—No. Sois mi guardia personal. ¡No me desafiaréis!
Jarid saltó sobre Bayrd con una expresión asesina en los ojos, pero Morear y Rosse asieron al noble por detrás. Rosse parecía horrorizado por su acto de rebeldía; sin embargo, no soltó al noble.
Bayrd recogió otras pocas cosas que tenía guardadas al lado del petate. A continuación hizo un gesto de asentimiento a los otros, que se unieron a él —ocho hombres de la guardia personal de lord Jarid— y llevaron casi a rastra al noble, que no dejaba de mascullar, a través del desbaratado campamento. Dejaron atrás lumbres que ardían lentamente y tiendas caídas, abandonadas por hombres que se adentraban en la oscuridad, ahora en mayor número, hacia el norte. Con el viento.
Al borde del campamento, Bayrd seleccionó un buen árbol de aspecto recio. Hizo un gesto a los otros y, con la cuerda que Bayrd había cogido, ataron en él a lord Jarid. Éste no dejó de soltar invectivas hasta que Morear lo amordazó con un pañuelo.
Bayrd se acercó y metió un odre de agua en el doblez del brazo del noble.
—No forcejeéis demasiado o el odre se os caerá, milord. No he apretado mucho la mordaza, y no tendría que costaros mucho esfuerzo quitárosla y empujar el odre hacia arriba para beber. Mirad, quitaré el tapón.
Jarid lo miró fijamente, furioso.
—No es por vos, milord —añadió Bayrd—. Siempre habéis tratado bien a mi familia; pero, bueno, no podemos dejar que sigáis con lo mismo y haciéndonos la vida difícil. Hay algo que hemos de hacer, y vos nos lo estáis impidiendo a todos. Tal vez alguien debería haber dicho algo antes. En fin, eso ya es agua pasada. A veces se deja colgada la carne demasiado tiempo y luego se ha pasado el pernil entero.
Hizo un gesto con la cabeza a los otros, que corrieron a recoger los petates. Señaló a Rosse la dirección al afloramiento de pizarra, que no estaba lejos, y le dijo que buscara una piedra adecuada para una buena punta de lanza.
Se volvió de nuevo hacia el noble, que no dejaba de forcejear.
—Esto no es culpa de las brujas, milord. No es culpa de Elayne... Supongo que debería decir «la reina». Curioso, relacionar el cargo de reina con una jovencita tan guapa. Habría preferido encontrarla en una posada y hacerla brincar en mis rodillas en vez de tener que inclinarme ante ella con una reverencia, pero Andor necesitará una dirigente a la que seguir en la Última Batalla, y esa persona no es vuestra esposa. No podemos seguir luchando más. Lo siento.
Jarid se derrumbó en las ataduras, y la cólera pareció abandonarlo. Ahora sollozaba. Qué cosa más extraña, ver algo así.
—Avisaré a la gente con la que nos crucemos, si es que nos cruzamos con alguien, de que estáis aquí —prometió Bayrd—. Y que probablemente lleváis algunas joyas encima. Es posible que vengan a buscaros. Quizá lo hagan. —Vaciló—. No deberíais haberos interpuesto. Todo el mundo parece saber lo que se avecina, salvo vos. El Dragón ha renacido, los vínculos se han roto, los viejos juramentos se han extinguido... Que me ahorquen si permito que Andor marche a la Última Batalla sin mí.
Bayrd se alejó y se internó en la noche con su nueva lanza apoyada en el hombro. «De todos modos, estoy comprometido con un juramento más antiguo que el que tenía con su familia. Un juramento que ni siquiera el propio Dragón podría invalidar.» Era un juramento con la tierra. Las piedras estaban en su sangre, y su sangre en las piedras de este Andor.
Reunió a los demás y partieron hacia el norte. Tras ellos, solo en la noche, su señor sollozó cuando los fantasmas empezaron a moverse por el campamento.
Talmanes tiró de las riendas de Selfar, y como resultado el caballo brincó y sacudió la cabeza. El ruano parecía inquieto. Tal vez Selfar percibía el estado de ansiedad de su amo.
En la noche, el aire estaba cargado de humo. De humo y de gritos. Talmanes conducía a la Compañía por una calzada rebosante de refugiados pringados de hollín. Se movían como restos flotantes de un naufragio en un río turbio.
Los hombres de la Compañía contemplaban a los refugiados con preocupación.
—¡Cuidado! —les gritó Talmanes—. No podemos ir a galope todo el trecho hasta Caemlyn. ¡Cuidado!
Conducía a los hombres tan rápido como era posible sin ser imprudente, casi al trote. Las armaduras tintineaban. Elayne se había llevado consigo la mitad de la Compañía a Campo de Merrilor, incluidos Estean y casi toda la caballería. Quizás había previsto la posibilidad de tener que retirarse con rapidez.
Como fuera, a Talmanes no le habría servido de mucho la caballería por las calles, que sin duda estarían tan abarrotadas como esta calzada. Selfar resopló y sacudió la cabeza. Ya se encontraban cerca; justo delante, negras en la noche, se alzaban las murallas de la ciudad perfiladas por un intenso brillo, como si lo refrenaran. Daba la impresión de que la ciudad fuera el hoyo de una hoguera.
«Por la Gracia y los estandartes caídos», pensó el noble con un escalofrío. Enormes columnas de humo flotaban sobre la urbe. La cosa estaba mal. Mucho peor que cuando los Aiel habían ido a Cairhien.
Por fin Talmanes aflojó las riendas del ruano, y Selfar galopó a lo largo del arcén de la calzada durante un tiempo; luego, de mala gana, el noble se abrió paso para cruzarla haciendo caso omiso de las súplicas de ayuda. El tiempo que había pasado con Mat había hecho que ahora deseara tener algo más que ofrecer a esas gentes. Era realmente extraño el efecto que Matrim Cauthon ejercía en una persona. Talmanes miraba ahora a los plebeyos con otros ojos. A lo mejor era porque aún no sabía si pensar en Mat como un noble o no.
Desde el otro lado de la calzada, observó la ciudad en llamas mientras esperaba que sus hombres lo alcanzaran. Podría haber ordenado que todos fueran montados, porque, si bien no eran jinetes de caballería experimentados, todos ellos disponían de caballos para viajar largas distancias. Esa noche no se atrevió a hacerlo. Con trollocs y Myrddraal al acecho por las calles, Talmanes necesitaba que sus hombres adoptaran de inmediato una formación de combate. Los ballesteros, con las armas cargadas, marchaban en los flancos de varias columnas de piqueros. No dejaría a sus hombres expuestos a una carga de trollocs por muy urgente que fuera su misión.
Pero si perdían esos dragones...
«Que la Luz nos ayude», pensó el noble. La ciudad parecía hervir con todo ese humo arremolinado por encima. Empero, algunas partes de la Ciudad Interior —que se elevaba imponente en la colina y era visible por encima de las murallas— aún no estaban en llamas. No había fuego en el palacio. ¿Estarían resistiendo los soldados allí?
No habían recibido respuesta de la reina y, por lo que Talmanes veía, tampoco había llegado ayuda a la ciudad. La reina no debía de estar enterada de lo que ocurría; mal asunto.
Muy, muy malo.
Un poco más adelante, Talmanes divisó a Sandip con algunos exploradores de la Compañía. El delgado hombre trataba de salir de entre un grupo de refugiados.
—¡Por favor, buen señor! —gritaba una mujer—. Mi pequeña, mi hija, en el alto del lindero septentrional...
—¡Tengo que llegar a mi tienda! —vociferaba un hombre corpulento—. Mis artículos de cristal...
—Mis buenas gentes —empezó Talmanes mientras se abría paso entre los refugiados—, si en verdad queréis que os ayudemos, tal vez podríais apartaros y dejarnos pasar para llegar a la puñetera ciudad.
La gente se apartó de mala gana, y Sandip se lo agradeció a Talmanes con un asentimiento de cabeza. De piel curtida y pelo oscuro, Sandip —otrora consumado curandero itinerante— era uno de los comandantes de la Compañía. Sin embargo, el afable hombre exhibía ese día una expresión sombría.
—Sandip, allí —le indicó Talmanes al tiempo que señalaba.
A corta distancia se hallaba reunido un nutrido grupo de hombres de armas que contemplaban la ciudad.