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«Mantente firme», se exhortó.

Era terrible tener que considerar quién apoyaba a quién, pero era su obligación hacerlo así. Rand no podía dirigir personalmente la Última Batalla, como sin duda querría hacer. Su misión sería luchar con el Oscuro; no tenía ni la presencia de ánimo ni el tiempo necesario para actuar también como comandante general. Egwene se proponía que la Torre Blanca saliera de esta reunión designada como la mano que lideraría a las fuerzas agrupadas contra la Sombra, y no renunciaría a su responsabilidad respecto a los sellos.

¿Hasta dónde podía confiar en el hombre en que Rand se había convertido? No era el Rand con el que había crecido. Era más parecido al Rand que había conocido en el Yermo de Aiel, sólo que más seguro de sí mismo. Y quizá más astuto. Había adquirido una gran habilidad en el Juego de las Casas.

Ninguno de esos cambios en él eran cosas terribles, suponiendo que aún fuera posible razonar con él.

«¿Es ésa la bandera de Arad Doman?», pensó, sorprendida. No era una bandera cualquiera, sino la del rey, lo cual indicaba que el monarca cabalgaba con las fuerzas que acababan de llegar al campo. ¿Habría ascendido por fin Rodel Ituralde al trono, o Rand había elegido a otro? La insignia del rey domani ondeaba al lado de la de Davram Bashere, tío de la reina de Saldaea.

—Luz. —Gawyn acercó su caballo al de ella—. Esa bandera...

—La veo. Tendré que presionar a Siuan para que me diga si sus informadores le han notificado quién ha subido al trono. Me temía que los domani cabalgaran a la batalla sin un cabecilla.

—No me refería a los domani, sino a eso.

Egwene siguió con la mirada lo que señalaba Gawyn. Otro contingente se aproximaba avanzando con aparente prisa bajo el estandarte del Toro Rojo.

—Murandy —dijo Egwene—. Qué curioso. Por fin Roedran ha decidido unirse al resto del mundo.

Los recién llegados murandianos ofrecían un espectáculo mayor de lo que probablemente merecían. Al menos su atuendo era bonito: túnicas amarillas y rojas sobre cota de malla; yelmos de latón con alas amplias. En los anchos cinturones se veía el emblema del toro embistiendo. Mantuvieron las distancias con los andoreños y dieron un rodeo por detrás de las fuerzas Aiel para acercarse desde el noroeste.

Egwene miró hacia el campamento de Rand. Aún no había señales del Dragón.

—Ven —dijo mientras tocaba con los talones a Tamiz para que echara a andar hacia la fuerza murandiana.

Gawyn se situó a su lado y Chubai encabezó una tropa de veinte soldados como guardia personal.

Roedran era un hombre corpulento envuelto en rojo y oro; Egwene casi podía oía los gemidos del caballo del monarca con cada paso que daba. Tenía el cabello ralo, más blanco que negro, y la observó con una inesperada mirada perspicaz. El rey de Murandy era poco más que gobernante de una ciudad, Lugard, pero los informes de Egwene apuntaban que ese hombre no lo estaba haciendo mal en cuanto a expandir su dominio. Disponiendo de unos pocos años, seguramente podría tener un reino al que llamar suyo.

Roedran levantó una mano carnosa para detener su procesión. Egwene refrenó al caballo y esperó a que el monarca se aproximara a ella como era de rigor. Él no lo hizo.

Gawyn masculló una maldición. Egwene dejó que una sonrisa se le dibujara en los labios. Los Guardianes podían ser útiles, aunque sólo fuera para expresar lo que una no debía hacer. Por fin, taloneó al caballo para que avanzara.

—Así que sois la nueva Amyrlin. —Roedran le echó un vistazo—. Una andoreña.

—La Amyrlin no tiene nacionalidad —repuso Egwene con frialdad—. Despierta mi curiosidad que os encontréis aquí, Roedran. ¿Cuándo os envió una invitación el Dragón?

—No lo hizo. —Roedran llamó con un gesto de la mano a un copero para que le sirviera vino—. Pensé que iba siendo hora de que Murandy dejara de estar excluida de los acontecimientos.

—¿Y a través de qué accesos llegasteis? Seguro que no cruzasteis Andor para llegar hasta aquí.

Roedran vaciló.

—Vinisteis desde el sur —dijo Egwene mientras lo observaba con una mirada escrutadora—. Por Andor. ¿Elayne os mandó llamar?

—No me mandó nada —espetó Roedran—. La maldita reina me prometió que si apoyaba su causa anunciaría una proclamación de intenciones prometiendo no invadir Murandy. —Se calló, vacilante—. Además, tenía curiosidad por ver a este falso Dragón. Todo el mundo parece haber perdido el juicio en lo referente a él.

—Sabéis lo que va a tratarse en esta reunión, ¿verdad?

—Pues de disuadir a este hombre para que ponga freno a su afán de conquistas, o algo por el estilo —respondió él al tiempo que meneaba la mano en un gesto displicente.

—No está mal. —Egwene se echó hacia adelante—. He oído que la consolidación de vuestro reinado va por buen camino, y que es posible que Lugard ejerza verdadera autoridad en Murandy por primera vez.

—Sí —respondió Roedran, que se sentó más erguido en la silla—. Eso es verdad.

Egwene se inclinó un poco más.

—Sois bienvenido —dijo con suavidad—. Y no hay de qué —añadió con una sonrisa, como si hablara con segundas.

Hizo dar media vuelta a Tamiz y se alejó, seguida por su séquito.

—Egwene, ¿de verdad acabas de hacer lo que parece? —le preguntó en voz baja Gawyn, que había puesto su caballo a la altura del de ella.

—¿Te parece que está preocupado? —preguntó Egwene a su vez.

—Mucho —contestó Gawyn tras mirar hacia atrás.

—Excelente.

Gawyn cabalgó en silencio un momento y entonces esbozó una amplia sonrisa.

—Eso ha sido absolutamente malvado.

—Es tan groseramente zafio como decían de él los informes —dijo Egwene—. Que pase unas cuantas noches en vela preguntándose de qué forma ha estado moviendo la Torre Blanca los hilos de su reino. Si me siento especialmente vengativa, amañaré unos cuantos secretos para que los descubra. Bien, pues, ¿dónde se ha metido ese pastor? Tiene la audacia de exigir que todos nos...

Dejó la frase sin acabar cuando lo vio acercarse al punto de reunión. Caminaba a través de un pastizal marchito, vestido de rojo y oro. Un fardo enorme flotaba en el aire a su lado, sostenido por tejidos que eran invisibles para ella.

La hierba reverdecía a sus pies.

Era una transformación paulatina. Allí donde pisaba, el césped se recobraba y se extendía a partir de él como una suave oleada de luz colándose por los postigos. Los hombres se echaban hacia atrás; los caballos pateaban el suelo. En cuestión de minutos, todo el círculo de tropas se encontraba sobre hierba revivida.

¿Cuánto hacía que no veía un prado verde? Egwene, que había contenido la respiración, soltó el aire despacio. Parte de la penumbra debida al cielo plomizo hacía desaparecido.

—Daría un buen puñado de dinero por saber cómo hace eso —masculló entre dientes.

—¿Algún tejido? —sugirió Gawyn—. Yo he visto Aes Sedai que hacían brotar flores en invierno.

—No sé de ningún tejido que tenga un alcance tan grande —contestó Egwene—. La sensación es de ser tan... natural. Ve a ver si consigues descubrir qué es lo que hace. A lo mejor una de las Aes Sedai con Guardianes Asha’man te revela la verdad.

Gawyn asintió con un cabeceo y se marchó disimuladamente.

Rand caminaba con tranquilidad, con decisión. El fardo de tela que transportaba con Aire empezó a desenrollarse delante de él. Grandes franjas de lona ondearon en el aire y se trenzaron unas con otras dejando tras de sí largas estelas. Mástiles de madera y postes de metal salieron del enorme envoltorio y Rand los asió con hilos de Aire invisibles y los hizo girar.

En ningún momento cambió el ritmo del paso. No miró el torbellino de tela, madera y hierro mientras la lona ondulaba delante de él como un pez de las profundidades. Pequeños terrones se levantaron del suelo. Algunos soldados brincaron.

«Se ha convertido en todo un experto en dar un espectáculo», pensó Egwene mientras los postes giraban y se metían en los agujeros del suelo. Amplias bandas de tela se envolvieron alrededor de los postes y se ataron. En cuestión de segundos, un pabellón gigantesco estaba montado; la bandera del Dragón ondeaba a un extremo y la bandera con el antiguo símbolo Aes Sedai lo hacía en el otro.