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En el oscuro cielo estallaron fuegos de artificio. Perrin hundió la cabeza en las manos; notó que caía hacia un lado y se quedaba tendido entre los muertos.

Moghedien hizo una mueca ante el despliegue de luces en el cielo. Cada explosión le hacía ver de nuevo aquel mortífero fuego abriéndose paso a través de los sharaníes. Ese estallido de luz, ese momento de pánico.

Y entonces... la oscuridad. Había recobrado el conocimiento hacía un tiempo, dada por muerta entre los cuerpos de los sharaníes. Al volver en sí, había encontrado a esos necios por todo el campo de batalla atribuyéndose la victoria.

«¿La victoria? —pensó, e hizo otro gesto de dolor cuando otra tanda de fuegos de artificio resonó—. El Gran Señor ha caído.» Todo estaba perdido.

No. No. Siguió adelante con paso firme, sin levantar sospechas. Había estrangulado a una trabajadora y después había adoptado su apariencia encauzando sólo un mínimo de Poder para invertir el tejido. Eso le permitiría escapar de aquel lugar. Se movía esquivando los cadáveres, haciendo caso omiso del hedor que había en el aire.

No todo se había perdido. Seguía viva. ¡Y era uno de los Elegidos! Eso significaba... Significaba que era una emperatriz entre sus inferiores. Y sin ninguna duda la mayoría de los otros Elegidos, si no todos, estaban muertos o los habían hecho prisioneros. De ser cierto, con sus conocimientos no tendría rivales.

De hecho, quizá le saldría bien la jugada. Podía ser una victoria. Se detuvo junto a una carreta de suministros volcada y apretó en la mano su cour’souvra... Aún estaba de una pieza, menos mal. Sonrió de oreja a oreja y después tejió una lucecita para alumbrarse el camino.

Sí... Había que mirar el cielo despejado, no las nubes de tormenta. Podía aprovechar lo ocurrido para que fuera favorable para ella. Vaya... ¡Pero si en cuestión de pocos años podría estar gobernando el mundo!

Algo frío se cerró con un seco chasquido alrededor de su cuello.

Moghedien se llevó las manos a la garganta, horrorizada, y entonces gritó:

—¡No! ¡Otra vez no!

Su disfraz se desvaneció y el Poder Único la abandonó.

Una sul’dam de gesto altanero estaba detrás de ella.

—Dijeron que no podíamos tomar a ninguna de las que se llaman a sí mismas Aes Sedai. Pero tú... Tú no llevas uno de esos anillos, y merodeas con sigilo, como quien ha hecho algo malo. No creo que nadie te eche de menos.

—¡Suéltame! —exigió Moghedien al tiempo que arañaba el a’dam—. Libérame, maldita...

El dolor la hizo caer al suelo, retorciéndose.

—Me llamo Shanan —dijo la sul’dam mientras se acercaba otra mujer con una damane a remolque—. Pero tú puedes llamarme maestra. Creo que deberíamos regresar a Ebou Dar cuanto antes.

Su compañera asintió con la cabeza y la damane abrió un acceso.

Tuvieron que llevar a rastras a Moghedien.

Nynaeve salió de la tienda de Curación en Shayol Ghul. El sol casi se había escondido tras el horizonte.

—Ha muerto —susurró al grupo, no muy numeroso, que se había reunido fuera.

Pronunciar las palabras fue como si se hubiese dejado caer un ladrillo en los pies. No lloró. Ya había derramado antes esas lágrimas. Lo cual no significaba que no sintiera dolor.

Lan salió de la tienda detrás de ella y le rodeó los hombros con el brazo. Nynaeve alzó la mano para ponerla sobre la de él. Cerca, Min y Elayne se miraban.

Gregorin le susurró algo a Darlin, a quien habían encontrado, medio muerto, entre los restos destrozados de su tienda. Ambos dirigieron una mirada ceñuda a las dos mujeres. Nynaeve captó parte de lo que Gregorin decía:

—... de esperar que la Aiel salvaje fuera una mujer sin corazón, y tal vez la reina de Andor, pero ¿la otra? Ni una lágrima.

—Están conmocionadas —dijo Darlin.

«No —pensó Nynaeve, que observó con atención a Min y a Elayne—. Esas tres saben algo que yo no sé. Tendré que sacárselo, aunque para conseguirlo haya de molerlas a palos.»

—Disculpadme —dijo Nynaeve, que se apartó de Lan.

Él la siguió. Nynaeve lo miró con una ceja enarcada.

—No te vas a librar de mí en las próximas semanas, Nynaeve —le advirtió Lan; el amor vibraba a través del vínculo—. Ni siquiera aunque quieras.

—Malkieri cabezota —rezongó ella—. Que yo recuerde, eras tú el que insistía en dejarme para así marchar solo hacia tu supuesto destino.

—Y tú tenías razón respecto a eso —admitió Lan—. Como la tienes tan a menudo. —Lo dijo con tal calma que era difícil enfadarse con él.

Además, con quienes estaba furiosa era con esas mujeres. Eligió primero a Aviendha y se acercó sigilosa a ella, con Lan a su lado.

—... con Rhuarc muerto —les decía a Sorilea y a Bair—, creo que lo que quiera que viera tiene que ser posible cambiarlo. Ya lo ha hecho.

—Vi tu visión, Aviendha —dijo Bair—. O algo parecido, a través de otros ojos. Creo que es una advertencia de algo que no debemos permitir que pase.

Las otras dos asintieron; entonces miraron hacia Nynaeve y su semblante se tornó tan impasible como el de una Aes Sedai. La expresión de Aviendha era tan impenetrable como la de las otras; con el gesto sosegado, estaba sentada en una silla y tenía los pies envueltos en vendajes. Puede que algún día volviera a caminar, pero jamás volvería a combatir.

—Nynaeve al’Meara —saludó Aviendha.

—¿Me has oído decir que Rand ha muerto? —demandó Nynaeve—. Se ha ido en silencio.

—El que estaba herido ha despertado del sueño —repuso Aviendha sin alterarse—. Igual que hemos de hacer todos. La muerte le ha llegado con grandeza, y será ensalzado con grandeza.

Nynaeve se inclinó hacia ella.

—Muy bien —empezó de forma amenazadora al tiempo que abrazaba la Fuente—. Suéltalo. Te he elegido porque no puedes escaparte.

Aviendha dejó entrever un instante lo que podría interpretarse por temor. Pero desapareció de inmediato.

—Preparemos su pira —dijo.

Perrin corría por el Sueño del Lobo. Solo.

Otros lobos aullaban su pesar por el dolor que sentía. Después de que los dejara atrás volverían a su celebración, pero no por ello su empatía era menos real.

Él no aulló. No gritó. Se convirtió en Joven Toro y corrió.

No quería estar allí. Quería dormir, pero un sueño verdadero. Allí no podía sentir dolor. Ahí sí.

«Jamás debí separarme de ella.»

Un pensamiento de hombre. ¿Por qué se había colado?

«Pero ¿qué otra cosa podía hacer? Prometí no tratarla como si fuera de cristal.»

Correr. Correr deprisa. ¡Correr hasta que llegara el agotamiento!

A Dos Ríos en un visto y no visto. De vuelta, a lo largo del río. El Yermo, ida y vuelta, luego una larga carrera hasta Falme.

«¿Cómo podía esperarse de mí que cuidara a ambos y después dejara a uno?»

A Tear. De nuevo a Dos Ríos. Un borrón entre gruñidos que se movía tan deprisa como podía. Allí. Allí se había casado con ella.

Entonces aulló.

Caemlyn, Cairhien, los pozos de Dumai.

Ahí había salvado a uno de ellos.

Cairhien, Ghealdan, Malden.

Ahí había salvado al otro.

Dos fuerzas en su vida. Ambas tirando de él. Joven Toro por fin se desplomó en unas colinas, en algún lugar de Andor. Un sitio conocido.

«Aquí conocí a Elyas.»

Volvió a ser Perrin. Sus pensamientos no eran los de un lobo, y tampoco lo eran sus problemas. Alzó la vista al cielo que ahora, tras el sacrificio de Rand, estaba limpio de nubes. Había querido estar con su amigo cuando muriera.