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Encontrar el momento de dormir no era fácil para sus hombres, ya que también debían ocuparse del equipo, de recoger leña para las hogueras y de transportar suministros a través de los accesos. Observó a los que, junto a él, dejaban el frente atrás, y barajó ideas para hacer algo que les diera ánimos y brío. Cerca, el leal Bulen se iba doblando en la silla. Tendría que ocuparse de que ese hombre durmiera más, o...

Bulen se cayó de la montura.

Lan soltó una maldición, refrenó a Mandarb y desmontó de un salto. Corrió junto a Bulen y descubrió que el hombre tenía los ojos abiertos, mirando sin ver el cielo. También vio una enorme herida en el costado, donde la cota de malla estaba rota como una vela a la que el viento ha azotado más de la cuenta. Bulen se había tapado la herida poniéndose el tabardo encima de la armadura. Lan no había visto cuándo le habían dado y tampoco lo había visto cubrirse la herida.

«¡Necio!», pensó Lan mientras tocaba el cuello del hombre con los dedos.

No había pulso. Estaba muerto.

«¡Necio! —repitió Lan para sus adentros, e inclinó la cabeza—. Querías seguir a mi lado, ¿verdad? Por eso ocultaste la herida. Temías que muriera ahí fuera mientras a tú regresabas para la Curación.

»O era por eso, o es que no querías usar la fuerza de los encauzadores. Sabías que se les está exigiendo hasta el límite.»

Prietos los dientes, Lan cogió en brazos el cadáver de Bulen y se lo cargó al hombro. Lo echó sobre el caballo del hombre y lo ató, atravesado en la silla. Parados a corta distancia, Andere y el príncipe Kaisel —que solía cabalgar con Lan junto con su pelotón de cien jinetes— observaban con gesto solemne. Consciente de los ojos de los hombres posados en él, Lan apoyó la mano en el hombro del cadáver.

—Combatiste bien, amigo mío —dijo—. Se cantarán elogios en tu honor durante generaciones. Que halles cobijo en la mano del Creador, y que el último abrazo de la madre te acoja en su seno. —Se volvió hacia los otros—. ¡No lo lloraré! ¡Llorar a los muertos es para quienes se lamentan, y yo no lamento lo que hacemos aquí! Bulen no habría podido tener una muerte mejor. No lloraré por él, ¡lo vitorearé!

Sujetando las riendas del caballo de Bulen, montó en la silla de Mandarb y se irguió, orgulloso. No dejaría que advirtieran su fatiga. Ni su pesar.

—¿Alguno de vosotros ha visto caer a Bakh? —preguntó a quienes cabalgaban cerca de él—. Llevaba una ballesta atada a la grupa de su caballo. Siempre llevaba esa cosa consigo. Juro que si se ha disparado con ella aunque sea sin querer, haré que los Asha’man lo cuelguen por los dedos gordos de los pies en lo alto de un despeñadero.

—Murió ayer cuando la espada se le quedó enganchada en la armadura de un trolloc. La soltó e intentó asir la otra, pero dos trollocs más lo desmontaron del caballo. Creí que había muerto entonces e intentaba llegar hasta él, cuando lo vi incorporarse con esa condenada ballesta y acertarle a un trolloc justo en el ojo, a dos pies de distancia; el virote le traspasó limpiamente el cráneo. El segundo trolloc lo hizo trizas, pero no antes de que consiguiera clavarle en el cuello el cuchillo de la bota. Te recuerdo, Bakh. Moriste bien.

Lan asintió con la cabeza. Cabalgaron en silencio unos segundos y entonces el príncipe Kaisel añadió:

—Ragon. También murió bien. Cargó con su caballo directamente contra un grupo de treinta trollocs que se nos echaban encima por el flanco.

—Sí, Ragon era un loco —dijo Andere—. Soy uno de los hombres que salvó. —Sonrió—. Sí que murió bien. Luz, y tanto que sí. Por supuesto, la mayor locura que he visto estos últimos días es lo que hizo Kragil cuando luchaba con ese Fado. ¿Alguno de vosotros lo vio...?

Para cuando llegaron al campamento, los hombres reían y ensalzaban a los caídos. Lan se apartó de ellos y llevó a Bulen hasta donde estaban los Asha’man. Vio a Narishma, que abría un acceso para una carreta de suministros.

—Lord Mandragoran... —dijo, saludándolo con una ligera inclinación de cabeza.

—Necesito dejarlo en algún sitio frío —contestó Lan mientras desmontaba—. Cuando esto haya terminado y Malkier haya sido reivindicado, querremos que haya un sitio apropiado para los valerosos caídos. Hasta entonces, no permitiré que se lo queme ni que se lo deje para que se pudra. Fue el primer malkieri que volvió con el rey de Malkier.

Narishma asintió con un cabeceo y las campanillas arafelinas tintinearon al final de las trenzas del hombre. Hizo pasar a la carreta y luego alzó la mano para que las demás se detuvieran. Cerró ese acceso y abrió uno en lo alto de una montaña.

A través del acceso sopló un viento helador. Lan bajó a Bulen del caballo. Narishma se acercó para ayudarlo, pero Lan le hizo un gesto para apartarlo y gruñó al aupar el cadáver para echárselo al hombro. Cruzó por el acceso a la nieve y al mordiente aire en las mejillas, que fue como si alguien se las hubiera cortado con un cuchillo.

Soltó a Bulen en el suelo, se arrodilló y le quitó el hadori de la cabeza, con suavidad. Lo llevaría él a la batalla —para que así Bulen pudiera seguir luchando— y después volvería a ponérselo al cadáver, cuando la batalla hubiese terminado. Una antigua tradición malkieri.

—Lo hiciste bien, Bulen —susurró Lan—. Gracias por no perder la fe en mí.

Se puso de pie haciendo crujir la nieve y salió por el acceso con el hadori en la mano. Narishma dejó que el acceso se cerrara y Lan preguntó por la ubicación de la montaña —en caso de que el Asha’man pereciera en el conflicto— para poder localizar a Bulen.

No podrían conservar así los cadáveres de todos los malkieri, pero era mejor uno que ninguno. Lan enrolló el hadori de cuero en la empuñadura de la espada, justo debajo de los gavilanes, y lo ató bien apretado. Le pasó las riendas de Mandarb a un mozo de cuadra y, levantando el índice delante de la nariz del animal, lo miró con fijeza a los brillantes ojos.

—Ni un mordisco más a los mozos de cuadra —reprendió al semental.

Hecho esto, Lan fue en busca de lord Agelmar. Encontró al comandante hablando con Tenobia, fuera del sector saldaenino del campamento. Cerca, hombres con los arcos preparados y situados en filas de doscientos vigilaban el cielo. Ya se habían dado varios ataques de Draghkar. Mientras Lan se acercaba, el suelo empezó a temblar y a retumbar.

Los soldados no gritaron. Estaban acostumbrados a eso. La tierra gemía.

La roca pelada del suelo se partió cerca de Lan, que saltó hacia atrás, alarmado, mientras las sacudidas proseguían, y vio unas minúsculas hendeduras que aparecían en la piedra, unas fracturas finas. En esas grietas había algo que estaba muy, muy mal. Eran demasiado oscuras, demasiado profundas. Aunque el área seguía sacudiéndose, se acercó y las observó con detenimiento intentando distinguirlas en detalle en medio del estruendo del terremoto.

Parecían grietas abiertas a la nada. Atraían la luz, la absorbían. Era como si mirara fracturas en la naturaleza de la propia realidad.

Las sacudidas cesaron. La oscuridad dentro de las grietas persistió durante unos segundos y después desapareció; las fracturas diminutas se convirtieron en hendiduras corrientes en la piedra. Cauteloso, Lan se arrodilló y las inspeccionó atentamente. ¿Había visto lo que creía? ¿Qué significaría?

Con un escalofrío, se puso de pie y siguió su camino.

«No son sólo los hombres los que están cada vez más cansados —pensó—. La madre se está debilitando.»

Se apresuró a través del campamento saldaenino. De todos los que luchaban en el desfiladero, los saldaeninos eran los que tenían el campamento mejor cuidado, dirigido por las manos severas de las esposas de los oficiales. Lan había dejado a la mayoría de los malkieri no combatientes en Fal Dara, y las otras fuerzas habían ido con pocas personas que no fueran guerreros.