—¿Y Logain? —susurró Androl.
—No ha venido —respondió el muchacho—. Pero Welyn dice que Logain regresará pronto. Y que se ha reunido con Taim y han resuelto sus diferencias. Welyn no deja de prometer que Logain llegará mañana para demostrarlo. Androl, se acabó. Ahora hemos de admitirlo. Lo han atrapado.
Pevara percibió que Androl coincidía con el chico; y también notó su espanto, espejo del que experimentaba ella misma.
Aviendha se movió a través de los oscuros campamentos en silencio.
Tantos grupos. Debía de haber al menos unas cien mil personas reunidas allí, en Campo de Merrilor. Todas esperando. Como cuando uno inhalaba y contenía la respiración antes de dar un gran salto.
Los Aiel la vieron, pero Aviendha no se acercó a ellos. Los habitantes de las tierras húmedas no repararon en ella, excepto un Guardián que la vio mientras bordeaba el campamento de las Aes Sedai. En aquel campamento había mucho movimiento y actividad. Había ocurrido algo, aunque Aviendha sólo captó fragmentos deslavazados. Algo de un ataque trolloc en algún sitio.
Oyó lo suficiente para determinar que el ataque se había producido en Andor, en la ciudad de Caemlyn. Había preocupación por si los trollocs abandonaban la ciudad y empezaban a arrasar todo el país.
Tenía que saber algo más; ¿danzarían las lanzas esa noche? A lo mejor Elayne compartía con ella todo lo que sabía. Se alejó en silencio del campamento Aes Sedai. Pisar sin hacer ruido en aquellas tierras húmedas, con sus plantas exuberantes, presentaba retos distintos de los de la Tierra de los Tres Pliegues. Allí, el terreno seco a menudo era polvoriento, lo cual amortiguaba el ruido de los pasos. Aquí, una ramita seca podía encontrarse escondida, inexplicablemente, debajo de la hierba húmeda.
Intentó no pensar lo agostada que le parecía esa hierba. Antaño, habría considerado una vegetación exuberante aquellas plantas de tonos pardos. Ahora, sabía que no deberían tener una apariencia tan desvaída y tan... mustia.
Plantas marchitas. Pero ¿qué estaba pensando? Meneó la cabeza y se deslizó, entre las sombras, fuera del campamento Aes Sedai. Se planteó regresar a hurtadillas y sorprender al Guardián —que se encontraba oculto en una grieta tapizada de musgo marchito que había en un antiguo edificio derruido, desde donde vigilaba el perímetro del campamento Aes Sedai—, pero descartó enseguida la idea. Quería reunirse con Elayne y preguntarle los detalles del ataque.
Se aproximó a otro campamento ajetreado, situado al resguardo de las ramas desnudas de un árbol —ignoraba qué clase de árbol era, pero las ramas se extendían mucho a lo ancho y a lo alto— y se deslizó dentro del perímetro vigilado. Un par de habitantes de las tierras húmedas, vestidos de blanco y rojo, se hallaban de «guardia» cerca de una fogata. No captaron su presencia en absoluto, si bien pegaron un brinco y enarbolaron las picas hacia unos matorrales situados a sus buenos treinta pies de distancia cuando un animal los hizo crujir al meterse en ellos.
Aviendha meneó la cabeza con desdén y pasó de largo sin que la vieran.
Adelante. Tenía que seguir adelante. ¿Y qué pasaba con Rand al’Thor y sus planes para el día siguiente? Eran otras preguntas que quería hacerle a Elayne.
Los Aiel precisaban una meta para seguir adelante una vez que Rand al’Thor dejara de necesitarlos. Eso era muy obvio a raíz de sus visiones. Tenía que encontrar una forma de darle eso a su pueblo. Quizá deberían regresar a la Tierra de los Tres Pliegues. Pero... no. No. Se le rompía el corazón, pero debía admitir que si los Aiel hacían eso se dirigirían a sus tumbas. Tal vez su desaparición como pueblo no fuera inmediata, pero llegaría. El mundo cambiante, con nuevos aparatos y nuevas formas de combatir, superaría a los Aiel, y los seanchan jamás los dejarían en paz. Contando con mujeres encauzadoras, no. Y con ejércitos llenos de lanzas que podrían invadirlos en cualquier momento, tampoco.
Se acercaba una patrulla. Aviendha se echó por encima un poco de la maleza parda que había caída para camuflarse y yació junto a un arbusto muerto, totalmente inmóvil. Los guardias pasaron a dos palmos de ella.
«Podríamos atacar a los seanchan ahora —pensó—. En mi visión, los Aiel esperaron casi una generación para atacar, y dejaron que los seanchan reforzaran su posición.»
Los Aiel ya hablaban de los seanchan y el inevitable enfrentamiento que acabaría por llegar. Los seanchan forzarían que ocurriera, susurraba todo el mundo. Excepto que, en su visión, habían pasado los años sin que los seanchan atacaran. ¿Por qué? ¿Qué los habría frenado?
Aviendha se incorporó y cruzó a hurtadillas el sendero por el que los guardias habían pasado. Sacó el cuchillo y lo clavó en el suelo. Lo dejó allí, justo al lado de un farol colgado de un poste, claramente visible incluso para los ojos de un habitante de las tierras húmedas. Luego se deslizó entre las sombras de la noche y se ocultó detrás de la tienda grande, que era a donde se dirigía.
Se agachó y practicó la respiración silenciosa a fin de tranquilizarse a través de la cadencia rítmica. Dentro de la tienda se oían voces apagadas, ansiosas. No sería correcto escuchar a escondidas.
Cuando la patrulla pasó otra vez, se puso de pie. Cuando los oyó gritar al descubrir su cuchillo, se deslizó alrededor de la tienda hacia los faldones de la entrada. Allí, evitando llamar la atención de los guardias, ahora distraídos por la conmoción de hallar allí un arma, alzó uno de los faldones y entró.
Al fondo de la amplia tienda había gente sentada a una mesa alumbrada por una lámpara. Estaban tan absortos en la conversación que no la vieron, así que se acomodó cerca de unos cojines y esperó.
Era muy difícil no oír lo que hablaban, ahora que se encontraba tan cerca.
—¡... hemos de enviar de vuelta a nuestras fuerzas! —barbotó un hombre—. La caída de la capital es un símbolo, majestad. ¡Un símbolo! No podemos abandonar Caemlyn, o toda la nación se hundirá en el caos.
—Subestimáis la fortaleza del pueblo andoreño —repuso Elayne.
Parecía mantener un perfecto control, mostraba una gran firmeza; el cabello rubio rojizo brillaba con intensidad a la luz de la lámpara. Varios de sus comandantes de combate se hallaban detrás de ella, como dando autoridad y estabilidad a la reunión. Aviendha se sintió complacida al ver un brillo fogoso en los ojos de su primera hermana.
—He estado en Caemlyn, lord Lir —prosiguió Elayne—. Y he dejado una pequeña fuerza de soldados allí para que vigile y dé aviso si los trollocs abandonan la ciudad. Nuestros espías utilizan accesos para deambular a escondidas por la ciudad con la misión de descubrir dónde tienen a los cautivos los restantes trollocs. Cuando lo sepamos, organizaremos operaciones de rescate si los trollocs siguen ocupando la ciudad.
—Pero ¿y la propia ciudad? —empezó a gritar lord Lir.
—Caemlyn está perdida, Lir —espetó lady Dyelin—. Seríamos unos necios si intentáramos organizar cualquier tipo de ataque ahora.
Elayne asintió con la cabeza a lo dicho por la noble.
—He celebrado una conferencia con las otras Cabezas Insignes y están de acuerdo con mi valoración. De momento, los refugiados que han huido están a salvo. Los he enviado a Puente Blanco, con guardias. Si aún hubiera gente viva dentro de Caemlyn, intentaremos rescatarla a través de accesos, pero no asignaré todas mis fuerzas a lanzar un ataque general contra las murallas de Caemlyn.
—Pero...
—Tomar la ciudad ahora sería un esfuerzo infructuoso —lo interrumpió Elayne con dureza—. ¡Sé muy bien el daño que se le puede infligir a un ejército que asalte esas murallas! Andor no se desmoronará por la pérdida de una ciudad, por importante que sea esa urbe. —Su rostro semejaba una máscara y su voz sonaba fría como un buen acero templado.
»Los trollocs acabarán abandonando la ciudad —prosiguió—. No ganan nada manteniendo la ocupación. Se morirían de hambre, como poco. Una vez que salgan, podremos combatirlos, y lo haremos en un terreno más propicio. Si lo deseáis, lord Lir, podéis visitar la ciudad vos mismo y comprobar que lo que digo es cierto.