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No era así como hacían las cosas los saldaeninos. Aunque normalmente no entraban en la Llaga, en los demás casos las mujeres acompañaban a sus esposos. Todas sabían luchar con cuchillos y defenderían su campamento hasta la muerte si llegaba el caso. Habían sido muy útiles en la tarea de reunir y distribuir víveres y atender a los heridos.

Tenobia discutía tácticas con Agelmar otra vez. Lan los oyó y vio que el gran capitán shienariano accedía a sus demandas con un cabeceo. El problema no era que la mujer no entendiera las cosas, sino que era demasiado atrevida. Quería que lanzaran un ataque en la Llaga para trasladar la lucha con los trollocs al territorio donde esos monstruos se reproducían.

Por fin reparó en Lan.

—Lord Mandragoran —saludó, mirándolo. Era una mujer bastante guapa, con fuego en los ojos y largo cabello negro—. ¿Vuestra última misión de combate ha tenido éxito?

—Han muerto más trollocs —dijo Lan.

—Libramos una batalla gloriosa —comentó ella con orgullo.

—He perdido a un buen amigo.

Tenobia se quedó callada y después lo miró a los ojos, tal vez buscando emoción en ellos. Lan no denotó ninguna. Bulen había muerto bien.

—Los hombres que combaten tienen gloria —dijo Lan—, pero la batalla en sí no es la gloria. Es lo que es, simplemente. Lord Agelmar, me gustaría hablar con vos.

Tenobia se apartó y Lan hizo un aparte con Agelmar. El viejo general miró a Lan con agradecimiento. Tenobia los observó un momento y después se alejó acompañada por dos guardias que la siguieron a toda prisa.

«En algún momento irá a combatir ella misma si no vigilamos sus pasos —pensó Lan—. Tiene la cabeza llena de cantares de gesta y relatos de juglares.»

¿Acaso no acababa él de animar a sus hombres a contar esos mismos relatos? No. Había una diferencia; él percibía una diferencia. Enseñar a los hombres a aceptar que podrían morir y a venerar el honor de los caídos... Eso era diferente de entonar canciones sobre lo maravilloso que era luchar en el frente de la batalla.

Por desgracia, era preciso combatir para entender la diferencia. Quisiera la Luz que Tenobia no hiciera nada irreflexivo. Lan había visto muchos jóvenes con esa mirada en los ojos. En esos casos, la solución era trabajar con ellos durante unas cuantas semanas e instruirlos hasta el agotamiento de forma que sólo pensaran en dormir, no en la «gloria» que algún día alcanzarían. Dudaba que esa solución fuera apropiada para una reina.

—Se ha ido haciendo más temeraria desde que Kalyan se casó con Ethenielle —explicó lord Agelmar en voz baja mientras Lan y él caminaban a lo largo de las líneas de vanguardia y saludaban con la cabeza a los soldados con los que se cruzaban—. Creo que él sabría cómo quitarle esas ideas de la cabeza, aunque fuera sólo de forma pasajera. Pero ahora, sin estar él ni Bashere pendientes de ella... —Suspiró—. En fin, dejando eso a un lado, ¿qué necesitáis de mí, Dai Shan?

—Los hombres están luchando —contestó Lan—. Pero me preocupa lo cansados que están. ¿Podremos seguir frenando a los trollocs?

—Tenéis razón; el enemigo acabará abriéndose paso a la fuerza —se mostró de acuerdo Agelmar.

—Entonces ¿qué hacemos?

—Seguiremos luchando aquí —contestó Agelmar—. Y luego, una vez que no seamos capaces de contenerlos, nos retiraremos para ganar tiempo.

—¿Retirarnos? —Lan se puso tenso.

Agelmar asintió con la cabeza.

—Estamos aquí para demorar a los trollocs —dijo después el general shienariano—. Eso lo conseguiremos aguantando en esta posición durante un tiempo, y después nos retiraremos a través de Shienar, poco a poco.

—No he venido al desfiladero de Tarwin para retirarme, Agelmar.

—Dai Shan, esas palabras me llevan a pensar que habéis venido aquí a morir.

Lo cual no era más que la verdad.

—No abandonaré Malkier en manos de la Sombra por segunda vez, Agelmar. Vine al desfiladero, y los malkieri me siguieron hasta aquí, para demostrar al Oscuro que no nos había vencido. De hecho, irnos después de haber conseguido afianzarnos en una posición...

—Dai Shan —lord Agelmar habló en voz más baja, sin dejar de caminar—, respeto vuestra decisión de combatir. Todos la respetamos; vuestro viaje hacia aquí, solo, fue el acicate que movió a miles. Puede que no fuera ése vuestro propósito, pero sí era el que la Rueda tejió para vos. La determinación de un hombre, centrada en lo que es justo, es algo que no se toma a la ligera. Sin embargo, llega un momento en que uno relega sus anhelos para dar prioridad a lo que tiene más importancia.

Lan se detuvo y miró al anciano general.

—Cuidad lo que decís, lord Agelmar —advirtió—. Casi da la impresión de que me estáis llamando egoísta.

—Lo estoy haciendo, Lan. Y lo sois —repuso Agelmar.

Lan no se inmutó.

—Vinisteis para dar la vida por Malkier —prosiguió el general—. Eso, en sí mismo, es un gesto noble. No obstante, teniendo encima la Última Batalla, también es un despilfarro, una estupidez. Os necesitamos. Los hombres morirán por vuestra tozudez.

—No les pedí que me siguieran. ¡Luz! Hice todo lo posible para impedírselo.

—El deber es más pesado que una montaña, Dai Shan.

Esta vez sí que Lan acusó el golpe. ¿Cuánto tiempo hacía que nadie lograba provocarle esa reacción con unas simples palabras? Recordó enseñar ese mismo concepto a un joven, allá en Dos Ríos. Un pastor, desconocedor del mundo, atemorizado por el destino que el Entramado le había deparado.

—El sino de algunos hombres es morir y eso los atemoriza —añadió Agelmar—. El de otros es vivir y dirigir, y para ellos es una carga. Si lo que queréis es seguir luchando aquí hasta que caiga el último hombre, podéis hacerlo, y ellos morirán cantando la gloria de la batalla. O podríais hacer lo que ambos necesitamos que hagáis: retirarnos cuando no tengamos más remedio, adaptarnos y continuar reteniendo a la Sombra para retardar su avance. Hasta que otros ejércitos tengan la posibilidad de enviarnos refuerzos.

»Contamos con una fuerza que tiene una movilidad excepcional. Cada ejército os ha enviado su mejor cuerpo de caballería. He visto nueve mil jinetes de la caballería ligera saldaenina realizar maniobras complejas con total precisión. Aquí podemos hacerle daño a la Sombra, pero ha quedado demostrado que su número de efectivos es demasiado grande. Más de lo que jamás imaginé que sería. Les haremos más daño al irnos retirando. Encontraremos la forma de castigarlos con cada paso que demos atrás. Sí, Lan. Me nombrasteis comandante general de campo. Y éste es el consejo que os doy. No ocurrirá hoy, o puede que no ocurra durante otra semana, pero al final tendremos que retroceder.

Lan siguió caminando en silencio. Antes de que tuviera oportunidad de formular una respuesta, vio estallar en el aire una luz azul. La señal de emergencia desde el desfiladero. Las unidades que acababan de rotar para actuar en el campo de batalla necesitaban ayuda.

«Lo pensaré», dijo Lan para sus adentros a los razonamientos del general. Desechando la fatiga, corrió hacia las hileras de caballos donde el mozo habría conducido a Mandarb.

No tenía por qué participar en esa salida. Acababa de regresar de cumplir un turno, pero de todos modos decidió ir. Se sorprendió llamando a voces a Bulen para que preparara su caballo, y se sintió como un estúpido. Luz, cómo se había acostumbrado a la ayuda de ese hombre.

«Agelmar tiene razón —pensó mientras los mozos de cuadra se peleaban por ensillar a Mandarb, el cual, percibiendo el estado de ánimo de su amo, se mostró inquieto—. Me seguirán. Como hizo Bulen. Los conduciré a la muerte en nombre de un reino desaparecido... Y yo marcharé también a la misma muerte... ¿Qué diferencia hay entre actuar así y el proceder de Tenobia?»