Las fuerzas de Lan permanecían alineadas en silencio a su alrededor. Muchos eran hombres mayores, los últimos que quedaban de su reino desaparecido. Esa fuerza que se las había arreglado para taponar la quebrada ahora parecía minúscula en medio de la inmensa llanura.
—Bulen —llamó Lan.
—¿Sí, lord Mandragoran?
—Dijiste que me habías fallado una vez, hace años.
—Sí, milord. Lo...
—Cualquier fallo por tu parte está olvidado —dijo Lan, sin desviar los ojos del frente—. Me siento orgulloso de haberte dado tu hadori.
Kaisel se acercó al trote y saludó a Lan con una inclinación de cabeza.
—Estamos preparados, Dai Shan.
—Es mejor así —dijo Andere, crispado el gesto y todavía con la mano apretando la herida, apenas capaz de permanecer en la silla.
—Es lo que ha de ser —dijo Lan. No era un argumento en contra. No del todo.
—No, es algo más, Lan —insistió Andere—. Malkier es como un árbol que perdió las raíces comidas por la carcoma y con las ramas marchitándose poco a poco. Prefiero arder en un suspiro.
—Yo preferiría cargar —intervino Bulen con voz firme—. Preferiría cargar ahora y que nos aplasten. Muramos en un ataque, con las espadas señalando al hogar.
Lan asintió con un cabeceo, se volvió en la silla y alzó la espada bien alta por encima de la cabeza. No pronunció discursos. Eso ya lo había hecho. Los hombres sabían lo que iba a continuación. Una carga más, cuando todavía les quedaba algo de fuerza, tendría algún significado. Unos cuantos Engendros de la Sombra más que no entrarían en tierras civilizadas. Menos trollocs que matarían a los que no podrían defenderse.
El enemigo parecía interminable. Una horda babeante, atronadora, sin línea de combate ni disciplina. La encarnación de la cólera, de la destrucción. Miles de millares. Irrumpieron por la boca del desfiladero como aguas desbordadas que han roto la represa que las contenía, como un aluvión.
La reducida tropa de humanos era una piedrecilla en el camino ante ellos.
Los hombres, alzando las espadas en silencio, hicieron un último saludo a Lan.
—¡Adelante! —gritó Lan.
«Ahora, mientras se despliegan. Causaremos más daño.» Taconeó a Mandarb y dirigió la carga.
Andere galopaba a su lado, asido a la perilla de la silla con las dos manos. Ni siquiera intentó empuñar un arma; se habría caído del caballo si lo hubiera hecho.
Nynaeve se encontraba demasiado lejos para que Lan la percibiera a través de vínculo, pero a veces las emociones muy intensas podían hacerse notar a pesar de la distancia. Intentó proyectar seguridad en caso de que le llegara. Orgullo por sus hombres. Amor por ella. Deseó con todas sus fuerzas que fueran esas cosas las últimas que recordara de él.
«La espada será mi brazo...»
Cascos retumbando en el suelo. Los trollocs delante aullando con deleite al comprender que su presa había transformado una retirada en una carga de hombres que se lanzaban a sus garras.
«Mi pecho será el escudo...»
Lan oía una voz, la de su padre, pronunciando esas palabras. Pero eso era una estupidez, por supuesto. Él era un bebé cuando Malkier había caído.
«Que las Siete Torres defiendan...»
Nunca había visto las Siete Torres plantándole cara a la Llaga. Sólo había oído relatos.
«Y que a la oscuridad detengan...»
Los cascos de los caballos se estaban convirtiendo en un ruido atronador. Tan fuerte... Más de lo que habría creído posible. Se mantuvo erguido, con la espada enfilada hacia adelante.
«Caídos los demás, resistiré.»
Los trollocs alzaron las lanzas en posición horizontal conforme la distancia entre las dos fuerzas oponentes se reducía.
«Al Chalidholara Malkier.»
Por mi amada tierra, Malkier.
Era el juramento que prestaba un soldado malkieri en su primer destino en la frontera.
Él lo había hecho con el corazón.
—¡Al Chalidholara Malkier! —gritó Lan—. ¡Prestas las lanzas!
¡Luz, qué estruendo el de los cascos! ¿De verdad podían hacer tanto ruido seis mil jinetes? Volvió la cabeza para mirar a los que iban tras él.
Al menos eran diez mil los que cabalgaban en esa carga.
«¿Cómo?»
Espoleó a Mandarb a pesar de la sorpresa.
—¡Adelante la Grulla Dorada!
Voces, gritos, exclamaciones de energía y gozo.
El aire, delante y a la izquierda, se abrió con un súbito tajo vertical. Un acceso con una anchura de tres docenas de pasos —el más grande que Lan había visto nunca— se abrió como si lo hiciera en el mismísimo sol. Al otro lado, una cegadora brillantez se derramó hacia afuera, explotó hacia afuera. Jinetes a la carga, con armadura completa, irrumpieron por el acceso y se situaron a los flancos de Lan. Sobre ellos ondeaba la bandera de Arafel.
Más accesos. Tres. Cuatro. Una docena. Cada uno surgió en el campo de forma coordinada, lanzando jinetes a la carga, con las lanzas en ristre y las banderas de Saldaea, Shienar y Kandor flameando. En cuestión de segundos, la carga de Lan con seis mil se había convertido en otra de cien mil.
Los trollocs de las primeras líneas gritaron y algunos dejaron de correr. Otros se mantuvieron parados en el sitio, con las lanzas inclinadas para empalar a los caballos que se aproximaban. Amontonándose detrás de ellos —sin poder ver con claridad lo que ocurría al frente— otras bestias enfurecidas empujaban con afán hacia adelante mientras blandían enormes espadas de hojas semejantes a guadañas y hachas de guerra de doble filo.
Los trollocs situados en primera línea, con las picas inclinadas, explotaron.
En alguna parte, detrás de Lan, los Asha’man empezaron a lanzar tejidos que desgarraron la tierra y destruyeron por completo las primeras líneas de trollocs. Cuando los cadáveres se desplomaron en el suelo, las líneas medias se encontraron expuestas, afrontando un vendaval de cascos, espadas y lanzas.
Lan se lanzó blandiendo la espada a diestro y siniestro, mientras Mandarb chocaba con los rugientes trollocs y se abría paso entre ellos. Andere se echó a reír.
—¡Atrás, necio! —le gritó Lan al tiempo que descargaba tajos con la espada a los trollocs cercanos—. Dirige a los Asha’man hacia nuestros heridos. ¡Que protejan el campamento!
—¡Quiero veros sonreír, Lan! —gritó Andere, aferrado a la silla del caballo—. ¡Dadle más emoción a esa cara pétrea por una vez en vuestra vida! ¡Seguro que esto lo merece!
Lan observó la batalla que jamás pensó que ganaría, vio una lucha prometedora en lugar de una posición donde plantar cara por última vez, y no pudo contenerse. No sólo sonrió. Prorrumpió en carcajadas.
Andere obedeció su orden y cabalgó para buscar Curación y organizar las líneas de retaguardia.
—Jophil —llamó Lan—, ¡alza bien alto mi estandarte! ¡Malkier sigue vivo hoy!
7
Planes de batalla
Elayne salió del pabellón una vez acabada la reunión y se encontró en medio de una docena de árboles, más o menos. No eran simples árboles: eran altísimos, saludables, de enorme ramaje. Unos árboles bellísimos de centenares de pies de alto, con troncos imponentes. Se quedó paralizada y boquiabierta, y la situación habría resultado embarazosa de no ser porque todos los demás estaban haciendo lo mismo. Miró a un lado, donde Egwene se había quedado parada y con la boca abierta de par en par mirando los gigantescos árboles. El sol aún brillaba en el cielo, pero la sombra proyectada sobre la zona por las verdes hojas explicaba la razón de que la luz hubiera menguado dentro del pabellón.
—Estos árboles... —empezó Perrin mientras avanzaba un paso y apoyaba la mano en la gruesa corteza estriada—. He visto antes Grandes Árboles como éstos. Dentro de un stedding.
Elayne abrazó la Fuente. El brillo del Saidar estaba allí, otra fuente cálida junto con la del sol. Absorbió el Poder y le hizo gracia constatar que la mayoría de las mujeres que encauzaban habían hecho lo mismo que ella en el momento en que se mencionó la palabra stedding.