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Esta vez, estaría con Faile donde había muerto.

Quería gritar, pero eso no serviría de nada.

—Tengo que superarlo, ¿no? —le susurró a ese cielo—. Luz. No quiero hacerlo. Aprendí. Aprendí con lo de Malden. ¡No volví a hacerlo! Esta vez hice lo que se suponía que debía hacer.

En alguna parte, cerca, un ave lanzó un grito en el cielo. Los lobos aullaron. Cazaban.

—Aprendí...

El grito de un ave.

Sonaba como el de un halcón.

Perrin se incorporó con rapidez y giró sobre sí mismo.

«Allí.» Desapareció en un instante y apareció en un campo abierto que no conocía. No, claro que lo conocía. ¡Lo conocía! Era Merrilor, sólo que sin la sangre, sin la hierba machacada en barro, sin la tierra destrozada y quemada.

Allí encontró un halcón diminuto —tan pequeño como su mano— que se quejaba suavemente; tenía una pierna rota, atrapada debajo de una piedra. Los latidos del corazón eran débiles.

Perrin bramó mientras despertaba; salió del Sueño del Lobo dando manotazos. Apareció en el campo de cadáveres y gritó al cielo nocturno. Los buscadores que había cerca se dispersaron, asustados.

¿Dónde? ¿Podría encontrar el mismo sitio en la oscuridad? Corrió, dando trompicones en los cadáveres, atravesó agujeros hechos por encauzadores y por dragones. Se detuvo y miró a un lado y a otro. ¿Dónde? ¡Dónde!

Jabón de flores. Un indicio de olor en el aire. Perrin corrió hacia allí, empujó con su peso el cadáver de un trolloc enorme que yacía en una montonera de cuerpos que le llegaba al pecho. Debajo, vio el cuerpo de un caballo. Incapaz de pensar realmente lo que hacía o la fuerza que haría falta, Perrin tiró del caballo y lo apartó.

Debajo, ensangrentada, Faile estaba caída en un pequeño agujero que había en el suelo; su respiración era superficial. Perrin gritó y cayó de rodillas; la acunó en sus brazos mientras aspiraba su aroma.

Cambio. En un abrir y cerrar de ojos pasaron al Sueño del Lobo, llevó a Faile hasta Nynaeve en la lejana zona norte y... Cambio. Salió al mundo real. Unos segundos después, sintió cómo la Curaban en sus brazos, porque no quería soltarla ni siquiera para eso.

Faile, su halcón, tembló y rebulló. Entonces abrió los ojos y le sonrió.

Los otros héroes se habían ido. La noche se aproximaba y Birgitte seguía allí. Cerca, los soldados preparaban la pira de Rand al’Thor.

Birgitte no podía quedarse mucho más, pero de momento... Sí, podía quedarse. Un ratito. El Entramado lo permitiría.

—Elayne —dijo Birgitte—, ¿sabes algo? Sobre el Dragón Renacido, me refiero.

Elayne se encogió de hombros bajo la menguante luz. Las dos se encontraban en la parte de atrás de la muchedumbre que se estaba reuniendo para ver prender fuego a la pira del Dragón Renacido.

—Sé lo que planeas —le dijo Birgitte—. Con el Cuerno.

—¿Y qué es lo que planeo?

—Quedártelo —repuso Birgitte—. Y al muchacho. Tenerlo como un tesoro andoreño, quizás como un arma del país.

—Quizá.

—En ese caso —replicó Birgitte sonriendo— he hecho bien al mandarlo lejos.

Elayne se volvió hacia ella sin hacer caso de los preparativos de los soldados en la pira.

—¿Qué? —exclamó.

—He mandado lejos a Olver —repitió Birgitte—. Con guardias en los que confío. Le dije al chico que encontrara un lugar donde a nadie se le ocurriría buscarlo, un lugar que a él se le olvidara, y que arrojara allí el Cuerno. Preferiblemente, el océano.

Elayne exhaló despacio y de nuevo se volvió hacia la pira.

—Qué mujer tan insufrible eres. —Vaciló antes de añadir—: Gracias— por evitarme el tener que tomar esa decisión.

—Supuse que te sentirías así. —De hecho, Birgitte había dado por sentado que pasaría mucho tiempo antes de que Elayne lo entendiera. Pero Elayne había madurado en las últimas semanas—. Sea como sea, no debo de ser muy insufrible, ya que has hecho una excelente labor aguantándome estos últimos meses.

—Esto suena a despedida. —Elayne se volvió de nuevo hacia ella.

Birgitte sonrió. A veces, ella lo percibía cuando el momento estaba cerca.

—Lo es —confirmó.

—¿Ha de ser así? —Elayne parecía apesadumbrada.

—Voy a renacer, Elayne —susurró Birgitte—. Ahora. En alguna parte, una mujer se prepara para dar a luz, y yo iré a ese cuerpo. Está ocurriendo.

—No quiero perderte.

Birgitte soltó una risita.

—Bueno, tal vez volvamos a encontrarnos. De momento, alégrate por mí. Esto significa que el ciclo continúa. Voy a estar con él. Gaidal... Seré sólo unos pocos años más joven que él.

—Amor y paz, Birgitte. —Elayne la tomó del brazo, los ojos llorosos—. Gracias.

Birgitte sonrió, cerró los ojos y se dejó llevar.

Cuando la noche caía sobre el mundo, Tam contempló el entorno del que había sido el lugar más temido por todos: Shayol Ghul. Los últimos vestigios de luz dejaban ver las plantas que prosperaban allí, flores y hierba que crecían alrededor de armas caídas y sobre los cadáveres.

«¿Es esto un regalo tuyo, hijo mío? —se preguntó—. ¿Un último regalo?»

Tam encendió su antorcha en la pequeña y titilante llama que chisporroteaba en un hoyo de lumbre, cerca. Echó a andar y fue dejando atrás las líneas de los que aguardaban bajo la noche. No habían avisado a muchas personas sobre las exequias de Rand. Habrían querido asistir todos. Quizá todos lo merecían. Las Aes Sedai planeaban un ceremonial complicado, con todo lujo de detalles, en memoria de Egwene; Tam prefería una ceremonia discreta para su hijo.

Por fin Rand podría descansar.

Pasó junto a personas que esperaban con la cabeza inclinada. Nadie llevaba luz excepto él. Los demás esperaban en la oscuridad; una comitiva reducida, de unas doscientas personas, rodeaba las andas donde reposaba el cuerpo de Rand. La antorcha de Tam titilaba con un brillo anaranjado en los rostros solemnes.

De noche, incluso con esa luz, era difícil distinguir Aiel de Aes Sedai, hombres de Dos Ríos del rey teariano. Todos eran figuras en la noche que rendían honores al cadáver del Dragón Renacido.

Tam subió hasta las andas, junto a Thom y Moraine, que estaban agarrados de la mano con gesto solemne. Moraine alargó la otra mano y apretó suavemente el brazo de Tam. Él miró el cadáver, y los ojos se detuvieron en el rostro de su hijo, a la luz del fuego. No se limpió las lágrimas que le rodaban por las mejillas.

«Lo hiciste bien, hijo mío... Lo hiciste muy bien.»

Prendió fuego a la pira con gesto reverente.

Min se encontraba en primera fila. Observó a Tam, que tenía los hombros hundidos y la cabeza inclinada frente a las llamas. Por fin, el hombre retrocedió para reunirse con la gente de Dos Ríos. Abell Cauthon lo abrazó y le susurró algo a su amigo en voz queda.

Las cabezas, sombras en la noche, se volvieron hacia Min, Aviendha y Elayne. Esperaban algo de ellas tres. Alguna clase de demostración.

Solemnemente, Min echó a andar junto a las otras dos; Aviendha necesitó la ayuda de dos Doncellas para caminar, aunque pudo sostenerse de pie, apoyada en Elayne. Las Doncellas se retiraron para dejarlas solas a las tres ante la pira. Elayne y Min la sostuvieron mientras veían arder las llamas que consumían el cadáver de Rand.

—Había visto esto —dijo Min—. Supe que este día llegaría desde la primera vez que lo vi. Nosotras tres, juntas, aquí.

—Entonces, ¿ahora qué? —preguntó Elayne.

—Ahora... —empezó Aviendha—. Ahora nos aseguramos de que todo el mundo crea sin la menor duda que se ha ido.

Min asintió con la cabeza mientras sentía el palpitante latido del vínculo en el fondo de su mente. Se hacía más fuerte a cada momento.

Rand al’Thor —sólo Rand al’Thor— despertó en la tienda oscura por sí mismo. Alguien había dejado una vela encendida junto a su camastro.