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Egwene se sorprendió esbozando una sonrisa. Por mucho que protestara de las Aes Sedai, por mucho que insistiera en que no dejaría que lo controlaran, actuaba cada vez más como una de ellas. Egwene se preparó para hablar y controlar la situación, pero algo cambió en la tienda. Una... sensación en el aire. Fue como si Rand atrajera su mirada hacia él. Fuera sonaba algo, ruidos que no lograba identificar. ¿Era un débil crujido? ¿Qué estaba haciendo Rand?

Las discusiones enmudecieron. Los dirigentes, uno a uno, se volvieron hacia él. Fuera, el brillo del sol perdió intensidad, y Egwene agradeció que hubiera creado las esferas de luz.

—Os necesito —les dijo en voz queda Rand—. El mundo os necesita. Discutís. Sabía que lo haríais, pero ya no tenemos tiempo para discusiones. Sabed esto: no podéis disuadirme de mis planes. No podéis obligarme a que os obedezca. Ni la fuerza de las armas ni ningún tejido del Poder Único puede obligarme a que me enfrente al Oscuro por vosotros. He de hacerlo por propia voluntad.

—¿De verdad os jugaríais el mundo a cara o cruz por esto, lord Dragón? —preguntó Berelain.

Egwene sonrió. La ligera de cascos ya no parecía tan segura de haber elegido bien de parte de quién estaba.

—No tendré que hacerlo —contestó Rand—. Firmaréis el documento. No hacerlo significa la muerte.

—Eso es extorsión —barbotó Darlin.

—No.

Rand sonrió hacia los Marinos, los cuales, situados al lado de Perrin, apenas habían abierto la boca. Se habían limitado a leer el documento y a hacer asentimientos de cabeza entre ellos, como si estuvieran impresionados.

—No, Darlin —prosiguió—. No es extorsión. Es un acuerdo. Yo tengo algo que vosotros necesitáis. A mí. Mi sangre. Mi vida. Todos hemos sabido eso desde el principio; las Profecías lo exigen. Como necesitáis eso de mí, os lo venderé a cambio de un legado de paz que equilibre el legado de destrucción que le dejé al mundo la última vez.

Recorrió con la mirada la asamblea y la detuvo brevemente en todos y cada uno de los dirigentes. Egwene percibió la determinación de Rand casi como algo físico. Quizás era su naturaleza ta’veren, o tal vez sólo se debía a la importancia del momento. La presión creció dentro del pabellón de tal modo que costaba trabajo respirar.

«Va a conseguirlo —pensó Egwene—. Protestarán, pero se doblegarán a sus exigencias.»

—No —dijo en voz alta, rompiendo la pesadez del aire—. No, Rand al’Thor, no permitiremos que nos coacciones para que firmemos tu documento, para que tengas exclusivo control de esta batalla. Y eres un redomado estúpido si piensas que voy a creer que dejarás que el mundo, tu padre, tus amigos, todos aquellos a los que amas, la humanidad entera, acaben masacrados por los trollocs si te desafiamos.

Él le sostuvo la mirada y, de repente, Egwene no se sintió tan segura como antes. Luz, no se negaría, ¿verdad? ¿Sacrificaría el mundo?

—¿Osáis llamar estúpido al lord Dragón? —demandó Narishma.

—A la Amyrlin no se le puede hablar de ese modo —intervino Silviana, que se puso al lado de Egwene.

Las discusiones se reanudaron, esta vez con más fuerza. Rand no apartó los ojos de los de ella, y Egwene vio reflejarse en el rostro del hombre un destello de ira. El griterío aumentó, la tensión creció. Malestar. Cólera. Odios ancestrales que volvían a estallar avivados por el terror.

Rand tenía la mano apoyada en la espada que llevaba últimamente —la que tenía la vaina adornada con dragones— y el otro brazo doblado hacia atrás.

—Cobraré mi precio, Egwene —gruñó.

—Exige lo que quieras, Rand. No eres el Creador. Si vas a la Última Batalla con esa actitud insensata, estaremos muertos todos en cualquier caso. Si te combato, entonces hay una posibilidad de que te haga cambiar de opinión.

—La Torre Blanca siempre ha sido una lanza en mi garganta —espetó Rand—. Siempre, Egwene. Y ahora tú te has convertido en una de ellas.

Le sostuvo la mirada. Por dentro, sin embargo, Egwene empezaba a no sentirse tan segura. ¿Y si las negociaciones se rompían? ¿De verdad dirigiría a sus soldados a luchar contra los de Rand?

Se sintió como si hubiera tropezado con una piedra al borde de un precipicio y estuviera inclinándose hacia el vacío. ¡Tenía que haber un modo de detener aquello, de salvar la situación!

Rand dio media vuelta. Si salía del pabellón, sería el fin.

—¡Rand! —llamó.

Él se paró.

—No voy a ceder, Egwene —dijo, volviéndose hacia ella.

—No hagas esto. No lo tires todo por la borda.

—No puede evitarse.

—¡Claro que se puede! ¡Lo único que tienes que hacer es dejar de comportarte como un testarudo cabeza hueca por una vez en tu vida, así te abrase la Luz!

Egwene se echó hacia atrás. ¿Cómo era posible que le hubiera hablado así, como si volvieran a estar en Campo de Emond, en aquellos tiempos de adolescentes?

Rand se quedó mirándola en silencio un instante.

—Bueno, tú también podrías dejar de comportarte como una redomada mocosa consentida y engreída por una vez en tu vida, Egwene. —Alzó — los brazos—. ¡Rayos y centellas! Esto ha sido una pérdida de tiempo.

Casi, casi, tenía razón. Egwene no se percató de que alguien nuevo entraba en el pabellón. Pero Rand sí se dio cuenta y giró sobre sí mismo a la vez que los faldones de la entrada se abrían y dejaban pasar la luz. Miró con el entrecejo fruncido al intruso.

El ceño desapareció tan pronto como vio a la persona que entraba.

Moraine.

6

Un don natural

El pabellón volvió a quedarse en silencio. Perrin detestaba los alborotos, y los efluvios que irradiaban las personas no eran mucho mejores. Frustración, cólera, temor. Terror.

Gran parte de eso iba dirigido a la mujer que se había parado a la entrada del pabellón.

«Mat, bendito botarate —pensó Perrin, que sonrió de oreja a oreja—. Lo has conseguido. Realmente lo has conseguido.»

Por primera vez desde hacía cierto tiempo, pensar en Mat hizo que el remolino de colores apareciera en sus ojos. Vio a Mat cabalgando por una calzada polvorienta al tiempo que intentaba arreglar algo que sostenía en las manos. Perrin apartó la imagen. ¿Adónde iría Mat ahora? ¿Por qué no había regresado con Moraine?

Qué más daba. Moraine había vuelto. ¡Luz, Moraine! Perrin dio un paso con intención de ir hacia ella para darle un abrazo, pero Faile lo agarró por la manga. Miró hacia donde su mujer dirigía la vista.

Rand. Se había quedado pálido. Se apartó de la mesa dando trompicones y, como si se hubiera olvidado de todo lo demás, se abrió paso hacia Moraine. Alargó la mano con vacilación y le tocó la cara.

—Por la tumba de mi madre —susurró Rand, que cayó de rodillas ante ella—. ¿Cómo?

Moraine sonrió y le puso una mano en el hombro.

—La Rueda gira según sus designios, Rand. ¿Has olvidado eso?

—Yo...

—No según los tuyos, Dragón Renacido —añadió ella con suavidad—. No según los de cualquiera de nosotros. Quizás algún día girará destejiéndose de la existencia. No creo que ese día sea hoy, ni ningún día cercano.

—¿Quién es esta mujer? —dijo Roedran—. ¿Y de qué tonterías habla? Yo...

Enmudeció cuando algo invisible le dio un papirotazo haciendo que pegara un brinco. Perrin miró a Rand y entonces reparó en la sonrisa que afloraba a los labios de Egwene. Captó el olor a satisfacción en ella a pesar de haber tanta gente dentro del pabellón.

Nynaeve y Min, que se encontraban cerca, olían a estupefacción. Quisiera la Luz que Nynaeve continuara así durante un poco más de tiempo. Gritarle a Moraine no sería precisamente una ayuda en ese momento.

—No habéis respondido a mi pregunta —dijo Rand.

—Sí lo he hecho —contestó Moraine con cariño—. Sólo que no es la respuesta que querías oír.