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Habría sido fácil perderse las miradas feroces que intercambiaron Gregorin y Darlin, o la expresión de codicia con que Roedran observaba a Elayne. ¿Qué naciones quedarían destrozadas por este conflicto y cuáles se ofrecerían —por puro altruismo— a ayudar a sus vecinos? ¿Cuánto tardaría el altruismo en transformarse en avaricia, en la ocasión de apoderarse de otro trono?

Muchos de los gobernantes que estaban allí eran personas decentes. Pero hacía falta ser algo más que una persona decente para poseer tanto poder y no ir más lejos. Incluso Elayne había engullido otro país cuando se le presentó la ocasión. Y volvería a hacerlo. Era la naturaleza de los dirigentes, la naturaleza de las naciones. En el caso de Elayne, incluso parecía apropiado, ya que Cairhien, bajo su mandato, se encontraría en mejor posición que antes.

¿Cuántos pensarían lo mismo? ¿Que ellos, por supuesto, gobernarían mejor o sabrían reinstaurar el orden en otros reinos?

—Nadie quiere la guerra —dijo Egwene, con lo que atrajo sobre sí la atención de la multitud—. Sin embargo, creo que lo que intentas hacer aquí supera tus competencias, Rand al’Thor. No puedes cambiar la naturaleza humana ni puedes acomodar el mundo a tu capricho. Deja que la gente dirija sus vidas y elija su camino.

—No lo haré, Egwene —contestó Rand.

Había fuego en sus ojos, como el que había visto en ellos cuando Rand buscó por primera vez atraer a los Aiel a su causa. Sí, esa emoción parecía muy propia de Rand, la frustración porque la gente no entendiera el mundo tan bien como él creía que lo entendía.

—Pues no veo qué más puedes hacer —le dijo Egwene—. ¿Nombrarías un emperador, alguien que nos gobierne a todos? ¿Te convertirías en un tirano, Rand al’Thor?

Él no espetó una réplica. Extendió la mano hacia un lado, y uno de sus Asha’man le puso en ella un papel enrollado. Rand lo asió y lo colocó en la mesa. Utilizó el Poder para desenrollarlo y para sujetarlo en el tablero.

El ingente documento estaba escrito con letras apretadas y menudas.

—Lo llamo la Paz del Dragón —anunció con voz suave Rand—. Y es una de las tres cosas que os voy a requerir. El precio que os pediré como pago a cambio de mi vida.

—Déjame que vea eso.

Elayne alargó la mano hacia el papel y fue obvio que Rand soltó el tejido, puesto que ella pudo recogerlo de la mesa antes que cualquiera de los otros sorprendidos gobernantes.

—Fija las fronteras de vuestras naciones en sus posiciones actuales —explicó Rand, de nuevo con los brazos a la espalda—. Prohíbe que un país ataque a otro y exige la apertura de una gran escuela en cada capital, financiadas en su totalidad y abiertas a aquellos que deseen aprender.

—Hace algo más que eso —intervino Elayne, que seguía con un dedo el escrito a medida que lo leía—. El ataque a otro país o iniciar una disputa fronteriza tendrá como consecuencia la intervención obligada de las otras naciones del mundo en defensa del país atacado. ¡Luz! Restricciones arancelarias para prevenir la estrangulación de economías, barreras en matrimonios entre dirigentes de naciones a menos que las dos líneas de gobierno estén claramente separadas, disposiciones para quitarle las tierras a un lord que dé inicio a un conflicto... Rand, ¿de verdad esperas que firmemos esto?

—Sí.

La manifiesta indignación de los dirigentes fue inmediata, aunque Egwene se mantuvo tranquila y lanzó unas cuantas miradas a las otras Aes Sedai. Las hermanas parecían preocupadas. Y con razón; y eso sólo era parte del «precio» de Rand.

Los gobernantes murmuraban; todos deseaban echar un vistazo al documento, pero no querían acercarse a Elayne y mirar por encima de su hombro. Menos mal que Rand lo había previsto, y versiones más pequeñas del documento se distribuyeron entre los dirigentes.

—¡Pero a veces existen buenas razones para llegar a un conflicto! —opinó Darlin mientras leía su copia del documento—. Como disponer de una zona de contención entre el propio país y un vecino agresivo.

—¿Y qué pasa si hay súbditos nuestros que viven fuera de nuestras fronteras? —añadió Gregorin—. ¿No tendríamos la posibilidad legal, merced a un mandato de naciones, que nos permitiera intervenir y protegerlos si están oprimidos? ¿Y si alguien como los seanchan reclama territorios que son nuestros? ¡Prohibir la guerra es ridículo!

—Estoy de acuerdo —convino Darlin—. ¡Lord Dragón, deberíamos tener el mandato de naciones que nos permitiera defender una tierra que es legítimamente nuestra!

—Yo estoy más interesada en oír sus otros dos requerimientos —dijo Egwene para cortar las discusiones.

—Ya sabes cuál es uno de ellos —apuntó Rand.

—Los sellos.

—Firmar este documento no tendría relevancia para la Torre Blanca, por supuesto —continuó Rand, haciendo caso omiso del comentario—. No veo cómo podría prohibiros que ejercieseis influencia en las naciones. Sería una estupidez.

—Ya es una estupidez —repuso Elayne.

Egwene pensó que Elayne no estaba tan orgullosa de él ahora.

—Y, mientras haya juegos políticos en los que participar —prosiguió Rand, dirigiéndose a Egwene—, las Aes Sedai los dominarán. De hecho, este documento os beneficia. La Torre Blanca siempre ha pensado que la guerra es, según decís, un acto sin visión de futuro. A cambio, exijo otra cosa de vosotras. Los sellos.

—Soy su Guardiana.

—Sólo de nombre. Acaban de descubrirse, y están en mi poder. Que me haya dirigido antes a ti para hablarte de ellos, sólo ha sido por respeto a tu título tradicional.

—¿Hablarme? No hiciste una petición. No hiciste un requerimiento. Viniste, me dijiste lo que ibas a hacer y te marchaste.

—Tengo los sellos —repitió Rand—. Y los romperé. No permitiré que nada ni nadie, ni siquiera tú, se interponga entre mi obligación con este mundo y yo.

Alrededor de ellos seguían las discusiones sobre el documento, dirigentes que hablaban en voz baja con confidentes y vecinos. Egwene avanzó hasta ponerse delante de Rand al otro lado de la pequeña mesa, sin que de momento nadie les hiciera caso a ninguno de los dos.

—No los romperás si te lo impido, Rand.

—¿Y por qué ibas a querer impedírmelo, Egwene? Dame una sola razón de por qué sería una mala idea hacerlo.

—¿Una única razón aparte de que eso dejaría al Oscuro libre de entrar en el mundo?

—No ocurrió eso durante la Guerra del Poder —objetó Rand—. Podría tocar el mundo, pero el hecho de que la Perforación quede abierta no lo dejará libre. No de inmediato.

—¿Y cuál fue entonces el precio de permitirle que lo tocara? ¿Cuál es ahora? Horrores, atrocidades, destrucción. Sabes lo que le está pasando al mundo. Los muertos caminan. La extraña distorsión del Entramado. ¡Eso es lo que pasa con los sellos simplemente debilitados! ¡Qué pasaría si se rompen? Sólo la Luz lo sabe.

—Es un riesgo que debemos correr.

—No estoy de acuerdo. Rand, no sabes qué ocasionará desbloquear los sellos, no sabes si así podría escapar. No sabes lo cerca que estuvo de salir cuando la Perforación quedó asegurada por última vez. ¡Romper esos sellos podría destruir el propio mundo! ¿Y si nuestra única esperanza radica en el hecho de que esta vez hay barreras que obstaculizan su entrada, que no está completamente liberado?

—No funcionará, Egwene.

—Eso no lo sabes con seguridad. ¿O sí lo sabes?

—Muchas cosas en la vida no son seguras —contestó él, vacilante.

—De modo que no lo sabes. Bien, yo he estado buscando, leyendo, escuchando. ¿Has leído las obras de quienes han estudiado sobre esto, que han meditado sobre ello?

—Especulaciones de Aes Sedai.

—¡Es la única información que tenemos, Rand! Abre la prisión del Oscuro y podría perderse todo. Hemos de ser más cautos. ¡Para eso existe la Sede Amyrlin, esto es parte de por qué se fundó la Torre Blanca, para empezar!

Rand se quedó pensativo. Luz. Estaba reflexionando. ¿Conseguiría llegar hasta él?