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«Lo ven como una oportunidad —comprendió—. Consideran a los Aiel unos salvajes y creen que será fácil manipularlos una vez que Rand falte.» Sonrió al imaginar el chasco que se llevarían si intentaban ir por ese camino.

—Esto es muy repentino —contestó Rhuarc.

—Bienvenido al banquete —comentó Elayne, que todavía lanzaba miradas asesinas a Rand—. Prueba la sopa. —Lo extraño era que olía a orgullo. Qué mujer tan rara.

—Te lo advierto, Rhuarc —continuó Rand—. Habréis de cambiar las costumbres. Los Aiel tendrán que actuar juntos en estos asuntos; los jefes y las Sabias habrán de celebrar consejo para tomar las decisiones entre todos. Un clan no podrá participar en una batalla mientras otros clanes estén en desacuerdo y luchen por el bando contrario.

—Hablaremos de ello —dijo Rhuarc, que hizo un gesto con la cabeza a los otros jefes Aiel—. Esto significará un final para los Aiel.

—Y también un comienzo —le respondió Rand.

Los jefes de clan Aiel y las Sabias se reunieron en un aparte y hablaron en voz baja. Aviendha se rezagó, preocupada, mientras Rand miraba al vacío. Perrin le oyó susurrar algo en voz tan baja que, a pesar de su fino oído, casi no entendió lo que decía.

—... ahora tu sueño... cuando despiertes de esta vida, dejaremos de existir...

Los escribanos, con efluvios de estar frenéticos, se adelantaron para empezar a trabajar en la redacción de las dos provisiones añadidas al documento. La mujer llamada Cadsuane observaba todo lo que acontecía con aire severo.

Olía a estar orgullosa en extremo.

—Añadid otra provisión —ordenó Rand—. Los Aiel pueden pedir a otras naciones que los ayuden en el cumplimiento de su tarea si deciden que el número de sus fuerzas no es suficiente. Indicad métodos formales por los que las naciones pueden solicitar ayuda a los Aiel para reparación de agravios o permiso para atacar a una nación enemiga.

Los escribientes asintieron con la cabeza y trabajaron con más empeño.

—Actúas como si esto estuviera decidido —intervino Egwene, que no quitaba los ojos de Rand.

—Oh, dista mucho de estarlo —dijo Moraine—. Rand, tengo que hablar contigo sobre algo.

—¿Algo que me gustará? —preguntó él.

—Sospecho que no. Dime, ¿por qué has de dirigir los ejércitos tú? Viajarás a Shayol Ghul, donde sin duda te será imposible ponerte en contacto con nadie.

—Alguien ha de tener el mando, Moraine.

—En cuanto a eso, creo que todos estarán de acuerdo.

Rand echó los brazos hacia atrás; olía a preocupación.

—Me he hecho responsable de esta gente, Moraine. Quiero ver que se ocupan de ellos, que las brutalidades de esta batalla se minimizan.

—Me temo que es una razón insuficiente para liderar una batalla —le indicó Moraine en voz queda—. Tú no luchas para preservar a tus tropas: luchas para vencer. Ese cabecilla no tiene por qué ser tú, Rand. No deberías ser tú.

—No quiero que esta batalla se convierta en un enredo, Moraine. Si supieras los errores que cometimos la última vez, la confusión que puede resultar cuando todos piensan que tienen el mando. La batalla es un torbellino, pero aun así se necesita a alguien que tenga autoridad máxima para tomar decisiones y mantenerlo todo coordinado.

—¿Y qué me dices de la Torre Blanca? —preguntó Romanda, que se acercó, casi apartando a empujones a la gente para situarse junto a Egwene—. Tenemos los recursos para viajar de forma eficaz entre frentes de batalla, mantenemos la serenidad en momentos en que otros se vendrían abajo, y gozamos de la confianza de todas las naciones.

La última frase hizo que Darlin enarcara una ceja.

—La Torre Blanca parece la elección óptima, lord Dragón —intervino Tenobia.

—No —dijo Rand—. La Amyrlin es muchas cosas, pero líder de una guerra... No creo que sea una elección acertada.

Cosa extraña, Egwene no dijo nada. Perrin la observó. Creía que habría saltado a la primera oportunidad de dirigir la batalla.

—Debería ser uno de nosotros —opinó Darlin—. Elegido por quienes irán a combatir aquí.

—Supongo —dijo Rand—. Siempre y cuando sepáis todos quién tiene el mando, cederé en ese punto. Sin embargo, debéis acceder a mis otras demandas.

—¿Insistes en que tienes que romper los sellos? —inquirió Egwene.

—No os preocupéis, madre —dijo Moraine, sonriente—. No va a romperlos.

El semblante de Rand se ensombreció.

Egwene sonrió.

—Los vais a romper vos —le dijo Moraine a Egwene.

—¿Qué? —exclamó Egwene—. ¡Pues claro que no!

—Sois la Vigilante de los Sellos, madre —apuntó Moraine—. ¿No habéis oído lo que he dicho antes? «Y llegará a acaecer que lo que los hombres han construido se hará pedazos y la Sombra se cernirá sobre el Entramado de las Eras, y el Oscuro abatirá de nuevo su mano sobre el mundo humano...» Se hará pedazos —repitió con énfasis—. Ha de ocurrir.

Egwene parecía alterada.

—Lo habéis visto, ¿verdad? —susurró Moraine—. ¿Qué habéis Soñado, madre?

Egwene no contestó al principio.

—¿Qué visteis? —insistió Moraine al tiempo que se acercaba a ella.

—Algo que crujía bajo sus pies —respondió Egwene, sosteniendo la mirada de la Aes Sedai—. A medida que avanzaba, los pies de Rand pisaban los fragmentos de la prisión del Oscuro. Lo vi a él, en otro Sueño, descargándole tajos para abrirla. Pero en ningún momento vi que lo consiguiera, Moraine.

—Los fragmentos estaban allí —dijo Moraine—. Los sellos se habían roto.

—Los Sueños están sujetos a interpretación.

—Vos sabéis la verdad de éste. Hay que cumplirlo, y los sellos son vuestros. Los romperéis cuando llegue el momento. Rand, lord Dragón Renacido, es el momento de que se los entreguéis.

—Esto no me gusta, Moraine —repuso él.

—Entonces, nada ha cambiado mucho, ¿verdad? —preguntó ella, como a la ligera—. Creo que os habéis resistido a menudo a hacer lo que se supone que debéis hacer. Sobre todo si soy yo quien os lo hace notar.

Rand se quedó en silencio un momento y después se echó a reír mientras metía la mano en el bolsillo de la chaqueta. Sacó tres discos de cuendillar, todos marcados en el centro por una línea sinuosa. Los dejó en la mesa.

—¿Cómo sabrá ella cuándo es el momento? —inquirió.

—Lo sabrá —afirmó Moraine.

Egwene olía a escepticismo, y Perrin la comprendía muy bien. Moraine siempre había creído en el tejido del Entramado y en el sometimiento a los giros de la Rueda. Perrin no lo veía así. Se figuraba que cada cual seguía su camino y confiaba en sus fuerzas para hacer lo que fuera preciso hacer. El Entramado no era algo, lo único, de lo que depender.

Egwene era Aes Sedai, y al parecer pensaba que debía ver las cosas como Moraine. O eso, o estaba dispuesta a mostrarse de acuerdo para tener los sellos en su poder.

—Los romperé cuando crea que debo hacerlo —afirmó, a la par que los cogía.

—Entonces vas a firmar.

Rand recogió el documento mientras los escribanos protestaban por la precipitación con la que habían tenido que trabajar. Uno de ellos gritó al tiempo que alargaba la mano hacia la arena, pero Rand hizo algo con el Poder Único que secó la tinta al instante, mientras ponía el tratado delante de Egwene.

—Lo haré —confirmó ella, que alargó la mano para pedir una pluma.

Leyó con cuidado las provisiones, con las otras hermanas observando por encima de su hombro. Todas asintieron a la par.

Egwene estampó su firma.

—Y ahora, los demás —dijo Rand, que se volvió para calibrar las reacciones.

—Luz, es mucho más inteligente ahora —le susurró Faile a Perrin—. ¿Te das cuenta de lo que ha hecho?

—¿Qué? —preguntó Perrin mientras se rascaba la barba.