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—Majestad... —dijo Lan, extrañado.

—Agelmar ha traído sus planes para este frente de batalla, Dai Shan —explicó Easar, que se puso al trote a su lado—. Le gustaría repasarlos con nosotros. Es importante que estéis aquí; combatiremos bajo la bandera de Malkier. Todos hemos estado de acuerdo en hacerlo así.

—¿Y Tenobia? —preguntó Lan, genuinamente sorprendido.

—En su caso, hizo falta un poco de estímulo. Se amoldó a nuestra opinión. También me han avisado que la reina Ethenielle dejará Kandor y vendrá aquí. Las Tierras Fronterizas luchan juntas en esta batalla, y lo hacemos con vos al frente.

Siguieron cabalgando bajo la luz menguante; hilera tras hilera de lanceros saludaban a Easar. Los shienarianos eran la mejor caballería pesada del mundo, y habían luchado —y muerto— sobre esas rocas incontables veces en defensa de las tierras exuberantes del sur.

—Iré —accedió Lan—. El peso de lo que me habéis confiado iguala al de tres montañas.

—Lo sé —contesto Easar—. Pero os seguiremos, Dai San. Hasta que el cielo se desgarre en pedazos, hasta que las rocas se escindan bajo los pies, y hasta que la propia Rueda deje de girar. O, así lo quiera la Luz, hasta que a la última espada le sea concedida la paz.

—¿Y qué pasa con Kandor? Si la reina viene aquí, ¿quién dirigirá esa batalla?

—La Torre Blanca cabalga para luchar contra los Engendros de la Sombra que hay allí —informó Easar—. Enarbolasteis la Grulla Dorada. Nosotros juramos venir en vuestra ayuda, y así lo hemos hecho. —Vaciló — y el timbre de su voz se hizo más sombrío—. Kandor ya no tiene salvación, Dai Shan. La reina lo ha admitido. El trabajo de la Torre Blanca no es recuperar el país, sino contener a los Engendros de la Sombra para que no ocupen más territorio.

Dieron media vuelta y cabalgaron entre las filas de lanceros. A los hombres se les exigía pasar las horas crepusculares a pocos pasos de sus monturas, y se mantenían ocupados cuidando de la armadura, las armas y los caballos. Todos los hombres llevaban una espada larga, a veces dos, envainada a la espalda, y todos sujetaban al cinto mazas y dagas. Los shienarianos no contaban únicamente con sus lanzas; un enemigo que pensara inmovilizarlos al no dejarles espacio para cargar, enseguida descubriría que podían ser muy peligrosos en la lucha a corta distancia.

La mayoría de los hombres vestían tabardos amarillos encima de la armadura, adornados con el Halcón Negro. Saludaron, recta la espalda y serios los rostros. En verdad, los shienarianos eran gente circunspecta. Era lo que pasaba si se vivía en las Tierras Fronterizas.

Lan vaciló, aunque enseguida habló alzando la voz:

—¿Por qué nos lamentamos?

Los soldados que estaban cerca se volvieron hacia él.

—¿No es esto para lo que nos hemos adiestrado? —gritó Lan—. ¿No es éste nuestro propósito, el de nuestras propias vidas? Esta guerra no es motivo de pesar. Otros hombres tal vez hayan sido indulgentes consigo mismos, pero no es nuestro caso. Estamos preparados, y por ello éste es un momento de gloria.

»¡Que haya risas! ¡Que haya gozo! Aclamemos a los caídos y brindemos por nuestros antepasados porque nos enseñaron bien. Si morís mañana, a la espera de vuestro renacimiento, sentíos orgullosos. ¡Tenemos encima la Última Batalla y nosotros estamos preparados!

Lan no sabía muy bien qué lo había hecho decir aquello, pero sus palabras desencadenaron una salva de vítores.

—¡Dai Shan! ¡Dai Shan! ¡La Grulla Dorada!

Vio que algunos de los hombres escribían la breve arenga a fin de pasársela a los demás.

—Tenéis alma de líder, Dai Shan —dijo Easar mientras cabalgaban.

—No es eso —argumentó Lan, con la vista al frente—. Es que no soporto la autocompasión. Hay demasiados hombres que actúan como si estuvieran preparándose la mortaja.

—Un tambor sin la membrana —empezó Easar en voz queda al tiempo que sacudía las riendas—. Una bomba sin palanca. Y sin voz una canción. Aun así me pertenece. Aun así.

Lan se volvió, fruncido el entrecejo, pero el rey no dio explicación por la poesía. Si sus súbditos eran circunspectos, el monarca lo era más. Easar tenía profundas heridas que no quería compartir. Lan lo entendía; él había hecho lo mismo.

Esa noche, sin embargo, sorprendió a Easar sonriendo mientras pensaba lo que quiera que le hubiera hecho evocar la poesía.

—¿Eso era de Anasai de Ryddingwood? —preguntó Lan.

—¿Conocéis la obra de Anasai? —Easar parecía sorprendido.

—Era una de las preferidas de Moraine Sedai. Sonaba como si fuera de ella.

—Todas las poesías las escribió como elegías —expuso Easar—. Ésta era para su padre. Anasai dejó instrucciones de que se podía leer, pero no en voz alta, excepto cuando fuera indicado hacerlo así. Aunque no explicó lo que consideraba indicado.

Llegaron a las tiendas de mando y desmontaron. Pero, no bien acababan de poner los pies en el suelo, cuando los cuernos empezaron a dar el toque de alarma. Los dos hombres reaccionaron y Lan se llevó la mano a la espada en un gesto automático.

—¡Vayamos con lord Agelmar! —gritó Lan mientras los hombres empezaban a chillar y sonaba el tintineo del equipamiento—. Si vais a combatir bajo mi bandera, entonces aceptaré de buen grado el papel de cabecilla.

—¿Sin albergar duda alguna? —preguntó Easar.

—¿Qué soy yo? —preguntó Lan mientras subía a la silla—. ¿Un pastor de algún pueblo olvidado? Cumpliré con mi deber. Si los hombres son tan necios de darme la responsabilidad del mando, yo también les explicaré qué responsabilidades tienen ellos.

Easar asintió con la cabeza y saludó mientras las comisuras de los labios se le curvaban con otra sonrisa. Lan le devolvió el saludo y después taconeó a Mandarb a través del centro del campamento. Los hombres apostados en el perímetro encendían hogueras; los Asha’man habían creado accesos a uno de los muchos bosques moribundos del sur para que los soldados recogieran leña. Si al final las cosas se hacían a su modo, Lan estaba decidido a que esos cinco encauzadores nunca malgastarían su fuerza matando trollocs. Eran mucho más útiles en otras cosas.

Narishma saludó a Lan al pasar a su lado. Lan no sabía con certeza que los grandes capitanes hubieran elegido a propósito Asha’man fronterizos para que estuvieran a sus órdenes, pero no creía que fuera pura casualidad. Tenía al menos uno de cada nación fronteriza, incluso uno nacido de padres malkieri.

«Luchamos juntos.»

8

Esa ciudad consumida despacio por el fuego

Montada en su yegua Sombra de Luna, una alazana tostada de los establos reales, Elayne Trakand cabalgó a través de un acceso que ella misma había abierto.

Esos establos estaban ahora en manos de los trollocs y, a esas alturas, los compañeros de cuadra de Sombra de Luna a buen seguro que habían acabado en calderos. Elayne no quería pensar con detenimiento sobre qué —o quiénes más— habría terminado dentro de esos mismos calderos. Mantuvo un gesto resuelto en el semblante. Sus tropas no verían en su reina una expresión de incertidumbre.

Había elegido ir a una colina situada a unos mil pasos al noroeste de Caemlyn, fuera del alcance de los arcos, pero lo bastante cerca para ver la ciudad. Varias bandas de mercenarios habían acampado en esas colinas durante las semanas que siguieron a la Guerra de Sucesión. Ahora, o se habían unido a los ejércitos de la Luz o se habían disuelto, convirtiéndose en ladrones o forajidos errantes.

La avanzadilla de guardias ya había asegurado la zona, y el capitán Guybon saludó mientras los miembros de la Guardia Real —tanto hombres como mujeres— se situaban alrededor del caballo de Elayne. El aire todavía olía a humo, y ver Caemlyn humeando a semejanza del Monte del Dragón fue como echar un puñado de amargura al revoltijo de emociones que le atenazaba el estómago.