre las hileras de heridos y de Aiel que celebraban la derrota de los Engendros de la Sombra. Dentro de algunas tiendas se oían muchos quejidos, en otras, gritos de victoria. Gentes de toda índole recorrían el ahora florecido valle de Thakan’dar, algunos buscando a los heridos, otros lanzando gritos de alegría y hurras cuando se encontraban con amigos que habían sobrevivido a los últimos y oscuros momentos.

—¡Eh, herrero, únete a nosotros! —lo llamaron los Aiel.

Pero él no se sumó a sus celebraciones. Buscaba a los guardias. Allí tenía que haber alguien lo bastante sensato para prever la posibilidad de que un solitario Myrddraal o Draghkar aprovechara la ocasión para intentar cobrarse una pequeña venganza. Y, como había imaginado, encontró un anillo de defensores en el centro del campo que guardaban una tienda grande. ¿Y qué había pasado con Rand?

No surgieron colores en su visión. Ni la imagen de Rand. Tampoco sentía tirones que lo arrastraran hacia ninguna dirección.

Todo lo cual era muy mala señal.

Se abrió paso entre los guardias, embotado, y entró en la tienda. ¿Dónde habrían encontrado una tienda de ese tamaño en aquel campo de batalla? Todo había sido pisoteado, destrozado, reventado o quemado.

Dentro olía a hierbas y se habían hecho particiones con varias colgaduras de tela.

—Lo he intentado todo —susurró una voz; la de Damer Flinn—. Nada ha cambiado lo que está pasando. Él...

Al entrar, Perrin vio a Nynaeve y a Flinn, que estaban de pie junto a un camastro, detrás de una de las particiones. Rand, limpio y vestido, yacía allí, con los ojos cerrados. Moraine se encontraba de rodillas junto a él, con la mano en la cara de Rand y susurrando tan bajito que nadie, salvo Perrin, podía oír:

—Lo hiciste bien, Rand. Lo hiciste bien.

—¿Está vivo? —preguntó Perrin, que se limpió el sudor de la cara con la mano.

—¡Perrin! —exclamó Nynaeve—. Oh, Luz. Tienes un aspecto horrible. ¡Siéntate, zoquete! Te vas a ir de bruces al suelo. No quiero tener que atenderos a los dos.

Nynaeve tenía los ojos enrojecidos.

—Se está muriendo a pesar de todo, ¿verdad? —dijo Perrin—. Lo sacasteis vivo, pero aun así se va a morir.

—Siéntate —ordenó Nynaeve al tiempo que señalaba una banqueta.

—Son los perros los que obedecen esa orden, Nynaeve, no los lobos. —Se arrodilló junto al camastro y apoyó una mano en el hombro de Rand.

«No sentía tu tirón ni tenía las visiones —pensó—. Ya no eres ta’veren. Y sospecho que yo tampoco lo soy.»

—¿Habéis mandado llamar a las tres? —inquirió Perrin—. A Min, a Elayne y a Aviendha. Tienen que verlo una última vez.

—¿Eso es todo lo que se te ocurre? —espetó Nynaeve.

Él la miró. Por el modo en que estaba cruzada de brazos daba la impresión de que se estuviera sujetando para no desmoronarse. Ciñéndose para no romper a llorar.

—¿Quién más ha muerto? —preguntó, preparándose para lo peor.

Era obvio por la expresión de Nynaeve: ya había perdido a alguien más.

—Egwene.

Perrin cerró los ojos e inhaló. Egwene. Luz.

«Toda obra maestra tiene un precio —pensó—. Lo cual no significa que no merezca la pena forjarla.» Aun así... ¿Egwene?

—No es culpa tuya, Nynaeve —dijo, abriendo los ojos.

—Por supuesto que no. Sé que no lo es, pedazo de tonto con cerebro de mosquito. —Dicho lo cual, se volvió de espaldas.

Perrin se incorporó, la abrazó y le dio palmaditas en la espalda con sus manos de herrero.

—Lo siento —murmuró.

—Me marché de Campo de Emond... para manteneros a salvo —susurró ella—. Sólo os acompañé para protegeros.

—Y lo hiciste, Nynaeve. Protegiste a Rand para que pudiera hacer lo que ha hecho.

Ella se estremeció y Perrin la dejó llorar. Luz. Él mismo derramó unas lágrimas. Nynaeve se retiró con brusquedad tras un momento y luego salió disparada de la tienda.

—Lo intenté —dijo Flinn con desesperación, fija la mirada en Rand—. Nynaeve también lo intentó. Lo intentamos juntos, con el angreal de Moraine Sedai. No ha funcionado nada. Nadie sabe cómo salvarlo.

—Habéis hecho cuanto habéis podido —lo consoló Perrin, que se asomó a la siguiente partición. Otro hombre yacía en el camastro—. ¿Qué hace él aquí?

—Los encontramos juntos —explicó Flinn—. Rand debió de sacarlo a cuestas del foso. No sabemos por qué el lord Dragón salvaría a uno de los Renegados, pero da igual. Tampoco podemos Curarlo a él. Se mueren. Los dos.

—Mandad a buscar a Min, a Elayne y a Aviendha —repitió Perrin, que vaciló antes de preguntar—. ¿Han sobrevivido las tres?

—La Aiel sufrió una grave lesión —repuso Flinn—. Entró a trompicones en el campamento, ayudada por una Aes Sedai de aspecto horrendo que había abierto un acceso para ella. Vivirá, aunque no sé hasta qué punto podrá caminar en años venideros.

—Dadles la noticia. A todas ellas.

Flinn asintió con la cabeza y Perrin salió en pos de Nynaeve. Entonces se encontró con lo que había esperado ver, la razón por la que ella había salido con tanta precipitación. Fuera, Lan la estrechaba en sus brazos con fuerza. El aspecto de Lan era de estar tan maltrecho y agotado como Perrin se sentía. Las miradas de ambos hombres se encontraron e hicieron un leve gesto con la cabeza.

—Varias Detectoras de Vientos han abierto un acceso entre este valle y Merrilor —le explicó Lan a Perrin—. El Oscuro ha sido confinado de nuevo. Las Tierras Malditas están verdeando y los accesos vuelven a abrirse otra vez.

—Gracias —dijo Perrin mientras pasaba a su lado—. ¿Alguien ha...? ¿Se sabe algo de Faile?

—No, herrero. El Tocador del Cuerno fue el último que la vio, pero ella lo dejó y entró en el campo de batalla para atraer tras de sí a los trollocs, alejándolos de él. Lo siento.

Perrin asintió con la cabeza. Ya había hablado con Mat y con Olver. Tuvo la sensación de que... de que había estado evitando pensar en lo que debía de haber ocurrido.

«Pues no lo pienses —se exhortó—. Que ni siquiera se te ocurra pensarlo.» Se armó de valor y fue a buscar el acceso que Lan había mencionado.

—Disculpad —dijo Loial a las Doncellas que estaban sentadas junto a la tienda—, ¿habéis visto a Matrim Cauthon?

—¿Oosquai? —ofreció una de ellas entre risas, y le alargó el odre.

—No, no. Tengo que encontrar a Matrim Cauthon para tener su relato de la batalla, ¿comprendéis? Mientras aún está fresco en su memoria. Tengo que conseguir que todo el mundo me cuente lo que vio y oyó, para tomar nota. No volverá a haber un momento mejor que éste.