Esa operación de Dos Ríos, sin embargo... apestaba como un cadáver abandonado para que se pudriera. Aún no sabía si en realidad el propósito había sido atraer a al’Thor, o había sido mantener a Isam apartado de acontecimientos importantes. Sabía que sus habilidades fascinaban a los Elegidos, pues era capaz de hacer algo que ellos no sabían hacer. Oh, podían imitar la forma en que entraba en el sueño, pero para hacerlo necesitaban encauzar. Y accesos. Y tiempo.
Estaba harto de ser un peón en sus juegos. Que dejaran de cambiar de presa cada semana y lo dejaran cazar.
Uno no les decía esas cosas a los Elegidos, de modo que se guardó para sí sus objeciones.
Unas sombras oscurecieron el vano de la puerta y la mujer que atendía el salón desapareció en la parte de atrás, con lo que Isam y la Elegida se quedaron solos en la estancia.
—Puedes ponerte de pie —dijo ella.
Isam se incorporó con premura al tiempo que dos hombres entraban en el salón. Altos, musculosos y cubiertos con velos rojos. Vestían ropas de tonos marrones como los Aiel, pero no llevaban lanzas ni arcos. Esos seres mataban con armas mucho más mortíferas. Había pasado toda la vida evitando la mirada de hombres como ésos. Hizo un esfuerzo supremo para no ponerse a temblar al verlos dirigirse hacia la mesa con movimientos propios de predadores innatos.
Los hombres se bajaron los velos y enseñaron los dientes. Los llevaban limados. «Así me abrase.»
A esos dos los habían sometido a la Trasmutación. Se les notaba en los ojos, unos ojos que no eran del todo normales, que no eran del todo humanos.
Isam estuvo a punto de huir en ese momento para entrar en el sueño. No estaba a su alcance matar a esos dos hombres. Quedaría reducido a cenizas antes de lograr abatir a uno de ellos. Había visto cómo mataban los Samma N’Sei; a menudo lo hacían simplemente para descubrir otros modos de utilizar sus poderes.
No atacaron. ¿Sabían que la mujer era una Elegida? Entonces, ¿por qué se bajaban los velos? Los Samma N’Sei nunca se los bajaban excepto para matar, y sólo para las muertes que anhelaban llevar a cabo.
—Ellos te acompañarán —dijo la Elegida—. También contarás con un puñado de los Sin Talento para que ayuden con los guardias de al’Thor. —Se volvió hacia él y, por primera vez, lo miró a los ojos. Parecía... disgustada. Como si el hecho de necesitar su ayuda le fuera aborrecible.
«Ellos te acompañarán», había dicho, no «Ellos estarán a tu servicio».
Maldito hijo de perra. Este encargo iba a ser un trabajo odioso.
Talmanes se lanzó hacia un lado y esquivó el hacha del trolloc por muy poco. El suelo tembló cuando la cabeza del arma golpeó los adoquines y los hizo pedazos; el noble se agachó y clavó la espada en el muslo de la criatura. El ser, que tenía hocico de toro, echó la cabeza hacia atrás y bramó.
—Maldición, te apesta el aliento —gruñó Talmanes mientras liberaba el arma de un tirón y retrocedía.
El monstruo cayó sobre una pierna, y Talmanes le cortó de cuajo la mano que empuñaba el hacha.
Jadeante, el noble dio unos pasos hacia atrás al tiempo que sus dos compañeros alanceaban al ser en la espalda. Uno siempre prefería enfrentarse en grupo a los trollocs. En fin, uno siempre prefería enfrentarse en grupo a cualquiera, pero con los trollocs era más importante si se tenía en cuenta el tamaño y la fuerza de esas criaturas.
Bajo la noche, los cadáveres yacían apilados como montones de basura. Talmanes se había visto forzado a prender fuego a las torres de guardia de la puerta de la ciudad para tener luz; de momento, los guardias que habían quedado —media docena, más o menos— ya se habían sumado a los soldados de la Compañía.
Semejando una marea negra, los trollocs empezaron a retirarse de la puerta. Se habían dispersado demasiado. O, más bien, se habían visto obligados a hacerlo, ya que había habido un Semihombre con esa partida de monstruos. Talmanes bajó la mano hacia el costado herido. Estaba húmedo.
El fuego de las torres de guardia ardía con menos fuerza. Tendría que ordenar prender fuego a unos cuantos comercios. Se corría el riesgo de que el incendio se propagara, pero la ciudad ya se podía dar por perdida. No tenía sentido retrasar lo inevitable.
—¡Brynt! —llamó a voces—. ¡Prende fuego a ese establo!
Sandip se acercó al noble al tiempo que Brynt pasaba corriendo con una antorcha.
—Volverán. Y será pronto, probablemente.
Talmanes asintió con la cabeza. Ahora que la lucha había acabado, los vecinos empezaban a salir en tropel de callejones y escondrijos para dirigirse con cautela hacia la puerta y —se suponía— a la seguridad.
—No podemos quedarnos aquí y defender esta puerta —dijo Sandip—. Los dragones...
—Lo sé. ¿Cuántos hombres hemos perdido?
—Aún no los he contado. Al menos un centenar.
«Luz, Mat me arrancará la piel cuando se entere.» Mat detestaba perder tropas. En ese hombre alentaba una sensibilidad equiparable a su genialidad, una combinación extraña, pero inspiradora.
—Manda unos cuantos exploradores a vigilar las calles y avenidas cercanas para dar la alarma si se aproximan Engendros de la Sombra. Amontonad estos restos de trollocs para levantar barricadas. Servirán tan bien como cualquier otra cosa. ¡Tú, soldado!
Uno de los fatigados hombres que pasaban cerca se detuvo de golpe. Lucía los colores de la reina.
—¿Sí, milord?
—Tenemos que hacer saber a la gente que esta puerta de salida de la ciudad es segura. ¿Hay alguna llamada de cuerno que la plebe andoreña sabría identificar? ¿Algo que los hiciera acudir aquí?
—Plebe —repitió el hombre, pensativo. No parecía que la palabra le gustara. En Andor no la utilizaban a menudo—. Sí, la Marcha de la Reina.
—Sandip...
—Pondré a los chicos de la banda a ello, Talmanes —contestó el comandante.
—Bien.
El noble se agachó sobre una rodilla para limpiar la espada con la camisa de un trolloc muerto; el costado le dolía. La herida no era grave. En condiciones normales, no. En realidad sólo era un rasguño.
La camisa estaba tan sucia que vaciló antes de pasarla por el arma; pero la sangre de los trollocs era perjudicial para el acero de las hojas, así que frotó la espada. Se puso de pie y, haciendo caso omiso del dolor del costado, se dirigió hacia la puerta, donde tenía atado a Selfar. No se había atrevido a lanzar al caballo contra los Engendros de la Sombra. Era un buen castrado, pero no una montura entrenada en las Tierras Fronterizas.
Ninguno de los hombres cuestionó su decisión cuando subió a la silla e hizo que Selfar se volviera hacia el oeste y cruzara la puerta de la ciudad en dirección a los mercenarios a los que había observado antes. A Talmanes no lo sorprendió ver que se habían acercado a la ciudad. La batalla atraía a los guerreros como el fuego a los viajeros en una noche de invierno.
No se habían sumado a la lucha. Al acercarse con el caballo, un pequeño grupo de mercenarios saludó al noble; eran seis hombres de brazos musculosos y —probablemente— mollera dura. Los habían reconocido a él y a la Compañía. En la actualidad Mat era extraordinariamente famoso y, por asociación, también lo era la Compañía. Sin duda repararon en las manchas de sangre de trollocs en las ropas de Talmanes y en el vendaje del costado.
Esa herida empezaba realmente a escocer con ganas. Talmanes tiró de las riendas de Selfar y después, con paciencia, tanteó las alforjas. «Guardé algo de tabaco aquí, en alguna parte...»
—¿Sí? —preguntó uno de los mercenarios.
Era fácil identificar al cabecilla, pues llevaba la mejor armadura. A menudo un hombre acababa siendo el jefe de una banda como ésa por el mero hecho de seguir vivo.
Talmanes sacó su segunda mejor pipa de la alforja. ¿Dónde andaría el tabaco? Nunca llevaba su mejor pipa a la batalla. Su padre le había dicho siempre que hacerlo daba mala suerte.