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Poco después galopaba de vuelta a las líneas defensivas y allí se encontró con que los trollocs casi se habían abierto paso. Se unió a la concentración de tropas y, esa noche, aguantaron. A la larga no lo conseguirían. Y entonces ¿qué? Entonces... abandonaría otra vez Malkier y haría lo que debía hacerse.

El ejército de Egwene se había reunido en el sector meridional de Campo de Merrilor. Estaba previsto que Viajaran a Kandor después de que el contingente de Elayne hubiera accedido a Caemlyn. Los ejércitos de Rand aún no habían entrado en Thakan’dar, sino que se habían desplazado a áreas temporales de estacionamiento, en la zona septentrional de Campo de Merrilor, donde era más fácil aprovisionarse de suministros. Él afirmaba que no era el momento adecuado para lanzar su ataque; quisiera la Luz que estuviera haciendo progresos con los seanchan.

Desplazar a tanta gente era un tremendo quebradero de cabeza. Las Aes Sedai creaban accesos en una extensa hilera, como puertas situadas a un lado de un gran salón de banquetes. Los soldados se apelotonaban a la espera de que llegara su turno de pasar. Muchas de las encauzadoras más fuertes se abstenían de colaborar; al cabo de poco tendrían que encauzar en combate, y la creación de accesos sólo les haría consumir la fuerza tan necesaria para la importante tarea que había dado comienzo.

Ni que decir tiene que los soldados abrieron paso a la Amyrlin. Con las unidades de vanguardia en su puesto y un campamento establecido al otro lado, había llegado el momento de que cruzara ella. Había pasado toda la mañana reunida con la Antecámara para repasar los informes sobre los suministros y el reconocimiento del terreno. Se alegraba de haber permitido que la Antecámara desempeñara un papel importante en la guerra. Las Asentadas tenían un montón de sabiduría que ofrecer; muchas de ellas habían vivido bastante más de un siglo.

—No me gusta tener que esperar tanto —comentó Gawyn, que cabalgaba a su lado.

Ella lo miró en silencio antes de responder.

—La organización del despliegue militar del general Bryne merece mi confianza, como también la de la Antecámara —comentó mientras pasaban a caballo entre los Compañeros Illianos, todos ellos equipados con reluciente armadura y con las Nueve Abejas de Illian cinceladas en el peto.

Los hombres saludaron, los rostros ocultos tras los yelmos cónicos con visera de barras. Egwene no estaba muy convencida de la conveniencia de tenerlos en su ejército —serían más leales a Rand que a ella—, pero Bryne había insistido en ello. Había dicho que su fuerza, aunque muy numerosa, carecía de un grupo de elite, como era el de los Compañeros.

—Sigo diciendo que deberíamos haber partido antes —insistió Gawyn mientras los dos cruzaban el acceso y salían a la frontera de Kandor.

—Sólo han sido unos pocos días.

—Unos pocos días mientras Kandor ardía.

Egwene percibía la frustración de Gawyn. También notaba que la amaba, apasionadamente. Ahora era su esposo. Los había casado Silviana en una ceremonia sencilla celebrada la noche anterior. Todavía resultaba extraño que Egwene hubiera autorizado su propia boda. Cuando uno era la mayor autoridad, ¿qué otra cosa podía hacer?

De camino al campamento instalado en la frontera kandoresa, Bryne salió a su encuentro a la par que impartía órdenes concisas a las patrullas de exploradores. Cuando llegó a donde estaba Egwene, se bajó del caballo, hizo una profunda reverencia y le besó el anillo. Después volvió a montar y continuó su camino. Se mostraba muy respetuoso, si se tenía en cuenta que, como quien dice, lo habían obligado a dirigir este ejército. Por supuesto, él había planteado sus condiciones, que se habían aceptado, así que, tal vez, también Bryne había impuesto su voluntad en esa negociación. Dirigir los ejércitos de la Torre Blanca había sido una oportunidad para él; a ningún hombre le gustaba que lo retiraran como si echaran a pastar a un caballo viejo. Para empezar, el gran capitán no tendría que encontrarse allí.

Vio que Siuan cabalgaba al lado de Bryne y sonrió con satisfacción.

«Son muy fuertes los vínculos que lo unen a nosotras.»

Egwene recorrió con la mirada las colinas de la frontera sudoriental de Kandor. A pesar de la ausencia de verdor —como ocurría ahora en casi todas las partes del mundo—, la tranquila serenidad no daba indicios de que el país ardía, más allá de esas elevaciones. La capital, Chachin, había quedado reducida a poco más que escombros. Antes de retirarse para unirse a la lucha con los otros fronterizos, la reina Ethenielle había traspasado las operaciones de rescate a Egwene y la Antecámara. Ellas habían hecho todo cuanto estaba en su mano, enviando exploradores a través de accesos a lo largo de las principales calzadas a fin de buscar refugiados y llevarlos hasta un sitio seguro; si es que quedaba algún lugar que pudiera considerarse así.

El principal ejército trolloc había dejado las ciudades envueltas en llamas y ahora avanzaba en dirección sudeste, hacia las colinas y el río que formaban la frontera de Kandor con Arafel.

Silviana cabalgó hasta llegar a la altura de Egwene y se situó en el lado opuesto de Gawyn, a quien sólo se dignó lanzar una mirada feroz antes de besar el anillo de Egwene. En verdad esos dos tendrían que dejar de actuar como el perro y el gato; se estaba haciendo irritante soportar semejante comportamiento.

—Madre —saludó la Guardiana.

—Silviana.

—Hemos recibido información actualizada de Elayne Sedai.

Egwene se permitió sonreír. Su Guardiana y ella —cada una por su lado— habían tomado por costumbre llamar a Elayne por su título de la Torre Blanca, en lugar de su título regio.

—¿Y...?

—Sugiere que establezcamos un emplazamiento donde se pueda trasladar a los heridos para la Curación.

—Habíamos hablado de mandar a las Amarillas de un campo de batalla a otro —argumentó Egwene.

—A Elayne Sedai le preocupa exponer a las Amarillas a un ataque —respondió Silviana—. Quiere un hospital de campaña.

—Eso sería más eficaz, madre —intervino Gawyn mientras se frotaba el mentón—. Buscar a los heridos tras una batalla es un asunto feo, brutal. No sé qué opinión me merece que se envíe a las hermanas a peinar el campo de batalla, a través de cadáveres. Esta guerra podría alargarse semanas, incluso meses, si los grandes capitanes están en lo cierto. Con el tiempo, la Sombra empezará a eliminar Aes Sedai en el campo de batalla.

—Elayne Sedai es muy... insistente —añadió Silviana.

El rostro de la Guardiana era una máscara impasible y el tono de voz, firme; sin embargo, también se las ingeniaba para transmitir un fuerte desagrado. Silviana era muy diestra en eso.

«Colaboré en poner a Elayne al frente de los ejércitos —se recordó Egwene—. Rehusar su indicación sentaría un mal precedente. Como también lo haría obedecerla.» Con suerte, conseguirían mantener su amistad a lo largo del transcurso de la guerra.

—Elayne Sedai demuestra tener mucha cordura —dijo en voz alta—. Dile a Romanda que hay que hacerlo así. Que todo el Ajah Amarillo se agrupe para realizar Curaciones, pero no en la Torre Blanca.

—¿Perdón, madre? —se extrañó Silviana.

—Por los seanchan —explicó Egwene. Tenía que sofocar a esa sierpe que alentaba y se retorcía en lo más profundo de su ser cada vez que pensaba en ellos—. No correré el riesgo de que a las Amarillas las ataquen estando solas y cansadas por realizar la Curación. La Torre Blanca está desprotegida y es un objetivo para el enemigo... Si no por parte de los seanchan, entonces por la Sombra.

—Un razonamiento válido —comentó Silviana, aunque se le notaba reticencia en la voz—. Entonces, ¿dónde? Caemlyn ha caído y las Tierras Fronterizas pasan por una situación muy comprometida. ¿En Tear?

—Ni hablar —rechazó Egwene. Aquél era territorio de Rand, y parecía demasiado evidente—. Envía respuesta a Elayne con una sugerencia. Tal vez la Principal de Mayene tendría a bien proporcionarnos un edificio adecuado, uno muy grande. —Egwene dio golpecitos con los dedos en el costado de la silla de montar—. Envía a las Aceptadas y a las novicias con las Amarillas. No quiero a esas mujeres en el campo de batalla, pero su fuerza se puede utilizar en la Curación.