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Respiró hondo y se estiró. Se sentía como si hubiera dormido mucho tiempo, profundamente. ¿No tendría que dolerle algo? ¿Estar agarrotado? ¿Magullado? No sentía nada de eso.

Se llevó la mano al costado y no tocó heridas allí. Ninguna. Por primera vez en mucho tiempo, no había dolor. Era tan extraordinario que casi no sabía cómo tomárselo.

Luego bajó la mirada y vio que la mano que tanteaba el costado era su mano izquierda. Se echó a reír mientras la sostenía en alto y la contemplaba.

«Un espejo —pensó—. Necesito un espejo.»

Encontró uno al otro lado de la siguiente partición de la tienda. Al parecer, lo habían dejado completamente solo. Levantó la vela y se miró en el pequeño espejo. El rostro de Moridin le devolvió la mirada.

Rand se tocó la cara, palpándola. En el ojo derecho quedaba un único saa, negro, con la forma del Colmillo del Dragón. No se movía.

Regresó a la parte de la tienda donde había despertado. La espada de Laman estaba allí, encima de un montón ordenado de ropas variadas. Por lo visto, Alivia no había sabido qué le gustaría ponerse. Por supuesto, había sido ella la que había dejado esas cosas, junto con una bolsa de monedas de diversos países. A Alivia nunca le había preocupado mucho la ropa ni el dinero, pero sabía que él necesitaría las dos cosas.

Ella te ayudará a morir. Rand meneó la cabeza. Se vistió, recogió las monedas y la espada, y luego salió de la tienda, sigiloso. Alguien había dejado un buen caballo, un tordo castrado, atado a corta distancia. Le iría bien. De Dragón Renacido a ladrón de caballos. Rió entre dientes. Tendría que conformarse con montar a pelo.

Vaciló. Cerca, en la oscuridad, cantaba gente. Se encontraba en Shayol Ghul, aunque no era como lo recordaba, sino un reverdecido Shayol Ghul rebosante de vida.

Lo que sonaba era un canto fúnebre de las Tierras Fronterizas. Rand condujo al caballo por la rienda a través de la noche para acercarse un poco más. Atisbó entre las tiendas a tres mujeres que estaban de pie junto a una pira funeraria.

«Moridin —pensó—. Lo están incinerando con todos los honores, como el Dragón Renacido.»

Retrocedió y montó en el tordo. Al hacerlo, reparó en una figura que se mantenía apartada de los otros. Una figura solitaria que miraba hacia él cuando los ojos de todos los demás estaban vueltos hacia la ceremonia.

Cadsuane. La luz de las llamas de la pira se reflejó en los ojos de la mujer cuando lo miró de arriba abajo. Rand hizo una inclinación de cabeza y esperó un momento; luego hizo dar la vuelta al caballo y lo puso al trote azuzándolo con los talones.

Cadsuane lo vio partir.

«Curioso», pensó. La mirada de esos ojos había confirmado sus sospechas. Sería una información que podría serle de utilidad. No era menester seguir presenciando esa farsa de funeral, pues.

Se alejó a través del campamento y en el camino se metió en una emboscada.

—Saerin —dijo, cuando la mujer se acercó y se puso a su lado—. Yukiri, Lyrelle, Rubinde. ¿Qué es esto?

—Querríamos orientación —repuso Rubinde.

—¿Orientación? —Cadsuane resopló con desdén—. Pedídselo a la nueva Amyrlin, una vez que encontréis a una pobre mujer a la que poner en ese puesto.

Las otras siguieron caminando junto a ella.

Cuando cayó en la cuenta de lo que buscaban, Cadsuane se paró en seco.

—¡Oh, qué puñetas, no! —exclamó mientras se volvían hacia ella—. No, no y no.

Las mujeres sonrieron con una expresión casi depredadora.

—Siempre le hablabais al Dragón Renacido con tanta sabiduría sobre la responsabilidad... —señaló Yukiri.

—Y repetíais lo mucho que las mujeres de esta era necesitan un adiestramiento mejor —añadió Saerin.

—Es una nueva era —intervino Lyrelle—. Nos esperan muchos desafíos... Y necesitaremos una Amyrlin fuerte que nos dirija.

Cadsuane cerró los ojos a la par que gemía.

Rand soltó un suspiro de alivio al dejar atrás a Cadsuane. La mujer no había dado la alarma, aunque lo había seguido observando mientras él ponía distancia entre ambos. Echó una ojeada hacia atrás y la vio alejarse con otras Aes Sedai.

Esa mujer le preocupaba; probablemente sospechaba algo que él no quería que intuyera. Aunque peor habría sido si hubiera dado la voz de alarma, sin embargo.

Suspiró, metió la mano en un bolsillo y allí encontró una pipa.

«Gracias por esto, Alivia», pensó. Cargó la cazoleta con tabaco que encontró en el otro bolsillo. Por instinto, buscó el Poder Único para encender la pipa.

No encontró nada. No había Saidin en el vacío, nada. Vaciló, pero después sonrió y sintió un enorme alivio. No podía encauzar. Sólo para asegurarse, buscó con cautela el Poder Verdadero. Tampoco nada por ese lado.

Miró la pipa y cabalgó un poco pendiente arriba, por un lateral del valle de Thakan’dar, ahora cubierto de plantas. No había forma de encender el tabaco. Lo observó un momento en la oscuridad, y entonces «pensó» que la pipa se encendía. Y así fue.

Rand sonrió y viró hacia el sur. Echó otro vistazo hacia atrás. Las tres mujeres junto a la pira habían vuelto la vista directamente hacia él. A la luz del cadáver en llamas distinguió que eran ellas, sin más detalles.

«Me pregunto cuál de las tres me seguirá —pensó, y entonces la sonrisa se le ensanchó—. Rand al’Thor, te has vuelto un engreído, ¿no? Das por descontado que una o más te seguirán.»

Quizá ninguna lo haría. O quizá lo harían todas, cuando llegara el momento. Se sorprendió soltando una risita entre dientes.

¿A cuál elegiría? Min... Pero ¿dejar a Aviendha? No. Elayne. No. Rió de nuevo. No podía elegir. Había tres mujeres enamoradas de él, y no sabía cuál le habría gustado que lo siguiera. Cualquiera de ellas. Todas ellas.

«Luz, hombre. No tienes arreglo. Estás perdidamente enamorado de las tres, sin remedio.»

Taconeó al caballo para que se pusiera a medio galope, y siguió hacia el sur. Tenía una bolsa llena de monedas, un buen caballo y una espada fuerte. La de Laman, que era más de lo que siempre había querido. A lo mejor llamaba la atención. Era una espada con la marca de la garza en la excelente cuchilla.

¿Habría sido consciente Alivia de todo el dinero que le había dado? Ella no tenía ni idea de las monedas. Probablemente las había robado, de modo que él ya no sólo era un ladrón de caballos. En fin, le había dicho que le consiguiera algo de oro, y ella lo había hecho. Podría comprarse una granja en Dos Ríos con lo que llevaba encima.

Al sur. El este o el oeste también valdrían, pero suponía que quería ir a algún sitio lejos de todo lo que dejaba atrás, definitivamente. Primero al sur, después al oeste, quizá, a lo largo de la costa. ¿Y tal vez encontrar algún barco? Había tantas partes del mundo que no había visto... Había pasado por unas cuantas batallas, se había visto atrapado en un inmenso Juego de las Casas. Había estado metido en muchas cosas en las que no habría querido tener nada que ver. Ya conocía la granja de su padre. Y palacios. Había visto un montón de palacios.

Lo que no había tenido era tiempo para mirar de verdad gran parte del mundo.

«Hacer eso será algo nuevo», pensó. Viajar sin que lo persiguieran ni tener que gobernar aquí o allá. Viajar a donde pudiera dormir en un granero a cambio de cortar leña para alguien. Al pensarlo, se sorprendió soltando una carcajada. Continuó cabalgando hacia el sur mientras fumaba —aunque pareciera imposible— esa pipa. De pronto, el aire empezó a soplar a su alrededor, en torno a un hombre al que habían llamado lord, Dragón Renacido, rey, asesino, amante, amigo.

El viento se levantó, alto y libre, para remontar el vuelo hacia un cielo abierto, despejado de nubes. Sopló sobre un paisaje fracturado, sembrado de cadáveres que aún no habían sido enterrados. Un paisaje repleto, al mismo tiempo, de celebraciones. Acarició árboles en los que por fin crecían brotes. El viento sopló hacia el sur, a través de frondas de árboles nudosos, por encima de llanuras, y hacia tierras inexploradas.