Выбрать главу

La otrora orgullosa urbe estaba muerta, una pira que arrojaba cientos de columnas de humo hacia las nubes del cielo tormentoso. Ese humo le recordaba las quemas primaverales, cuando los granjeros prendían fuego a los campos en una labor de desbroce previa a la siembra. No había reinado ni cien días en Caemlyn, y la ciudad ya estaba perdida.

«Si los dragones pueden causar ese destrozo a una ciudad —pensó mientras observaba el agujero que Talmanes le había hecho al lienzo de muralla más cercano—, el mundo habrá de evolucionar. Todo lo que conocemos sobre el arte de la guerra cambiará.»

—¿Cuántos creéis que hay? —le preguntó al hombre que cabalgaba a su lado.

Talmanes sólo había disfrutado de un día de descanso tras la terrible experiencia que casi le había costado la vida. Probablemente debería haberse quedado en Merrilor; desde luego, no podría luchar en primera línea en un futuro próximo.

—Es imposible calcularlo puesto que están escondidos en la ciudad, majestad —contestó, respetuoso—. Decenas de miles, aunque es probable que no lleguen a los centenares de miles.

El hombre se ponía nervioso cuando la tenía cerca, y lo manifestaba con un estilo muy cairhienino: hablarle con un respeto exageradamente florido. De él se decía que era uno de los oficiales de mayor confianza de Mat; Elayne habría supuesto que, a esas alturas, Mat habría echado a perder al noble mucho más. Pero Talmanes no había dicho ni una sola palabra malsonante. Lástima.

Otros accesos se abrieron cerca en la hierba amarillenta, y sus fuerzas los cruzaron llenando los campos y coronando las colinas. Tenía a su mando un ejército grande de guerreros, entre ellos muchos de los siswai’aman, para reforzar a su Guardia Real y a los soldados del ejército regular andoreño al mando de Birgitte y del capitán Guybon. Un segundo destacamento Aiel —compuesto por Doncellas, Sabias y los restantes guerreros— había sido elegido para viajar con Rand al norte, a Shayol Ghul.

Sólo unas pocas Sabias —las que viajaban con Perrin— habían ido con Elayne, bien que a ella le habría gustado contar con más encauzadoras. Aun así, disponía de la Compañía y de sus dragones, que compensarían el hecho de que sus únicas encauzadoras eran las Allegadas, muchas de las cuales eran débiles en el Poder.

Perrin y su numerosa hueste la acompañaban. Eso incluía la Guardia Alada de Mayene, la caballería ghealdana, los Capas Blancas —Elayne aún no había llegado a una conclusión en cuanto a lo que pensaba sobre eso último— y una compañía de arqueros de Dos Ríos dirigida por Tam. Completando su ejército estaba el grupo que se hacía llamar la Guardia del Lobo; la mayoría de sus componentes eran refugiados convertidos en soldados, de los cuales algunos habían recibido entrenamiento de combate. Y, por supuesto, tenía al mariscal Bashere y a su Legión del Dragón.

Elayne había aprobado el plan de Bashere para la batalla en Caemlyn.

«Tenemos que llevar la lucha al bosque —había explicado él—. Los arqueros serán mortíferos descargando andanadas a los trollocs cuando se aproximen. Si esos chicos saben moverse por el bosque tan bien como se me ha dicho que pueden hacer, seguirán siendo igual de peligrosos cuando retrocedan.»

Los Aiel también serían mortíferos en un bosque, donde los trollocs no podrían aprovechar su superioridad numérica contra sus oponentes. Bashere cabalgaba cerca de ella. Al parecer, Rand le había indicado de forma específica que estuviera pendiente de ella. Como si no fuera suficiente con Birgitte, que se sobresaltaba cada vez que Elayne se movía.

«Más le vale a Rand mantenerse a salvo para que pueda decirle lo que pienso de él», pensó mientras Bashere se acercaba conversando con Birgitte en voz baja. El mariscal tenía las piernas arqueadas y un bigote espeso. No le hablaba como un hombre debería hacerlo al dirigirse a una reina... Claro que la reina de Saldaea era su sobrina, y quizá por ello se sentía muy cómodo en presencia de la realeza.

«Es el primero en la línea de sucesión al trono», se recordó para sus adentros. Trabajar con él le ofrecería ocasiones para afianzar más sus lazos con Saldaea. Todavía le gustaba la idea de ver a uno de sus descendientes en ese trono. Se llevó la mano al vientre. Ahora los bebés daban patadas y codazos con mucha frecuencia. Nadie le había dicho que sería tan parecido a... En fin, a tener una indigestión. Por desgracia, Melfane, contra todo pronóstico, había encontrado algo de leche de cabra.

—¿Qué novedades hay? —preguntó cuando Birgitte y Bashere se pusieron a su altura mientras Talmanes se apartaba con su caballo para dejarles hueco.

—Han llegado los informes de los exploradores que están en la ciudad —respondió el mariscal.

—Bashere tenía razón —añadió Birgitte—. Los trollocs están controlados y los incendios casi se han apagado. Alrededor de la mitad de la ciudad sigue en pie. Gran parte de ese humo que ves se debe a las lumbres de cocinar, no a edificios incendiados.

—Los trollocs son estúpidos —dijo Bashere—, pero los Semihombres no. Los trollocs habrían saqueado de buen grado toda la ciudad y le habrían prendido fuego de punta a punta, pero de seguir así corrían el peligro de que todo se les escapara de las manos. En cualquier caso, lo cierto es que ignoramos lo que la Sombra planea hacer en la ciudad, pero así al menos les queda la opción de intentar mantenerla ocupada durante un tiempo, si les interesara.

—¿Y no será eso lo que se proponen hacer? —preguntó Elayne.

—No lo sé, sinceramente —contestó Bashere—. Ignoramos qué objetivos tienen. ¿Este ataque a Caemlyn era para desatar el caos e infundir miedo a nuestros ejércitos o su intención era ocupar una plaza fuerte y conservarla a largo plazo, como base desde la que hostigar a nuestras fuerzas? Antaño, durante la Guerra de los Trollocs, los Fados mantuvieron ocupadas ciudades con ese propósito.

Elayne asintió con la cabeza.

—Perdón, majestad —dijo una voz.

Elayne se volvió y vio a uno de los hombres de Dos Ríos que se acercaba a ellos. Era uno de los cabecillas, el segundo de Tam.

«Dannil —pensó—. Se llama así.»

—Majestad —repitió Dannil; titubeó un poco, pero de hecho hablaba con cierto refinamiento—, lord Ojos Dorados tiene a sus hombres situados en el bosque.

—Lord Talmanes, ¿tenéis los dragones en posición? —preguntó Elayne.

—Casi —contestó el cairhienino—. Perdón, majestad, pero dudo que los arcos hagan falta una vez que esas armas disparen. ¿Estáis segura de que no queréis empezar con los dragones?

—Tenemos que incitar a los trollocs a entrar en batalla —repuso Elayne—. La disposición que presenté a grandes rasgos funcionará mejor. Bashere, ¿qué pasa con mi plan para la ciudad en sí?

—Creo que todo está casi a punto, pero quiero comprobarlo —dijo Bashere mientras se atusaba el bigote con los nudillos—. Esas encauzadoras vuestras han hecho un buen trabajo con los accesos, y Mayene nos proporcionó el aceite. ¿Seguro que queréis seguir adelante con algo tan drástico?

—Sí.

Bashere esperó a que ampliara la respuesta, tal vez a que ofreciera una explicación. Cuando no ocurrió así, se alejó para impartir las últimas órdenes. Elayne hizo dar media vuelta a Sombra de Luna para cabalgar por las filas de soldados situados allí, en las primeras líneas, apostados cerca del bosque. Poco podía hacer ella ahora, en esos últimos instantes, mientras sus comandantes daban órdenes, pero al menos la verían cabalgando con seguridad. Allí por donde pasaba, los hombres alzaban más alto las picas y levantaban la barbilla.

Elayne mantenía la vista en la ciudad que el fuego consumía lentamente. No apartaría los ojos, no permitiría que la ira la controlara, sino que se serviría de ella.