Coligada con una Amarilla, hasta la más débil de las novicias podría colaborar con un mínimo de Poder y salvar vidas. Muchas se sentirían defraudadas; se imaginaban a sí mismas matando trollocs. Bueno, pues, éste sería un modo de que lucharan sin andar estorbando, ya que no estaban adiestradas para combatir.
Egwene miro hacia atrás. Aún tardaría mucho en cesar el tránsito a través de los accesos.
—Silviana, transmite mis palabras a Elayne Sedai —instruyó Egwene—. Gawyn, hay algo que quiero hacer.
Encontraron a Chubai supervisando la instalación de un campamento de mando en un valle situado al este del río que hacía de frontera entre Kandor y Arafel. Avanzarían hacia la región montuosa de las colinas para salirles al paso a los trollocs que se aproximaban, desplegando fuerzas hostigadoras en los valles adyacentes, con arqueros en las cimas de las colinas, junto con las unidades defensivas. El plan sería atacar duramente a los trollocs cuando intentaran tomar las colinas a fin de causarles el mayor daño posible. Las unidades de hostigamiento podrían golpear los flancos del enemigo mientras los defensores mantenían las colinas todo el tiempo que fuera posible.
Las probabilidades de que al final los obligaran a retirarse de esas colinas eran muchas, y asimismo los harían retroceder a través de la frontera con Arafel, pero en las amplias llanuras arafelinas sacarían mucho más partido de sus cuerpos de caballería. Las fuerzas de Egwene, como las de Lan, tenían a su cargo la tarea de demorar y ralentizar la marcha de los trollocs hasta que Elayne derrotara a los que había en el sur. De ser posible, aguantarían hasta que pudieran llegarles refuerzos.
Chubai saludó y los condujo a una tienda que ya estaba instalada cerca. Egwene desmontó e hizo intención de entrar, pero Gawyn le puso una mano en el brazo. Egwene suspiró, asintió con la cabeza y dejó que él entrara primero.
En el interior, sentada en el suelo sobre las piernas dobladas, se encontraba la seanchan a la que Nynaeve llamaba Egeanin, aunque la mujer insistía en que la llamaran Leilwin. Tres miembros de la Guardia de la Torre los vigilaban a ella y a su esposo illiano.
Leilwin alzó la vista al entrar Egwene, y de inmediato se incorporó sobre las rodillas y realizó una grácil reverencia, de forma que tocó el suelo de la tienda con la frente. Su esposo hizo lo mismo que ella, aunque pareció hacerlo más a desagrado. Quizá no sabía disimular tan bien como ella.
—Salid —ordenó Egwene a los tres guardias.
Ellos no discutieron, aunque se retiraron despacio, a regañadientes. Como si ella no fuera capaz de arreglárselas con su Guardián contra dos personas que no encauzaban. Hombres...
Gawyn se situó a un lado de la tienda para dejarla hablar con los dos prisioneros.
—Nynaeve me ha dicho que eres una persona en quien se puede confiar hasta cierto punto —le dijo a Leilwin—. Oh, siéntate. Nadie se inclina tan bajo en la Torre Blanca, ni siquiera el último sirviente.
Leilwin se sentó, pero mantuvo baja la mirada.
—He fracasado de forma estrepitosa en la tarea que se me encomendó y, al hacerlo, he puesto en peligro incluso al Entramado.
—Cierto, los a’dam. Estoy enterada. ¿Te gustaría tener una oportunidad de saldar esa deuda? —preguntó Egwene.
La mujer se inclinó de nuevo hasta poner la frente en el suelo. Egwene suspiró, pero antes de que tuviera ocasión de ordenar a la mujer que se levantara, Leilwin habló:
—Por la Luz y mi esperanza de salvación y renacimiento, juro serviros y protegeros, Amyrlin, cabeza de la Torre Blanca. Por el Trono de Cristal y la sangre de la emperatriz, me someto a vos para obedecer todas vuestras órdenes y para anteponer vuestra vida a la mía. Por la Luz, que así sea. —Dicho esto, besó el suelo.
Egwene la miró sin salir de su asombro. Sólo un Amigo Siniestro incumpliría un juramento con aquél. Por supuesto, no había mucha diferencia entre cualquier seanchan y un Amigo Siniestro.
—¿Quieres decir que no estoy bien protegida? —le preguntó—. ¿O que necesito otro servidor?
—Sólo quiero saldar mi deuda —respondió Leilwin.
En la voz de la mujer Egwene percibió cierta dureza, cierta amargura. Eso sonaba a autenticidad. A esa mujer no le gustaba humillarse de esa manera. Egwene se cruzó de brazos, preocupada.
—¿Qué puedes contarme del ejército seanchan, de sus armas y su fuerza, y de los planes de la emperatriz?
—Sé algunas cosas, Amyrlin, pero yo era capitana de barco —contestó Leilwin—. Lo que sé está relacionado con la flota armada seanchan, y eso no os servirá de mucho.
«Por supuesto», pensó Egwene. Miró a Gawyn, que se encogió de hombros.
—Por favor —dijo la seanchan con suavidad—, permitid que os pruebe mi utilidad de algún modo. Me queda muy poco de mí misma. Ni siquiera mi nombre me pertenece.
—Primero me hablarás de los seanchan —contestó Egwene—. No me importa si crees que es irrelevante. Cualquier cosa que me cuentes podría ser de utilidad. —O podría revelar que Leilwin era una mentirosa, lo cual sería igualmente útil—. Gawyn, tráeme una silla. Voy a escuchar lo que tenga que decir esta mujer. Después, veremos...
Rand examinó el montón de mapas, notas e informes. Estaba de pie, con el brazo doblado a la espalda; una única lámpara ardía en el escritorio. Metida dentro de cristal, la llama danzaba al llegarle los remolinos de aire que se colaban en la tienda, donde se encontraba solo.
¿Estaría viva la llama? Se alimentaba, se movía por sí misma. Uno podía extinguirla, así que, en cierto modo, respiraba. ¿Qué significaba estar vivo?
¿Podría vivir una idea?
«Un mundo sin el Oscuro. Un mundo sin maldad.»
Rand miró de nuevo los mapas y lo que vio lo dejó impresionado: Elayne se preparaba bien. No había asistido a las reuniones donde se planificaba cada batalla. Estaba concentrado en el norte. En Shayol Ghul. Su destino. Su tumba.
Odiaba el modo en que esos mapas de batallas, con notas para formaciones y grupos, reducían la vida de los hombres a garabatos en un papel. Números y estadísticas. Oh, admitía que la claridad —la distancia— era esencial para un comandante de campo. De todos modos, lo odiaba.
Allí, ante él, había una llama viva y, sin embargo, allí también había hombres que estaban muertos. Ahora que no podía dirigir en persona la guerra, confiaba en no tener que acercarse a mapas como aquél. Sabía que ver esos preparativos lo afligiría por los soldados que no podía salvar.
Un escalofrío repentino le recorrió el cuerpo de la cabeza a los pies y el vello de los brazos se le puso de punta; era un ostensible estremecimiento, mezcla de excitación y terror. Una mujer estaba encauzando.
Rand alzó la cabeza y vio a Elayne inmóvil en la entrada de la tienda.
—¡Luz! —exclamó ella—. ¡Rand! ¿Qué haces aquí? ¿Es que intentas matarme de un susto?
Él se volvió, posados los dedos en los mapas de batallas, y la miró encandilado. Ahora sí que había vida allí. Mejillas arreboladas, cabello dorado con una pincelada de miel y rosa, ojos que ardían como una hoguera. El vestido de color carmesí mostraba la hinchazón del vientre por los bebés que cobijaba. Luz, qué hermosa era.
—Rand al’Thor, ¿vas a hablarme o sólo quieres seguir comiéndome con los ojos? —preguntó ella.
—Si no puedo comerte con los ojos a ti, ¿a quién se lo puedo hacer?
—No me sonrías de ese modo, pastor —le dijo—. Así que colándote en mi tienda a hurtadillas, ¿eh? En serio, ¿qué va a decir la gente?
—Dirá que quería verte. Además, no me he colado a hurtadillas. Los guardias me han dejado pasar.