Rand no se detuvo al llegar al pabellón, y los laterales de lona se apartaron para dejarlo pasar.
—Cada uno de vosotros puede traer a cinco acompañantes —anunció mientras entraba.
—Silviana, Saerin, Romanda, Lelaine —dijo Egwene—. Gawyn será el quinto cuando regrese.
Las Asentadas que se quedaban atrás soportaron en silencio la decisión. No podían protestar porque eligiera a su Guardián para protección y a su Guardiana para tener apoyo. Las otras tres que había elegido estaban consideradas por la mayoría de las hermanas entre las más influyentes en la Torre, y de las cuatro en total había dos Aes Sedai de Salidar y dos partidarias de la Torre Blanca.
Los otros dirigentes permitieron que Egwene entrara antes que ellos. Todos eran conscientes de que ese enfrentamiento era, en el fondo, entre Rand y ella. O, más bien, entre el Dragón y la Sede Amyrlin.
Dentro del pabellón no había sillas, aunque Rand tenía colgadas esferas de luz en los rincones, y un Asha’man dejó una mesa pequeña en el centro. Egwene hizo un recuento rápido. Trece esferas luminosas.
Rand se encontraba de cara a ella, con los brazos en la espalda, asiendo con la única mano el otro antebrazo, como había tomado por costumbre hacer. Min se hallaba a su lado, con una mano en el brazo de Rand.
—Madre —empezó él al tiempo que hacía una inclinación de cabeza.
Así que fingiría un trato de respeto. Egwene respondió con un saludo semejante.
—Lord Dragón —dijo.
Los otros dirigentes y sus reducidos séquitos entraron a continuación, muchos haciéndolo con timidez, hasta que llegó Elayne y el pesar reflejado en su rostro se aligeró cuando él le dirigió una cálida sonrisa. Esa cabeza hueca todavía estaba impresionada con Rand, complacida por el modo en que había logrado intimidar a todos para que acudieran allí. Elayne lo consideraba una cuestión de orgullo cuando él lo hacía bien.
«¿Y tú no sientes orgullo en cierta medida? —se preguntó a sí misma—. Rand al’Thor, otrora un simple chico de pueblo y casi tu prometido, es ahora el hombre más poderoso del mundo. ¿No te sientes orgullosa de lo que ha hecho?»
Un poco, quizá.
Entraron los fronterizos, encabezados por el rey Easar de Shienar, y en ellos no había nada de timidez. A continuación, los domani, dirigidos por un hombre mayor que Egwene no conocía.
—Alsalam —le susurró Silviana con aparente sorpresa—. Ha regresado.
Egwene frunció el entrecejo. ¿Por qué ninguno de sus informadores le había dicho que Alsalam había aparecido? Luz. ¿Sabía Rand que la Torre Blanca había intentado tomarlo bajo su custodia? Ella misma no había descubierto ese hecho hasta pocos días atrás, enterrado en un montón de papeles de Elaida.
Entró Cadsuane, y Rand la saludó con un gesto de la cabeza, como dándole permiso. Ella no llevaba cinco acompañantes, pero tampoco parecía que Rand quisiera incluirla entre los cinco de Egwene. Eso le pareció un molesto precedente. Perrin entró con su esposa y se quedaron a un lado. Él cruzó los brazos, gruesos como troncos; llevaba su nuevo martillo colgado del cinturón. Era más fácil de entender que Rand. Estaba preocupado, pero confiaba en Rand. Y Nynaeve también, maldita fuera. Se situó cerca de Perrin y de Faile.
Los jefes de clan Aiel y las Sabias entraron en gran número; aquello de «llevar cinco acompañantes» dicho por Rand, seguramente significaba que eran cinco por cada jefe de clan. Algunas Sabias, incluidas Sorilea y Amys, se dirigieron hacia el lado del pabellón donde se encontraba Egwene.
«La Luz las bendiga», pensó Egwene, y soltó la respiración que había contenido. Los ojos de Rand se posaron un breve instante en las mujeres, y Egwene captó una leve tensión en los labios del hombre. Estaba sorprendido de que no lo apoyaran todos los Aiel, del primero al último.
El rey Roedran de Murandy fue uno de los últimos en presentarse en la tienda, y Egwene reparó en algo curioso cuando el monarca hizo su entrada. Varios Asha’man de Rand —uno de ellos arafelino— se desplazaron para situarse detrás de Roedran. Otros, próximos a Rand, adoptaron una actitud tan alerta como gatos que han visto merodear cerca a un lobo.
Rand se acercó al hombre —más grueso y más bajo— y lo miró a los ojos desde su altura. Roedran tartamudeó algo incomprensible y después empezó a enjugarse la frente con un pañuelo. Rand siguió mirándolo con fijeza.
—¿Qué ocurre? —demandó Roedran—. Sois el Dragón Renacido, según dicen. Que yo sepa, no os...
—Silencio —instó Rand al tiempo que alzaba un dedo.
Roedran enmudeció de inmediato.
—Así me abrase la Luz —dijo Rand—. Tú no eres él, ¿verdad?
—¿Quién? —preguntó Roedran.
Rand le dio la espalda e hizo un gesto con la mano para que los Asha’man dejaran de estar en alerta. Así lo hicieron, aunque de mala gana.
—Estaba convencido de que... —empezó Rand; luego sacudió la cabeza—. ¿Dónde estás?
—¿Quién? —inquirió Roedran, casi con voz chillona.
Rand no le hizo caso. Los faldones de la entrada al pabellón por fin habían dejado de abrirse y no quedaba nadie por entrar.
—Bien —dijo Rand—. Ya estamos todos aquí. Gracias por venir.
—Como si hubiésemos tenido otra opción —refunfuñó Gregorin. Lo acompañaban cinco nobles illianos, todos miembros del Consejo de los Nueve—. Nos encontramos atrapados entre vos y la Torre Blanca, vaya si lo estamos. Así la Luz nos abrase.
—A estas alturas sabréis que Kandor ha caído y que Caemlyn ha sido tomada por la Sombra —continuó Rand—. Por otro lado, los últimos malkieri que quedan se defienden del ataque en el desfiladero de Tarwin. Se nos viene encima el fin.
—Entonces, ¿qué hacemos plantados aquí, Rand al’Thor? —demandó el rey Paitar de Arafel. Al hombre mayor sólo le quedaba una estrecha franja de cabello canoso en la cabeza, pero aún tenía unos hombros anchos y resultaba intimidante—. ¡Acabemos con esta representación y pongámonos en marcha, hombre! Nos espera la batalla.
—Os prometo que tendréis lucha, Paitar —repuso suavemente Rand—. Toda cuanta seáis capaz de soportar, y después, más. Hace tres mil años me enfrenté en batalla a las fuerzas del Oscuro. Contábamos con las maravillas de la Era de Leyenda, con Aes Sedai capaces de hacer cosas que os darían vértigo, con ter’angreal que permitían volar a la gente y hacerla inmune a los golpes. Y, aun así, ganamos por los pelos. ¿Os habéis planteado eso? Nos enfrentamos a la Sombra más o menos en la misma situación de entonces, con Renegados que no han envejecido. Sin embargo, nosotros no somos los mismos de antes. Ni por asomo.
El silencio se adueñó del pabellón. Los faldones ondearon con la brisa.
—¿Qué quieres decir con eso, Rand al’Thor? —inquirió Egwene, que se cruzó de brazos—. ¿Que estamos condenados?
—Digo que necesitamos un plan y presentar un frente unido —contestó Rand—. Eso es lo que no hicimos la última vez y casi nos costó la guerra. Cada cual pensaba que sabía hacerlo mejor que los demás. —Le sostuvo la mirada a Egwene—. En aquellos tiempos, todos, hombres y mujeres, se consideraban el mejor de los líderes. Un ejército de generales. Fue eso por lo que estuvimos a punto de perder. Eso, lo que provocó la infección. Y el Desmembramiento. Y la locura. Yo fui tan culpable como cualquier otro. Tal vez el que más.
»No permitiré que ocurra de nuevo. ¡No voy a salvar este mundo sólo para que sea destruido una segunda vez! No moriré por las naciones sólo para que se revuelvan unas contra otras en el momento en que haya caído el último trolloc. Estáis haciendo planes para eso. Así me abrase la Luz, ¡sé que los estáis haciendo!