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—¡Por la Luz, Aviendha! ¿Por qué tienes que acercarte a mí a hurtadillas, para empezar?

—Por esto —dijo, tras lo cual saltó hacia adelante, lo agarró por la cabeza y lo besó con el cuerpo pegado al suyo.

Rand se relajó y dejó que el beso se prolongara.

—No me sorprende —murmuró en torno a los labios de ella— que esto sea mucho más divertido ahora que no tengo que preocuparme por si me congelo trocito a trocito mientras lo hago.

—No deberías referirte a ese suceso, Rand al’Thor —dijo Aviendha al tiempo que se retiraba.

—Pero...

—He pagado mi toh, y ahora soy primera hermana de Elayne. No me recuerdes una vergüenza que está olvidada.

¿Vergüenza? ¿Por qué tenía que sentirse avergonzada de eso justo ahora, cuando...? Rand meneó la cabeza. Era capaz de sentir respirar a la tierra, de sentir un escarabajo en una hoja a media legua de distancia, pero a veces era incapaz de comprender a los Aiel. O quizás era sólo a las mujeres.

En este caso, probablemente era ambas cosas.

Aviendha vaciló y se paró junto al barril de la tienda que contenía agua dulce.

—Supongo que no tenemos tiempo para tomar un baño —dijo luego.

—Oh, ¿ahora te gustan los baños?

—Los he aceptado como una parte de la vida —repuso ella—. Si voy a vivir en las tierras húmedas, entonces adoptaré algunas de sus costumbres. Cuando no sean absurdas. —Su tono revelaba que consideraba como tales la mayoría de ellas.

—¿Qué pasa? —preguntó Rand, que se acercó a ella.

—¿Pasar?

—Hay algo que te incomoda, Aviendha. Lo veo, lo noto en ti.

Ella lo observó con expresión crítica. Luz, qué hermosa era.

—Era mucho más fácil manejarte antes de que recibieras la antigua sabiduría de tu yo anterior, Rand al’Thor —le dijo.

—¿En serio? —preguntó, sonriente—. Tú no te comportabas así por entonces.

—Eso ocurrió cuando era inocente como una niña, sin experiencia en la ilimitada capacidad de Rand al’Thor para ser frustrante. —Metió las manos en el agua y se lavó la cara—. Menos mal; de haber sabido algo de lo que me esperaba contigo, a lo mejor me habría vestido de blanco para no quitármelo jamás.

Rand sonrió; luego encauzó y tejió Agua de forma que sacó el líquido del barril en un chorro. Aviendha se retiró un paso y observó con curiosidad.

—Parece que ya no te molesta la idea de que un hombre encauce —comentó él mientras removía el agua en el aire y la calentaba con un hilo de Fuego.

—Ya no hay motivo para que me moleste. Si fuera a sentirme incómoda cuando encauzases, me estaría comportando como un hombre que se niega a olvidar un episodio vergonzoso de una mujer después de que ella haya cumplido con su toh. —Lo miró con fijeza.

—Ni se me ocurre que alguien pueda ser tan grosero —dijo Rand, que se quitó la bata y se acercó a ella—. Ven. Ésta es una reliquia de esa «antigua sabiduría» que por lo visto te parece tan frustrante.

Acercó el agua, que estaba a una temperatura perfecta, y la dejó caer sobre ellos en una densa y rápida rociada. Aviendha dio un respingo y se aferró a su brazo. Puede que se empezara a sentir más cómoda con las costumbres de las tierras húmedas, pero el agua todavía despertaba en ella una sensación incómoda y reverente.

Rand agarró un poco de jabón con Aire y lo mezcló con el agua para después lanzar un torbellino de burbujas que les envolvió el cuerpo y les tiró del cabello hacia arriba, de forma que retorció el de Aviendha como una columna antes de dejarlo caer con suavidad sobre los hombros de la mujer.

Rand usó otra rociada de agua caliente para quitar el jabón y después secó gran parte del agua dejándolos húmedos, pero no empapados. Volvió a echar el agua en el barril y, con un punto de renuencia, soltó el Saidin. Aviendha jadeaba.

—Eso... Eso ha sido totalmente estúpido e irresponsable —dijo cuando pudo hablar.

—Gracias. —Rand cogió una toalla y se la echó por el aire—. Seguro que la mayoría de las cosas que hacíamos durante la Era de Leyenda te parecerían estúpidas e irresponsables. Eran otros tiempos, Aviendha. Había muchos más encauzadores y nos entrenaban desde temprana edad. No necesitábamos saber cosas como las artes militares o cómo matar. Habíamos eliminado el dolor, el hambre, el sufrimiento, la guerra. En cambio, usábamos el Poder Único para cosas que podrían parecer corrientes.

—Suponíais que habíais eliminado la guerra —dijo Aviendha con un gesto desdeñoso—. Os equivocabais. Y esa ignorancia os debilitó.

—En efecto. Sin embargo, no sé si habría querido cambiar las cosas. Fueron muchos años buenos. Buenas décadas, buenos siglos. Creíamos vivir en el paraíso. Quizás esa idea fuera nuestra perdición. Queríamos que nuestra vida fuera perfecta, así que hacíamos caso omiso de las imperfecciones. Los problemas se agravaron por falta de atención, y puede que la guerra hubiera sido inevitable aunque la Perforación no hubiera ocurrido. —Se secó con una toalla.

—Rand —Aviendha se acercó a él—, hoy te haré una petición.—

Posó la mano en su brazo. La piel de la palma era áspera, encallecida por su época como Doncella. Aviendha no sería jamás una delicada dama, como las de las cortes de Cairhien o de Tear. A Rand le parecía muy bien eso. Las de ella eran manos que sabían lo que era el trabajo.

—¿Qué petición? —preguntó—. No sé si hoy sería capaz de negarte algo, Aviendha.

—Aún no estoy segura de lo que será.

—No te entiendo.

—No tienes que entender. Y tampoco tienes que prometerme que aceptarás. Creía que debía advertírtelo, ya que uno no debe tender una emboscada a su amante. Mi petición te exigirá cambiar los planes que tienes, quizá de un modo drástico, y será importante.

—Está bien...

Ella asintió con la cabeza, tan inescrutable como siempre, y empezó a recoger la ropa para vestirse.

En su sueño, Egwene caminó alrededor de una columna de roca cristalizada. Casi parecía un pilar de luz. ¿Qué significaría? No sabía interpretarlo.

La visión cambió y encontró una esfera. El mundo, supo de algún modo. Agrietándose. Frenética, lo ató con cuerdas en un intento de mantenerlo en una pieza. Podía evitar que se rompiera, pero le costaba mucho esfuerzo...

Se difuminó en el sueño y ella se despertó con un sobresalto. Abrazó la Fuente al instante y tejió una luz. ¿Dónde se encontraba?

Llevaba un camisón y estaba acostada en la cama, de vuelta en la Torre Blanca. No en sus aposentos, que todavía seguían en malas condiciones a raíz del ataque de los asesinos. En su estudio tenía un pequeño dormitorio, y se había acostado allí.

La cabeza le palpitaba de dolor. Recordaba vagamente tener los ojos cansados y llorosos la noche antes, mientras escuchaba en su tienda de Campo de Merrilor los informes sobre la caída de Caemlyn. En algún momento, a altas horas de la noche, Gawyn había insistido en que Nynaeve hiciera un acceso a la Torre Blanca para que Egwene pudiera descansar en una cama, en lugar de un jergón en el suelo.

Rezongando para sus adentros, se levantó. Probablemente Gawyn había tenido razón, aunque Egwene recordaba haberse sentido muy enfadada por el tono de voz que había empleado. Nadie lo había llamado al orden, ni siquiera Nynaeve. Se frotó las sienes. El dolor de cabeza no era tan malo como los que había sufrido cuando Halima la había estado «cuidando», pero era bastante fuerte. Sin duda, ésa era la forma en que el cuerpo mostraba su protesta por la falta de sueño que había acumulado en las últimas semanas.

Un poco más tarde —aseada, vestida y sintiéndose un poco mejor— abandonó el cuarto y encontró a Gawyn sentado al escritorio de Silviana; examinaba un informe sin hacer caso de la novicia que estaba plantada cerca de la puerta.

—Silviana te colgaría en la ventana atado por los dedos gordos de los pies si te viera haciendo eso —dijo con sequedad.