Androl llevó la mano al cuello de la chaqueta, hacia el alfiler prendido en él. No tendría que importarle; ¿qué significaba en realidad?
Pero sí que importaba. Se había pasado toda la vida buscando. Había sido aprendiz de una docena de profesiones diferentes. Había combatido en rebeliones, había navegado por dos mares. Y siempre buscando, buscando algo que era incapaz de definir.
Lo había encontrado cuando viajó a la Torre Negra.
Se sobrepuso al miedo. ¡Así se abrasaran las sombras! Volvió a asir el Saidin y el Poder fluyó en él. Se irguió, quedando cara a cara con Coteren.
El hombre, más corpulento, sonrió y asió también el Poder Único. Mezar se unió a él y, en el centro de la sala, Welyn hizo otro tanto. Nalaam susurraba para sí, preocupado, mientras movía los ojos de un lado a otro. Canler asió el Saidin con aire resignado.
Todo cuanto Androl era capaz de absorber —todo el Poder Único que podía reunir— fluyó en su interior. Era una cantidad minúscula comparada con los otros. Era el más débil de la sala; hasta los reclutas más nuevos podían absorber más que él.
—Así que al final vas a intentarlo, ¿verdad? —preguntó con suavidad Coteren—. Les pedí que te dejaran, porque sabía que antes o después lo intentarías. Quería tener esa satisfacción, paje. Vamos. Ataca. Veamos qué sabes hacer.
Androl trató de hacer lo único que podía: crear un acceso. Para él, eso era algo más allá de los tejidos. Era algo entre él y el Poder, algo íntimo, algo instintivo.
En ese momento, tratar de abrir un acceso era como intentar escalar por un muro de cristal de cien pies de alto con sólo las uñas para agarrarse. Saltó, bregó, lo intentó. No ocurrió nada. Lo sentía tan, tan cerca... Si lograra empujar sólo un poquito más, podría...
Las sombras se alargaron. De nuevo, el pánico hizo presa en él. Prietos los dientes, Androl subió la mano al cuello de la chaqueta y se arrancó el alfiler. Lo arrojó a los pies de Coteren y cayó con un tintineo en el entarimado del suelo.
Después, enterrando la vergüenza bajo una montaña de determinación, soltó el Poder Único y apartó a Mezar de un empujón para salir a la noche. Nalaam, Canler y Pevara lo siguieron anhelantes.
—Androl... —dijo Nalaam—. Lo siento.
Retumbó un trueno. Caminaban chapoteando por los charcos de la calle de tierra.
—No importa —contestó.
—A lo mejor tendríamos que haber luchado —añadió Nalaam—. Algunos de los chicos que había allí nos habrían respaldado; no los tienen a todos en el bolsillo. Una vez, padre y yo luchamos contra seis Sabuesos del Oscuro... Por la Luz sobre mi tumba, vaya si lo hicimos. Si sobrevivimos a eso, podemos vérnoslas con unos cuantos perros Asha’man.
—Nos habrían masacrado —sentenció Androl.
—Pero...
—¡Nos habrían masacrado! —gritó Androl—. No hay que dejarles que escojan el campo de batalla, Nalaam.
—Pero ¿habrá una batalla? —preguntó Canler, que alcanzó a Androl y se puso al otro lado.
—Tienen a Logain —contestó—. No harían las promesas que están haciendo de no ser así. Todo, nuestra rebelión, nuestra posibilidad de unificar la Torre Negra, morirá si lo perdemos a él.
—Así que...
—Así que vamos a rescatarlo —anunció Androl sin dejar de andar—. Esta noche.
Rand trabajaba a la luz suave y regular de una esfera de Saidin. Antes del Monte del Dragón había empezado a eludir este tipo de uso común del Poder Único. Asirlo lo ponía enfermo, y utilizarlo le había revuelto el estómago cada vez más.
Eso había cambiado. El Saidin formaba parte de él y ya no tenía por qué temerlo, ahora que la infección había desaparecido. Y lo más importante: tenía que dejar de pensar en él —y en sí mismo— como una mera arma.
Trabajaría con esferas de luz siempre que fuera posible. Y se proponía estar con Flinn para aprender a Curar. No tenía mucha habilidad para ello, pero aunque fuera poca podría salvar la vida de alguien herido. Con demasiada frecuencia había utilizado esta maravilla —este regalo— para destruir o para matar. No era de extrañar que la gente lo mirara con miedo. ¿Qué diría Tam de ello?
«Supongo que puedo preguntarle», pensó ociosamente mientras escribía una nota en un trozo de papel para acordarse. Todavía le costaba trabajo acostumbrarse a la idea de que Tam estuviera allí, justo un campamento más allá. Había cenado con él unas horas antes. Había sido extraño, pero no más de lo que sería que un rey invitara a su padre, de un pueblo rural, a «cenar». Se habían reído los dos con la idea, y eso le había hecho sentirse mucho mejor.
Rand había dejado que Tam regresara al campamento de Perrin en lugar de verlo recibiendo honores y riquezas. Tam no quería ser aclamado como el padre del Dragón Renacido. Quería ser lo que había sido siempre: Tam al’Thor, un hombre responsable con el que se podía contar desde cualquier punto de vista, pero no un señor noble.
Rand retomó el documento que tenía delante. Los escribientes de Tear le habían aconsejado respecto al lenguaje adecuado, pero había sido él mismo quien lo había escrito; no confiaba en ninguna otra mano —ni en ningunos otros ojos— respecto a este documento.
¿Estaba siendo demasiado cauteloso? Sus enemigos no podían trabajar contra algo que desconocían. Se había vuelto muy desconfiado desde que Semirhage había estado a punto de capturarlo. Eso lo reconocía. Sin embargo, había guardado secretos durante tanto tiempo que resultaba difícil sacarlos a la luz.
Empezó por la parte superior del documento para repasarlo. Una vez, tiempo atrás, Tam había enviado a Rand a examinar el cercado para ver si tenía desperfectos. Rand lo hizo; pero, cuando hubo regresado, Tam volvió a encargarle la misma tarea.
No fue hasta pasar por tercera vez cuando Rand había encontrado el poste que había que reemplazar. Aún ignoraba si Tam sabía lo del poste defectuoso o si su padre sólo había actuado con la prudencia inherente a su carácter.
El documento en el que trabajaba ahora era mucho más importante que un cercado. Volvería a releerlo una docena de veces esa noche en busca de problemas que no había previsto.
Lo malo era que le costaba trabajo concentrarse. Las mujeres se traían algo entre manos. Las sentía a través del núcleo de emoción en el fondo de su mente. Eran cuatro, ya que Alanna seguía allí, en algún punto del norte. Las otras tres habían estado cerca juntas durante toda la noche; ahora se dirigían hacia su tienda y no andaban lejos. ¿Qué tramaban? Si...
Un momento. Una de ellas se había separado de las otras. Casi había llegado. ¿Aviendha?
Rand se puso de pie, caminó hacia la entrada de la tienda y levantó los faldones.
Ella se quedó petrificada justo en la entrada, como si hubiese tenido intención de meterse a hurtadillas en la tienda. Levantó la barbilla y lo miró a los ojos.
De repente, sonaron gritos en la noche. Por primera vez, Rand se dio cuenta de que sus hombres no estaban en la entrada montando guardia. No obstante, las Doncellas se encontraban acampadas cerca de su tienda y parecía que le gritaban a él. No con gozo, como habría sido de esperar. Eran insultos. Tremendos. Algunas gritaban sobre lo que le harían en ciertas partes del cuerpo cuando lo pillaran.
—¿A qué viene esto? —murmuró.
—No lo dicen en serio —explicó Aviendha—. Es un símbolo para ellas porque me apartas de sus filas, pero ya las había dejado yo para unirme a las Sabias. Es... una cosa de las Doncellas. De hecho, es una muestra de respeto. Si no les gustaras, no habrían actuado así.
Aiel tenían que ser.
—Un momento, ¿y cómo te he apartado de ellas? —preguntó luego, extrañado.
Aviendha lo miró a los ojos, pero tenía las mejillas encendidas. ¿Aviendha sonrojada? Eso sí que era inesperado.
—Deberías haberlo entendido ya —le dijo ella—. Si hubieses prestado atención a lo que te dije sobre nosotros...