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—Lamentablemente, tienes un alumno que es un completo zopenco.

—Pues entonces ese alumno tiene suerte de que haya decidido ampliar mis lecciones de adiestramiento. —Se acercó un paso a él—. Hay muchas cosas que aún tengo que enseñarte. —La rojez de las mejillas se hizo más intensa.

Luz. Era preciosa. Pero también lo era Elayne... Y también Min... Y...

Era estúpido. Un idiota redomado.

—Aviendha, te amo, te quiero de verdad. ¡Pero hay un problema, maldita sea! Os amo a las tres. No creo que pueda aceptar esto y elegir...

Inesperadamente, ella se echó a reír.

—Eres un zoquete, ¿verdad, Rand al’Thor?

—Con mucha frecuencia. Pero ¿eso qué...?

—Somos primeras hermanas, Rand al’Thor, Elayne y yo. Cuando la conozcamos mejor, más a fondo, Min lo será también. Las tres compartimos todo.

¿Primeras hermanas? Debería haberlo sospechado, tras aquella extraña vinculación. Se llevó una mano a la cabeza. Te compartiremos, le habían dicho.

Dejar a cuatro mujeres vinculadas con sus sufrimientos ya era bastante malo, pero ¿a tres mujeres que lo amaban? ¡Luz, él no quería causarles dolor!

—Dicen que has cambiado —comentó Aviendha—. Han sido tantos a los que se lo he oído decir en tan corto tiempo desde mi regreso que casi me harté de oír hablar de ti. Bueno, puede que la expresión de tu rostro sea sosegada, pero no ocurre lo mismo con tus emociones. ¿Tan terrible te parece estar con nosotras tres?

—Lo deseo, Aviendha. Y debería avergonzarme por ello. Pero el dolor...

—Lo has abrazado, ¿cierto?

—Lo que temo no es mi dolor, sino el vuestro.

—¿Es que somos tan débiles, pues, que no podemos soportar lo que puedes soportar tú?

Esa mirada en sus ojos era perturbadora.

—Pues claro que no lo sois —contestó Rand—. Mas ¿cómo puedo aceptar el dolor de quienes amo?

—El dolor es nuestro y somos nosotras quienes decidimos aceptarlo —argumentó ella al tiempo que alzaba la barbilla—. Rand al’Thor, tu decisión es sencilla, aunque te empeñas en hacerla difícil. Elige sí o no. Pero ¡cuidado! Es a las tres o a ninguna. No permitiremos que te interpongas entre nosotras.

Rand vaciló y después —sintiéndose un redomado libertino— la besó. Detrás, las Doncellas —que él no se había dado cuenta de que observaban la escena— empezaron a gritar insultos con más fuerza, aunque ahora se les notaba una alegría incongruente. Se apartó y sostuvo la cara de Aviendha en el hueco de la mano.

—Sois unas malditas estúpidas. Las tres.

—Entonces está bien. Somos tus iguales. Deberías saber que ahora soy una Sabia.

—En tal caso, quizá no seamos iguales —le contestó Rand—, porque yo acabo de empezar a comprender qué poca sabiduría poseo.

Aviendha resopló con desdén.

—Basta de hablar y llévame al lecho.

—¡Luz! Un poco atrevido, ¿no? ¿Es ése el modo Aiel de hacer las cosas?

—No. —Ella se sonrojó otra vez—. Es que... No soy muy experta en estas lides.

—Vosotras lo decidisteis, ¿no es así? Me refiero a cuál de las tres vendría a mí, ¿no?

Ella vaciló antes de asentir con la cabeza.

—Y yo nunca voy a tener ocasión de elegir, ¿verdad?

Esta vez Aviendha meneó la cabeza para negar.

Rand se echó a reír y la atrajo hacia sí. Al principio la notó tensa, pero enseguida se fundió con él.

—Entonces, ¿voy a tener que luchar con ellas primero? —Señaló con un gesto hacia las Doncellas.

—Eso es sólo para la boda, si decidimos que eres merecedor de casarte, varón ignorante. Y serán nuestras familias, no miembros de nuestra asociación. No hiciste mucho caso de las lecciones, ¿cierto?

Rand bajó la vista hacia ella.

—Bueno, me alegra no tener que luchar. No estoy seguro de cuánto tiempo tenemos y confiaba en poder dormir un rato esta noche. Aun así... —Dejó la frase sin acabar al mirarla a los ojos—. No voy a dormir nada, ¿a que no?

Ella negó de nuevo con la cabeza.

—En fin. Al menos esta vez no tendré que preocuparme de que te quedes congelada hasta morir.

—No. Pero podría ser que me muriera de aburrimiento, Rand al’Thor, si no dejas de divagar.

Lo asió por el brazo y con suavidad, pero con firmeza, tiró de él hacia el interior de la tienda; los gritos de las Doncellas se hicieron más estruendosos, más insultantes y más entusiastas.

—Sospecho que la razón es algún tipo de ter’angreal — dijo Pevara.

Estaba agachada agazapada con Androl en el cuarto trasero de uno de los almacenes generales de la Torre Negra, y no encontraba muy cómoda esa postura. El cuarto olía a polvo, grano y madera. La mayoría de los edificios de la Torre Negra eran nuevos y ése no era una excepción, con las tablas de cedro del suelo todavía recientes.

—¿Conocéis un ter’angreal que impida abrir accesos? — preguntó Androl.

—Específicamente, no. —Pevara buscó una postura más cómoda—. Pero es algo aceptado que lo que sabemos sobre los ter’angreal constituye sólo una pequeña parte de lo que se sabía antaño. Debe de haber miles de tipos distintos de ter’angreal, y si Taim es un Amigo Siniestro, tendrá acceso a los Renegados, que seguramente le explicarán el uso y la interpretación de cosas que nosotros sólo imaginamos.

—Así que tenemos que encontrar ese ter’angreal — dijo Androl—. Bloquearlo o, al menos, deducir cómo funciona.

—¿Y escapar? —añadió Pevara—. ¿Todavía no habéis llegado a la conclusión de que huir sería una mala alternativa?

—Bueno... sí —admitió Androl.

Ella se concentró y logró captar vislumbres de lo que el hombre pensaba. Había oído decir que el vínculo con el Guardián permitía una conexión empática. Él... Sí, en verdad deseaba poder abrir accesos. Se sentía inerme sin ellos.

—Es mi Talento —dijo Androl a regañadientes; sabía que ella acabaría por dar con la razón—. Puedo hacer accesos. Al menos, podía.

—¿De veras? ¿Con vuestro nivel de fuerza en el Poder Único?

—¿Queréis decir con la casi total falta de ella? —preguntó.

Pevara percibía un poco de lo que él pensaba. Aunque aceptaba su debilidad, le preocupaba que eso lo hiciera poco apto para dirigir a los demás. Era una mezcla curiosa de autoestima e inseguridad.

—Sí —continuó Androl—. Viajar requiere mucha fuerza en el Poder Único, pero soy capaz de abrir accesos grandes. Antes de que las cosas dejaran de funcionar, el acceso más grande que llegué a hacer tenía treinta pies de ancho.

—Sin duda estáis exagerando —comentó Pevara mientras parpadeaba.

—Os lo demostraría, si fuera posible.

Parecía sincero. O decía la verdad o su convencimiento se debía a la locura. La Aes Sedai permaneció callada, sin saber muy bien cómo plantear aquello.

—No importa —dijo él—. Sé que... me pasan cosas raras. Nos ocurre a casi todos. Podéis preguntar a los otros lo de mis accesos. Hay una razón por la que Coteren me llama paje. Se debe a que lo único en lo que soy bueno es en facilitar que la gente se desplace de un lugar a otro.

—Es un Talento extraordinario, Androl. Estoy segura de que a la Torre le encantaría estudiarlo. Me pregunto cuánta gente nacería con ese Talento, pero no se supo nunca porque los tejidos de Viajar eran desconocidos.

—No pienso ir a la Torre Blanca, Pevara —afirmó, y puso énfasis en la palabra «Blanca».

Ella cambió de tema.

—Echáis de menos Viajar y, sin embargo, no queréis dejar la Torre Negra. Por lo tanto, ¿qué importancia tiene ese ter’angreal?

—Los accesos serían... útiles.

—Pero si no vamos a ir a ninguna parte... —protestó Pevara.

—Os sorprenderíais —dijo él.

Alzó la cabeza para asomarse por el borde del alféizar y echar un vistazo al callejón. Fuera lloviznaba; por fin había cesado el aguacero. Sin embargo, el cielo seguía oscuro. El alba aún tardaría unas pocas horas en llegar.