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—Mercenarios —gruñó Sandip—. Hemos pasado junto a varios grupos. Ninguno de ellos parecía inclinado a mover un dedo.

—Eso ya lo veremos —respondió Talmanes.

Por las puertas de la ciudad seguía saliendo mucha gente que tosía y aferraba sus exiguas pertenencias sin soltar de la mano a los niños llorosos. Esa marea de refugiados aún tardaría en menguar. Caemlyn estaba tan llena como una taberna en día de mercado; los que tuvieran la suerte de escapar sólo serían una pequeña parte en comparación con los que aún quedarían dentro.

—Talmanes, dentro de poco esta ciudad se va a convertir en una trampa mortal —dijo Sandip sin alzar la voz—. No hay bastantes salidas. Si dejamos que la Compañía se quede atrapada dentro...

—Lo sé, pero...

En las puertas, una repentina agitación se propagó entre la multitud de refugiados. Casi era una sensación física, un estremecimiento. Los gritos se hicieron más intensos. Talmanes miró hacia atrás y atisbó unas figuras grandes y pesadas que se movían en las sombras de la puerta.

—¡Luz! —exclamó Sandip—. ¿Qué es eso?

—Trollocs —contestó Talmanes, que había hecho dar la vuelta a Selfar—. ¡Luz! Intentan apoderarse de la puerta para impedir que salgan los refugiados.

Había cinco salidas de la ciudad; si los trollocs se hacían con todas ellas... Aquello ya era una carnicería, pero si los trollocs lograban impedir que la aterrada multitud huyera, la situación sería aún más peliaguda.

—¡Que los hombres se apresuren! —gritó Talmanes—. ¡Todos hacia la puerta de la ciudad! —Taconeó a Selfar para ponerlo a galope.

En cualquier otro lado, el edificio se habría considerado una posada, aunque Isam nunca había visto a nadie dentro excepto las mujeres de mirada apagada que cuidaban los contados y deslucidos cuartos y preparaban comidas insípidas. A ese lugar nadie iba buscando comodidad ni animación. Isam se hallaba sentado en una dura banqueta, junto a una mesa de pino tan desgastada por el paso del tiempo que a buen seguro ya era vieja antes de que él naciera. Procuró no tocar mucho la superficie so riesgo de acabar con más astillas en los dedos que lanzas en las manos de un Aiel.

La abollada taza de estaño de Isam estaba llena de un líquido oscuro, aunque él no había bebido nada. Se encontraba junto a una pared, lo bastante cerca de la única ventana de la posada para vigilar la calle de tierra que había fuera, apenas iluminada en la noche por unos pocos farolillos colgados en la fachada de los edificios. Isam cuidaba mucho de no dejarse ver a través del sucio cristal. En ningún momento miró directamente hacia el exterior. Siempre era mejor no llamar la atención en la Ciudad.

Ése era el único nombre que tenía aquel lugar, si es que podía decirse que tuviera alguno. Los desvencijados edificios se habían levantado y reemplazado incontables veces a lo largo de más de dos mil años. En la actualidad parecía una población de buen tamaño, si uno miraba con los ojos entrecerrados. La mayoría de los edificios los habían construido prisioneros, quienes a menudo sabían poco o nada de ese oficio. Su trabajo había estado supervisado por hombres tan ajenos como ellos a tales quehaceres. Un número considerable de casas parecían sostenerse de pie gracias a las que tenían a ambos lados.

El sudor resbaló por la cara de Isam mientras él vigilaba subrepticiamente la calle. ¿Cuál de ellos acudiría a reunirse con él?

A lo lejos apenas se distinguía la silueta de una montaña que escindía el cielo nocturno. Fuera, en alguna parte de la Ciudad, sonaba el golpeteo de metal contra metal como latidos acerados. En la calle se movieron unas figuras. Hombres encapuchados o envueltos en capas y con el rostro tapado hasta los ojos tras velos rojos como sangre.

Isam tuvo cuidado de no demorar la mirada en ellos.

Retumbó un trueno. Las laderas de esa montaña estaban llenas de extraños rayos que se descargaban hacia arriba, en dirección a las omnipresentes nubes grises. Pocos humanos conocían la existencia de esta Ciudad cercana al valle de Thakan’dar, con Shayol Ghul cernido amenazadoramente sobre ella. Unos pocos habían oído rumores. A Isam no le habría importado contarse entre los ignorantes.

Otros hombres pasaron. Velos rojos. Siempre los llevaban levantados. Bueno, casi siempre. Si veías que uno de ellos se lo bajaba, más te valía matarlo. Porque, si no lo hacías, él te mataría a ti. La mayoría de los hombres de velo rojo no parecían tener otra razón para estar fuera que intercambiar miradas ceñudas entre ellos y tal vez patear a los numerosos perros vagabundos —asilvestrados y en los huesos— cada vez que alguno se cruzaba en su camino. Las contadas mujeres que habían abandonado el refugio de sus casas corrían apresuradas por el margen de la calle, gacha la mirada. No se veían niños y lo más probable era que hubiera muy pocos allí. La Ciudad no era lugar para niños. Isam lo sabía. Había crecido allí desde la infancia.

Uno de los hombres que pasaba por la calle alzó la vista hacia la ventana de Isam y se paró. Isam se quedó muy quieto. Los Samma N’Sei — los Cegadores— habían sido siempre quisquillosos y arrogantes. A decir verdad, el término «quisquillosos» no les hacía justicia. Un simple arranque o un antojo arbitrario bastaban para que le clavaran un cuchillo a alguno de los Sin Talento. Por lo general, era uno de los sirvientes el que pagaba el pato. Por lo general.

El hombre del velo rojo siguió observándolo. Isam controló el nerviosismo y evitó hacer el alarde de sostenerle la mirada. El requerimiento para que acudiera allí era urgente y uno no pasaba por alto cosas así si quería seguir vivo. Con todo... Si ese hombre daba un paso hacia el edificio, Isam se escabulliría en el Tel’aran’rhiod con la tranquilidad de saber que ni siquiera uno de los Elegidos lo seguiría desde allí.

El Samma N’Sei le dio la espalda a la ventana de forma repentina. En un visto y no visto, se alejó del edificio con rápidas zancadas. Isam sintió aflojarse la tensión que lo había atenazado, aunque en realidad nunca desaparecería del todo; no en ese lugar. Ese sitio no era su hogar, a pesar de que su infancia hubiera transcurrido allí. Ese sitio era la muerte.

Un movimiento. Isam echó un vistazo al final de la calle. Otro hombre alto, con chaqueta y capa negras y el rostro al descubierto, caminaba en su dirección. Increíblemente, la calle se estaba quedando desierta porque los Samma N’Sei salían de ella a toda velocidad por otras calles y callejas.

De modo que era Moridin. Isam no había presenciado lo ocurrido en la primera visita del Elegido a la Ciudad. Los Samma N’Sei habían tomado a Moridin por uno de los Sin Talento hasta que el Elegido les demostró su error. Las restricciones que los coartaban a ellos no contaban para él.

El número de Samma N’Sei muertos variaba según las fuentes, pero nunca bajaba de una docena. Por lo que Isam había visto, se podía dar crédito a lo que se contaba.

Cuando Moridin llegó a la altura de la posada, la calle había quedado desierta a excepción de los perros. Moridin siguió adelante e Isam lo observó mientras pasaba, pero sin que resultara obvio. Moridin no daba muestras de sentir interés por él ni por la posada, que era donde Isam debía esperar, según las instrucciones recibidas. Quizás el Elegido tenía otros asuntos que tratar e Isam había sido una idea de último momento.

Cuando Moridin hubo pasado, Isam echó por fin un trago de la bebida oscura que tenía delante. Los que vivían allí la llamaban «fuego», sin más. Estaba a la altura del nombre. Se suponía que guardaba relación con algún tipo de bebida del Yermo. Como todo lo demás en la Ciudad, era una versión corrupta del original.

¿Cuánto iba a hacerlo esperar Moridin? A Isam no le gustaba estar allí. Le recordaba demasiado su infancia. Pasó una criada —una mujer con un vestido tan raído que prácticamente era un guiñapo— y soltó un plato en la mesa con brusquedad. No intercambiaron una sola palabra.