—¿Es muy... grave la situación? —preguntó Andere. Estaba recostado en una piedra; torció el gesto y se apretó el costado.
Lan contempló la batalla. Los Engendros de la Sombra volvían a agruparse en una masa ingente. Casi daba la impresión de que los monstruos se fundieran entre sí y se movieran a la par, como una oscura y enorme fuerza de aullante odio miasmático tan denso como el aire, el cual parecía retener el calor y la humedad, como un mercader que atesorara hermosas alfombras.
—Mucho —contestó Lan.
—Lo sabía. —Andere respiraba con jadeos y la sangre se resbalaba— entre los dedos—. ¿Y Nazar?
—Cayó —dijo Lan. El hombre de cabello canoso había muerto en la misma pelea que casi había acabado con Andere. El rescate llevado a cabo por Lan no había sido lo bastante rápido—. Lo vi destripar a un trolloc mientras la bestia lo mataba.
—Que el último abrazo de la madre... —Andere se contrajo por el— dolor—. Que el...
—Que el último abrazo de la madre le dé la bienvenida al hogar —musitó Lan.
—No me miréis así, Lan —dijo Andere—. Todos sabíamos lo que iba a ser esto cuando... cuando nos reunimos con vos.
—Por eso intenté impedíroslo.
—Yo... —empezó Andere, fruncido el entrecejo.
—Paz, Andere. —Lan se incorporó—. Lo que pretendía era egoísta. Vine a morir por Malkier. No tenía derecho a negar ese privilegio a otros.
—¡Lord Mandragoran!
El príncipe Kaisel se acercó al trote, con la otrora magnífica armadura manchada de sangre y llena de abolladuras. El príncipe kandorés aún parecía demasiado joven para aquella batalla, pero se había mostrado tan impávido como cualquier veterano canoso—. Están formando otra vez.
Lan caminó a través del terreno rocoso hacia donde un mozo de cuadra sujetaba a Mandarb. El semental negro tenía cortes en los flancos infligidos por armas trollocs. Gracias a la Luz, eran superficiales. Lan posó una mano en el cuello del caballo mientras Mandarb resoplaba. Cerca, su portaestandarte, un hombre calvo llamado Jophil, enarboló la bandera de Malkier, la Grulla Dorada. Era el quinto portaestandarte desde el día anterior.
Las fuerzas de Lan habían tomado el desfiladero en la carga inicial y obligaron a los Engendros de la Sombra a retroceder antes de que lograran salir al valle. Era más de lo que Lan había esperado conseguir. El desfiladero era un trecho largo y angosto de terreno rocoso, enclavado entre escarpaduras y picos.
Mantener esa posición no requería ninguna estrategia sagaz. Uno se plantaba, y moría o mataba... mientras aguantara.
Lan dirigía una tropa de caballería. No era la fuerza ideal para ese tipo de tarea —la caballería actuaba mejor donde pudiera desdoblarse y tuviera espacio para cargar—, pero el paso por el desfiladero de Tarwin era lo bastante estrecho para que sólo un reducido número de trollocs lo cruzara al mismo tiempo. Eso le daba una oportunidad a Lan. Al menos, era más difícil para los trollocs aprovechar la ventaja de ser mucho más numerosos. Tendrían que pagar cara cada yarda que avanzaran; la cuenta del carnicero, como decían sus hombres.
Los cadáveres trollocs habían creado lo que parecía una alfombra de pieles a lo largo del cañón. Cada vez que habían intentado abrirse paso a través de la garganta, los hombres de Lan habían resistido con lanzas y picas, espadas y flechas, matando con el tiempo a millares y dejándolos amontonados para que sus semejantes treparan por encima. Pero cada choque también reducía el número de las tropas de Lan.
Cada ataque obligaba a sus hombres a retroceder un poco más. Hacia la boca del desfiladero. En esos momentos se encontraban a menos de un centenar de pies de la salida.
Lan notaba que la fatiga se iba apoderando de él.
—¿Y nuestras fuerzas? —le preguntó Lan al príncipe Kaisel.
—Unos seis mil todavía están en condiciones de cabalgar, Dai Shan.
Menos de la mitad de los que habían empezado el día antes.
—Decidles que monten.
—¿Vamos a retirarnos? —Kaisel parecía conmocionado.
Lan se volvió hacia él.
Kaisel palideció. A Lan le habían dicho que su mirada podía poner nervioso a cualquier hombre; Moraine solía bromear afirmando que era capaz de hacer que las piedras bajaran la vista si las miraba fijamente, y que tenía la paciencia de un roble. Bueno, él no se sentía tan seguro de sí mismo como la gente creía, pero ese muchacho tendría que haber sabido que no debía preguntar si se estaban retirando.
—Por supuesto —contestó—, y después vamos a atacar.
—¿Atacar? —exclamó Kaisel—. ¡Estamos a la defensiva!
—Nos barrerían. —Lan se subió a la silla de Mandarb—. Estamos cansados, agotados hasta casi la extenuación. Si nos quedamos aquí y esperamos a que nos ataquen otra vez, caeremos sin que tengamos tiempo de soltar un gemido.
Lan sabía ver cuándo se había llegado al final.
—Transmitid las órdenes —le dijo al príncipe Kaisel—. Saldremos del paso poco a poco. Reunid al resto de las tropas en la llanura, montadas y preparadas para atacar a los Engendros de la Sombra cuando salgan del desfiladero. Una carga hará mucho más daño; no sabrán qué se les ha venido encima.
—¿Y no nos rodearán y nos rebasarán si abandonamos el paso? —pregunto Kaisel.
—Es lo mejor que podemos hacer con los recursos que tenemos.
—¿Y luego?
—Y luego acabarán abriéndose paso, fraccionarán nuestra fuerza en partes y nos superarán.
Kaisel permaneció sentado en silencio un momento y después asintió con la cabeza. De nuevo, Lan se quedó impresionado. Había dado por sentado que el muchacho había ido con él en busca de la gloria de la batalla, para luchar junto al Dai Shan y barrer a sus enemigos. Pero no. Kaisel era un fronterizo hasta la médula. No había ido en busca de la gloria. Había ido porque debía hacerlo. «Buen chico.»
—Dad la orden ya. Los hombres se alegrarán de volver a montar en sus caballos.
Demasiados se habían visto obligados a luchar a pie por la falta de maniobrabilidad en los estrechos confines del desfiladero. Kaisel transmitió las órdenes, que se propagaron entre los hombres como un fuego otoñal. Lan vio a Andere montar en la silla, ayudado por Bulen.
—Andere —dijo Lan, que taloneó a Mandarb para ir hacia él—, no estás en condiciones de cabalgar. Ve con los heridos al campamento de retaguardia.
—¿Para quedarme tumbado y que así los trollocs puedan descuartizarme con más facilidad después de acabar con todos los demás? —Andere se — inclinó hacia adelante en la silla con un leve tambaleo, y Bulen lo miró, preocupado. Andere lo despidió con un gesto de la mano y se obligó a sentarse derecho—. Ya hemos movido la montaña, Lan. Retiremos a un lado esta pluma y acabemos de una vez.
Lan no tenía argumentos contra eso. Mandó iniciar la retirada a los hombres que estaban delante de él en el paso. Los hombres se reunieron a su alrededor y retrocedieron despacio hacia la llanura.
Los trollocs aullaron y ulularon con excitación. Sabían que, una vez que estuvieran fuera de los muros de piedra que restringían sus movimientos, ganarían la batalla con facilidad.
Lan y su reducida fuerza abandonaron los angostos confines del desfiladero, los que iban a pie corriendo hacia los caballos que tenían atados cerca de la boca del cañón.
Los trollocs —por una vez— no necesitaron que los Myrddraal los azuzaran. Las pisadas sonaron como un apagado retumbo en el suelo rocoso.
A varios centenares de yardas del desfiladero, Lan sofrenó a Mandarb y lo hizo dar media vuelta. Andere condujo con dificultad a su caballo al lado del de Lan y se les unieron otros jinetes que formaron largas líneas de caballería. Bulen trotó para situarse al otro lado de Lan.
La acometida de Engendros de la Sombra se acercaba a la boca del desfiladero, una fuerza de miles de trollocs que enseguida irrumpiría en terreno abierto e intentaría arrasarlos.