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—No me convence, Egwene —contestó Rand con suavidad—. Si voy a enfrentarme a él y los sellos no están rotos, mi única opción será realizar otra solución imperfecta. Un parche, algo peor incluso que la última vez... a causa de que los sellos viejos y debilitados están ahí y sólo estaré echando otra capa de yeso encima de unas grietas profundas. ¿Quién sabe cuánto durarán los sellos esta vez? Dentro de unos pocos siglos, podríamos estar enzarzados de nuevo en la misma batalla.

—¿Tan malo es eso? —inquirió Egwene—. Al menos es seguro. Sellaste la Perforación la última vez. Sabes cómo hacerlo.

—Podemos acabar afectados de nuevo por la infección.

—Esta vez estamos advertidos. No, no sería lo ideal. Pero, Rand... ¿de verdad tenemos que correr ese riesgo? ¿Poner en peligro el destino de todo ser vivo? ¿Por qué no tomar el camino fácil, el camino conocido? Restaura los sellos otra vez. Apuntala la prisión.

—No, Egwene. —Rand retrocedió—. ¡Luz! ¿Se trata de eso? Quieres que el Saidin vuelva a contaminarse. Vosotras, las Aes Sedai... ¡Os sentís amenazadas por la posibilidad de que hombres capaces de encauzar puedan socavar vuestra autoridad!

—Rand al’Thor, no te atrevas a llegar a ese nivel de estupidez.

Él le sostuvo la mirada. Los dirigentes no parecían estar prestando atención a su conversación a pesar de que el mundo dependía de ella. Escudriñaban el documento de Rand y mascullaban con indignación. Quizá tal era su finalidad, distraerlos con el documento y después lanzarse a la verdadera pelea.

Muy despacio, la ira se borró del semblante del hombre; alzó la mano para tocarse la cabeza.

—Por la Luz, Egwene. Todavía consigues, como la hermana que nunca tuve, enredarme hasta armarme un lío y conseguir que me enfurezca contigo y que al mismo tiempo te quiera.

—Por lo menos soy consecuente —le contestó.

Ahora hablaban en voz baja, inclinados sobre la mesa el uno hacia el otro. A un lado, Perrin y Nynaeve probablemente se encontraban lo bastante cerca para oírlos, y Min se había unido a ellos. Gawyn había regresado, pero se mantenía a distancia. Cadsuane se dio la vuelta y miró en otra dirección... de un modo en exceso exagerado. Estaba atenta a lo que decían.

—No planteo este argumento por una absurda esperanza de que la infección se repita —manifestó Egwene—. Me conoces lo suficiente para saber que no caería en eso. De lo que se trata es de proteger a la humanidad. No me entra en la cabeza que estés dispuesto a poner en peligro todo por una remota posibilidad.

—¿Una remota posibilidad? Hablamos de entrar en la oscuridad en lugar de dar comienzo a otra Era de Leyenda. Podríamos tener paz y acabar con el sufrimiento. O podríamos tener otro Desmembramiento. Luz, Egwene, no estoy seguro de poder restaurar los sellos o de hacer otros nuevos a tal propósito. El Oscuro debe de estar preparado para ese plan.

—¿Y tú tienes otro?

—Te lo he estado explicando. Romper los sellos viejos para librarnos de la obturación defectuosa e intentarlo de nuevo de otro modo.

—El precio del fracaso es el propio mundo, Rand. —Egwene se quedó pensativa—. Aquí hay algo más. ¿Qué es lo que no me estás contando?

Rand pareció vacilar y, por un instante, le recordó al muchacho al que antaño había sorprendido en cierta ocasión acercándose a hurtadillas con Mat para arramblar con algunos pastelillos de la señora Cauthon.

—Voy a acabar con él, Egwene.

—¿Con quién?

—Con el Oscuro.

Ella se apartó bruscamente hacia atrás, estupefacta.

—Lo siento, ¿qué has...?

—Que voy a acabar con él —repitió Rand con vehemencia al tiempo que se echaba hacia adelante un poco más—. Voy a matar al Oscuro. Jamás tendremos verdadera paz mientras él siga aquí, al acecho. Desgarraré la prisión para abrirla, entraré y me enfrentaré a él. Construiré una prisión nueva si es preciso, pero antes voy a intentar poner fin a esto. Para proteger el Entramado, la Rueda, de una vez por todas.

—¡Luz, Rand, estás loco!

—Sí. Eso es parte del precio que he de pagar. Por suerte. Sólo un hombre que estuviera sonado se atrevería a intentar esto.

—Me opondré a esa acción, Rand —susurró ella—. No dejaré que nos arrastres a todos al desastre. Atiende a razones. La Torre Blanca debería dirigirte, guiarte en esto.

—Ya sé lo que la Torre Blanca entiende por dirección y guía, Egwene. Lo he vivido. Dentro de un arcón, maltratado y golpeado a diario.

Los dos se miraron fijamente, sosteniéndose la mirada. Cerca, continuaban otras discusiones.

—A mí no me importa firmar esto —dijo Tenobia—. Me parece bien.

—¡Bah! —gruñó Gregorin—. A los fronterizos os trae sin cuidado todo lo relacionado con la política del sur. ¿Queréis firmarlo? Bien, me alegro por vos. Yo, sin embargo, no encadenaré mi país a la pared.

—Curioso —comentó Easar. El sosegado hombre meneó la cabeza de forma que el blanco mechón atado en la coronilla se meció—. Que yo sepa, no es vuestro país, Gregorin. A menos que presupongáis que el lord Dragón morirá, y que Mattin Stepaneos no exigirá que le sea devuelto su trono. Puede que esté conforme con que el lord Dragón lleve la Corona de Laurel, pero no vos, de eso estoy seguro.

—¿No es un sinsentido todo esto? —preguntó Alliandre—. Los seanchan son ahora nuestra preocupación, ¿o no? No podrá haber paz mientras ellos estén aquí.

—Sí —convino Gregorin—. Los seanchan y esos malditos Capas Blancas.

—Nosotros lo firmaremos —dijo Galad.

De algún modo, la copia oficial del documento había acabado en manos del capitán general de los Hijos de la Luz. Egwene no lo miró. Resultaba difícil no quedarse mirándolo. Amaba a Gawyn, no a Galad, pero... Vaya, que no era fácil dejar de mirarlo.

—Mayene también lo firmará —manifestó Berelain—. La voluntad del lord Dragón me parece totalmente justa.

—Pues claro que los firmaríais —resopló con desdén Darlin—. Milord Dragón, este documento parece redactado para proteger más los intereses de algunas naciones que los de otras.

—Quiero saber cuál es su tercer requerimiento —intervino Roedran—. No me importa nada el tema de los sellos; son asuntos de Aes Sedai. Adelantó que había tres requerimientos, y hasta ahora sólo hemos oído dos de ellos.

—El tercero y último requerimiento —dijo Rand, que había enarcado una ceja—, lo último que tendréis que pagarme a cambio de mi vida en las laderas de Shayol Ghul, es esto: yo dirigiré vuestros ejércitos en la Última Batalla. Total y absolutamente. Haréis lo que os mande, iréis a donde diga que vayáis, lucharéis donde os ordene.

Aquello desencadenó un estallido de discusiones aún mayor que el anterior. Obviamente era el requisito menos desmedido de los tres. Si bien era imposible por razones que Egwene ya había determinado.

Los dirigentes lo veían como un ataque a su soberanía. En medio del jaleo, Gregorin miró ceñudo a Rand, sin apenas respeto. Gracioso, puesto que era el que tenía menos autoridad de todos los presentes. Darlin meneó la cabeza; por su parte, Elayne estaba furiosa.

Los que se hallaban de parte de Rand, sobre todo los fronterizos, argüían con los que protestaban.

«Están desesperados —pensó Egwene—. Los están invadiendo.» Probablemente pensaban que, si se entregaba el mando al Dragón, se pondrían en marcha de inmediato para defender las Tierras Fronterizas. Darlin y Gregorin jamás accederían a eso. Sintiendo el aliento de los seanchan en el cogote, nunca. Luz, qué desbarajuste.

Egwene prestó atención a las discusiones con la esperanza de que el guirigay pusiera nervioso a Rand. En otros tiempos puede que hubiera sido así. Ahora se quedó en silencio y observó, con los brazos cruzados a la espalda. En su rostro había una expresión serena, aunque Egwene estaba cada vez más convencida de que sólo era una máscara. Ya había visto arranques de su genio. Desde luego se controlaba mucho más ahora, lo cual no significaba en absoluto que no tuviera emociones.