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Isam miró la comida. Verduras —en su mayoría pimientos y cebollas— cortadas en rodajas finas y cocidas. Probó una y luego suspiró y apartó el plato. Las verduras estaban tan insípidas como unas gachas de mijo sin condimentar. No llevaban ni pizca de carne. A decir verdad, que no la hubiera le parecía bien; no le gustaba comer carne a menos que la hubiera matado y troceado él mismo. Lo cual era consecuencia de lo vivido en su infancia. Si uno no veía sacrificar al animal, no sabía qué era. No con seguridad. Cabía la posibilidad de que fuera algo cazado en el sur, pero quizá se trataba de un animal criado allí, una vaca o una cabra.

O podía ser otra cosa. Allí, si la gente perdía en un juego y no tenía cómo pagar, desaparecía. A menudo, a los Samma N’Sei que no salían conforme a las expectativas los echaban de los entrenamientos. Los cuerpos desaparecían. Los cadáveres rara vez duraban lo suficiente para ser enterrados.

«Maldito sea este sitio —pensó Isam, que tenía el estómago revuelto—. Ojalá se...»

Alguien entró en la posada. Por desgracia, desde su posición en la ventana no podía ver en ambas direcciones la calle a la que daba la puerta del edificio. Era una mujer bonita con ropas negras ribeteadas en rojo. Isam no identificó la silueta esbelta y el rostro delicado. Cada vez estaba más convencido de ser capaz de reconocer a todos los Elegidos, ya que los había visto a menudo en el sueño. Ni que decir tiene que ellos no sabían eso. Se creían los maestros y señores de aquel lugar, y algunos eran muy diestros.

Él era igualmente diestro, y también excepcionalmente bueno en pasar inadvertido.

Es decir, que quienquiera que fuera la mujer, acudía disfrazada. ¿Por qué molestarse en ocultarse allí? En cualquier caso, tenía que ser ella la que lo había convocado. Ninguna mujer recorría la Ciudad con una actitud tan imperiosa, con semejante confianza en sí misma, como si esperase que las propias piedras obedecieran si les ordenaba que saltaran. Isam hincó una rodilla en tierra, sin decir palabra.

Ese movimiento despertó el dolor en la zona del estómago donde había recibido la herida. Aún no se había recuperado de la lucha con el lobo. Sintió una agitación dentro de sí: Luc odiaba a Aybara. Insólito. Luc tendía a ser el más acomodadizo, e Isam el despiadado. Bueno, así era como se veía a sí mismo.

Sea como fuere, en cuanto a ese lobo en particular los dos coincidían. Por un lado, Isam estaba excitado; como cazador nunca se había enfrentado a un reto como Aybara. Sin embargo, su odio era más profundo. Algún día lo mataría.

Isam disimuló el gesto de dolor e inclinó la cabeza. La mujer lo dejó de rodillas y se sentó a la mesa. Dio golpecitos con un dedo en la taza de estaño durante unos segundos mientras miraba el contenido, sin hablar.

Isam siguió callado, sin moverse. Muchos de esos necios que se llamaban a sí mismos Amigos Siniestros se retorcían de impotencia cuando otro imponía su poder sobre ellos. En realidad, admitió de mala gana, probablemente Luc haría lo mismo.

Isam era un cazador. Y no quería ser otra cosa. Si uno estaba conforme con lo que era, no había motivos para ofenderse cuando alguien lo ponía en su sitio.

Maldición, cómo le dolía el estómago.

—Quiero que muera —dijo la mujer. Tenía una voz suave, aunque intensa.

Isam no dijo nada.

—Lo quiero abierto en canal como una res, con las tripas desparramadas en el suelo, la sangre en un cazo para los cuervos, los huesos dejados al sol blanqueándose, luego agrisándose y después quebrándose con el calor. Lo quiero muerto, cazador.

—A al’Thor.

—Sí. Hasta el momento has fracasado. —Ahora la voz era heladora y — le provocó un escalofrío. Esta Elegida era dura. Igual que Moridin.

En sus años de servicio había desarrollado un sentimiento de menosprecio por casi todos los Elegidos. Reñían entre ellos como niños, por mucho poder y mucha sabiduría que supuestamente tuvieran. Esa mujer le daba que pensar, y se preguntó si realmente los habría espiado a todos. Ella era diferente.

—¿Y bien? —inquirió la Elegida—. ¿Tienes algo que decir para justificar tus fracasos?

—Cada vez que uno de los otros me ha encomendado esa cacería, ha aparecido otro que me ha retirado de la tarea y me ha encargado una distinta.

En realidad, habría preferido continuar la cacería del lobo. Pero no desobedecería órdenes; si eran órdenes directas de los Elegidos, no. Aparte de Aybara, para él una cacería no se diferenciaba mucho de otra. Mataría a ese Dragón si era preciso.

—Eso no va a pasar esta vez —dijo la Elegida, todavía con la vista fija en la taza. No lo había mirado a él ni le había dado permiso para ponerse de pie, así que continuó arrodillado—. Todos los demás han renunciado a tus servicios. A menos que el Gran Señor diga lo contrario, a menos que te emplace él personalmente, debes dedicarte a esta tarea. Mata a al’Thor.

Un movimiento al otro lado de la ventana hizo que Isam mirara de reojo hacia allí. La Elegida no desvió los ojos mientras pasaba un grupo de figuras encapuchadas vestidas de negro. El viento no movía las capas de esas figuras.

Con ellos iban unos carruajes; un acontecimiento inusual en la Ciudad. Los carruajes se movían despacio, pero aun así se bamboleaban y saltaban con las irregularidades de la calle. No era necesario que Isam viera tras las cortinas de las ventanas de los carruajes para saber que dentro viajaban trece mujeres, igualando el número de Myrddraal. Ningún Samma N’Sei volvió a la calle. Solían evitar procesiones como ésa. Por razones obvias, albergaban... sentimientos intensos respecto a esas cosas.

Los carruajes se alejaron calle adelante. Bien. Otro que había caído. Isam habría dado por hecho que esa práctica había acabado puesto que la infección se había limpiado.

Antes de que volviera la vista al suelo, captó algo más incongruente. Un rostro pequeño y sucio que observaba desde las sombras de un callejón, al otro lado de la calle, con los ojos muy abiertos, pero actitud furtiva. La presencia de Moridin y la llegada de los grupos de trece habían alejado de la calle a los Samma N’Sei. Cuando ellos no estaban, los golfillos podían moverse con cierta seguridad. O no.

Isam quería gritarle al pequeño que se fuera. Que echara a correr, que se arriesgara a cruzar la Llaga. Que morir en el estómago de un Gusano era mejor que vivir allí y sufrir lo que ese lugar le hacía a uno.

«¡Vete! ¡Huye! ¡Muere!» El instante pasó fugaz; el golfillo retrocedió hacia las sombras. Isam aún se recordaba a sí mismo como ese crío. Cuántas cosas había aprendido por entonces. Por ejemplo, a encontrar una comida que mereciera más o menos confianza y que no la vomitaras cuando descubrías lo que había dentro. Y a luchar con cuchillos. Y a evitar que te vieran o se fijaran en ti.

Y cómo matar a un hombre, por supuesto. Cualquiera que sobrevivía el tiempo suficiente en la Ciudad era porque había aprendido esa lección en particular.

La Elegida seguía sin apartar la vista de la taza. Lo que miraba era su propio reflejo, comprendió Isam. ¿Qué vería allí?

—Necesitaré ayuda —dijo por fin Isam—. El Dragón Renacido tiene guardia y rara vez entra en el sueño.

—Lo de la ayuda ya está arreglado —contestó ella en voz queda—. Pero tienes que encontrarlo, cazador. Se acabó el jueguecito de antes, lo de intentar atraerlo hacia ti. Lews Therin percibiría una trampa así. Además, ahora no se desviará de su causa. El tiempo apremia.

La mujer habló de la desastrosa operación en Dos Ríos. Por entonces, Luc había estado a cargo. ¿Qué sabía Isam de ciudades de verdad, de gente de verdad? Casi sentía añoranza por esas cosas, aunque sospechaba que esa emoción, en realidad, provenía de Luc. Isam sólo era un cazador. La gente no tenía apenas interés para él, aparte de cuáles eran los mejores puntos para que penetrara una flecha de manera que alcanzara el corazón.