—Supongo que puede serlo en parte. El único propósito que se me dijo es que habíamos de convertirnos en armas para el Dragón Renacido, pero evitar que buenos hombres se hagan daño sin el entrenamiento adecuado también es importante.
—Entonces, podemos converger en esa idea, ¿o no?
—Me gustaría creer que tal cosa es posible, Pevara, pero he visto la forma en que vos y las vuestras nos miráis. Nos veis como... Como una mancha que hay que limpiar o como veneno que hay que embotellar.
Pevara negó con la cabeza.
—Si lo que decís es verdad y la Fuente está limpia, entonces los cambios llegarán, Androl. El Ajah Rojo y los Asha’man trabajarán juntos en un propósito común y crecerán con el tiempo. Estoy dispuesta a trabajar con vosotros ahora, aquí.
—A contenernos.
—A guiaros. Por favor, confiad en mí.
Él la observó a la luz de las numerosas lámparas del cuarto. El rostro varonil era sincero. Pevara comprendió el motivo de que otros lo siguieran a pesar de que era el más débil de todos. Poseía una extraña mezcla de pasión y humildad. Ojalá no fuera un... Bueno... Lo que era.
—Me gustaría poder creeros —dijo Androl, que desvió la mirada—. Sois distinta de las otras, lo admito. No parecéis Roja.
—Creo que descubriríais que hay más diversidad entre nosotras de lo que suponéis. No es un único motivo lo que lleva a una mujer a elegir el Rojo.
—Aparte de la androfobia, queréis decir.
—Si os odiáramos, ¿habríamos venido con la intención de vincularos?
Eso era una evasiva, a decir verdad. Aunque ella no sintiera aversión hacia los hombres, había muchas Rojas que sí; cuando menos, muchas los miraban con desconfianza. Albergaba la esperanza de cambiar eso.
—A veces las motivaciones de las Aes Sedai son extrañas —dijo Androl—. Eso lo sabe todo el mundo. En cualquier caso, por diferente que vos seáis de muchas de vuestras hermanas, he visto esa mirada en vuestros ojos. —Meneó la cabeza—. No creo que hayáis venido para ayudarnos. Como tampoco creo que las Aes Sedai que cazaban hombres encauzadores pensaran realmente que los estaban ayudando. Y como tampoco creo que el verdugo piense que le hace un favor al reo al matarlo. El solo hecho de que haya que hacer ciertas cosas no convierte en amigo a quien las lleva a cabo, Pevara Sedai. Lo siento.
Retomó el trabajo con las piezas de cuero, cerca de la luz de una linterna que había en la mesa.
Pevara notó que su irritación iba en aumento. Había estado a punto de conseguirlo. Le caían bien los hombres; a menudo había pensado que podía ser ventajoso tener Guardián. ¿Es que ese necio era incapaz de ver la mano que se le tendía a través del abismo?
«Tranquilízate, Pevara —pensó—. No llegarás a ninguna parte si te domina la ira.» Necesitaba tener a ese hombre de su parte.
—Eso va a ser una silla, ¿no? —dijo.
—Sí.
—Escalonáis las puntadas.
—Es mi método —contestó él—. Sirve para prevenir rasgaduras con el estiramiento. Además, me parece que queda bonito así.
—Usáis un buen hilo de lino, ¿verdad? ¿Encerado? ¿Y utilizáis un cincel de costura de una cabeza o de dos? No lo vi bien.
—¿Sabéis algo de talabartería? —le preguntó, al tiempo que la miraba con aire desconfiado.
—Por mi tío —repuso—. Me enseñó algunas cosas. Me dejaba trabajar en su taller cuando era pequeña.
—Quizá lo conozca.
Se quedó callada. A pesar de todos los comentarios de Androl respecto a que era buena para llevar una conversación hacia donde quería, había dirigido la que sostenían ahora hacia donde no quería ir.
—¿Y bien? —insistió él—. ¿De dónde es vuestro tío?
—De Kandor.
—¿Sois kandoresa? —inquirió, sorprendido.
—Pues claro que lo soy. ¿Es que no lo parezco?
—Es sólo que me creía capaz de reconocer cualquier acento —contestó Androl mientras tensaba un par de puntadas—. He estado allí. A lo mejor sí conozco a vuestro tío.
—Está muerto. Asesinado por Amigos Siniestros.
Androl se quedo callado.
—Lo siento —dijo después.
—De eso hace ya más de cien años. Echo de menos a mi familia, pero todos habrían muerto a estas alturas aunque los Amigos Siniestros no los hubieran matado. Todos los que conocía allí están muertos.
—En tal caso, mi pesar es más profundo. De verdad.
—Pasó ya hace mucho —manifestó Pevara—. Los recuerdo con cariño, sin que me importune el dolor. ¿Y qué me decíais de vuestra familia? ¿Tenéis hermanos? ¿Sobrinas, sobrinos?
—Unos pocos de cada.
—¿Los veis alguna vez?
Androl la miró de nuevo antes de hablar.
—Intentáis meterme en una conversación amistosa para demostrar que no os sentís incómoda teniéndome cerca. Pero he visto el modo en que vosotras, las Aes Sedai, miráis a personas de mi misma condición.
—Yo no...
—Decid que no os parecemos repulsivos.
—No creo que lo que hacéis sea...
—Una respuesta directa, Pevara.
—Muy bien, de acuerdo. Los hombres que encauzan me hacen sentir incómoda. Vos provocáis que sienta picazón por todas partes, y va en aumento cuanto más tiempo llevo aquí, rodeada por vosotros.
Androl asintió con aire satisfecho por haber conseguido que lo admitiera.
—Sin embargo —prosiguió Pevara—, me siento así porque es algo que se ha ido arraigando en mí a lo largo de décadas. Lo que hacéis es tremendamente anormal, pero vos no me desagradáis. Sois un hombre que intenta hacer las cosas lo mejor posible, y no puedo pensar que eso sea causa de desagrado. En cualquier caso, estoy dispuesta a dejar atrás mis inhibiciones por el bien de todos.
—Es más de lo que había esperado, supongo. —Androl miró hacia los — cristales de la ventana contra los que repiqueteaba la lluvia—. La infección está limpia. De modo que ya no es anormal que un hombre encauce. Ojalá... Cómo me gustaría poder demostrároslo, mujer. —Volvió la vista— hacia ella de repente—. ¿Cómo se crea uno de esos círculos que habéis mencionado?
—Bueno, en realidad nunca lo he llevado a cabo con un encauzador, por supuesto —manifestó Pevara—. Leí algunas cosas antes de venir aquí, pero gran parte de los expedientes que tenemos se basan en meros rumores. Son tantas las cosas que se han perdido... Veamos, para empezar, debéis poneros al filo de abrazar la Fuente, y después tenéis que abriros a mí. Así es como se establece la coligación.
—De acuerdo. Vos no estáis asiendo la Fuente, sin embargo.
Era realmente injusto que un hombre supiera si una mujer asía el Poder Único o no. Pevara abrazó la Fuente y se hinchió del dulce néctar que era el Saidar.
Buscó el contacto con Androl para coligarse con él igual que lo hacía con una mujer. Era así como se suponía que debía empezar, según las anotaciones. Pero no se parecía en nada. El Saidin era un torrente, y lo que había leído era cierto: no le era posible hacer nada con los flujos.
—Funciona; mi poder fluye hacia vos —musitó Androl.
—Sí, pero cuando un hombre y una mujer se coligan es él quien ha de asumir el control. Debéis poneros al frente.
—¿Cómo? —preguntó Androl.
—Lo ignoro. Yo intentaré pasaros la iniciativa ahora. Vos debéis controlar los flujos.
Él la miró y Pevara se preparó para pasarle el control. No obstante, de algún modo, fue él quien lo asió. Pevara se encontró atrapada en la tempestuosa coligación, atraída bruscamente como si le tiraran del pelo y la arrastraran.
La fuerza casi hizo que le castañetearan los dientes, y la sensación fue como si le estuvieran arrancando la piel. Cerró los ojos, hizo una profunda inhalación, y se obligó a no resistirse. Había hecho aquello porque quería; porque podía ser útil. Pero no pudo evitar sentir un instante de pánico.
Estaba coligada con un encauzador, una de las cosas más temibles que conocía. Ahora él tenía control sobre ella, por completo. El poder de Pevara fluyó a través de ella y se derramó en Androl, que dio un respingo.