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—No creo que pueda hacerlo —dijo—, pero sus muertes son un peso en mi conciencia. Me siento como si tuviera que ser capaz de hacer más, ahora que he recobrado esos recuerdos. Él intentó quebrantarme, pero fracasó.

—¿Fue eso lo que ocurrió aquel día en la cumbre del Monte del Dragón?

No había hablado de aquello con nadie. Acercó más la silla a la de Elayne.

—Allí arriba —empezó—, me di cuenta de que había estado pensando demasiado en la firmeza. Quería ser duro, mucho. Al empeñarme tanto en conseguirlo, corrí el riesgo de perder la capacidad de sentir. Estaba equivocado. Para alzarme con la victoria he de tener sentimientos. Eso, por desgracia, significa que tengo que aceptar que sus muertes me causarán sufrimiento.

—¿Y ahora recuerdas a Lews Therin? —susurró Elayne—. ¿Todo lo que él sabía? ¿No es que te comportes con afectación, dándote esos aires?

—Soy él. Siempre lo he sido. Ahora lo recuerdo todo.

Elayne, con los ojos muy abiertos, exhaló con fuerza.

—Qué gran ventaja —dijo luego.

De todos los que sabían de cierto que había sido Lews Therin, sólo ella había reaccionado así. Qué mujer tan maravillosa.

—Tengo todos esos conocimientos y, sin embargo, no me dan respuesta a lo que he de hacer. —Se puso de pie y empezó a caminar por la tienda—. Tendría que ser capaz de solucionarlo, Elayne. Nadie más tendría que morir por mí. Ésta es mi lucha. ¿Por qué han de pasar por semejante sufrimiento todos los demás?

—¿Es que nos niegas el derecho a luchar? —inquirió ella al tiempo que se sentaba erguida.

—No, claro que no. No podría negarte nada. Sólo me gustaría que, de algún modo... De algún modo pudiera hacer que todo esto parara. ¿Acaso mi sacrificio no es suficiente?

Elayne se puso de pie y lo agarró del brazo. Rand se volvió hacia ella.

Entonces lo besó.

—Te amo —dijo Elayne—. Eres un rey. Pero si intentaras negar a las buenas gentes de Andor el derecho a defenderse a sí mismas, el derecho a estar presentes en la Última Batalla...

Los ojos le llameaban y tenía las mejillas enrojecidas. ¡Luz! Sus comentarios la habían enfurecido realmente.

Nunca estaba seguro de lo que ella iba a decir o cómo iba a reaccionar a algo, y eso lo excitaba. Como la excitación de contemplar un espectáculo de flores nocturnas sabiendo que lo que ocurriría sería maravilloso, pero sin tener idea de la forma exacta que adoptaría esa belleza.

—Ya he dicho que no te negaría el derecho a luchar —repitió.

—No se trata sólo de mí, Rand. Son todos. ¿Es que no puedes entenderlo?

—Supongo que sí.

—Bien.

Elayne volvió a sentarse y bebió un sorbo de té. Torció el gesto.

—¿Se ha estropeado? —preguntó él.

—Sí, pero ya me he acostumbrado. No obstante, casi es peor así que no beber nada, tal y como se estropea todo.

Rand se acercó a ella y le quitó la taza de los dedos. La sostuvo un momento en la mano, pero sin encauzar.

—Te he traído algo. Olvidé mencionarlo.

—¿Té?

—No, no tiene nada que ver con el té.

Le devolvió la taza y Elayne dio un sorbo. Abrió los ojos como platos.

—Está riquísimo —manifestó—. ¿Cómo lo has hecho?

—Yo no he hecho nada. Es el Entramado.

—Pero...

—Soy ta’veren. A mi alrededor pasan cosas, cosas impredecibles. Durante mucho tiempo hubo equilibrio. En una ciudad, alguien descubría un gran tesoro debajo de la escalera de forma inesperada. En la siguiente que visitaba, la gente descubría que sus monedas eran falsas, que se las había colado un espabilado falsificador.

»La gente moría de formas horribles; otros se salvaban de pura chiripa. Muertes y nacimientos. Matrimonios y discordias. Una vez vi una pluma bajar flotando del cielo, caer con la punta del cálamo en el barro y quedarse clavada allí. Con las diez siguientes que cayeron ocurrió lo mismo. Todo era aleatorio. Dos caras de una moneda arrojada al aire.

—Este té no es nada aleatorio.

—Sí, claro que lo es —afirmó Rand—. Pero ¿sabes? Sólo me toca una de las caras de la moneda estos días. Hay otro que tiene la del lado malo. El Oscuro inocula horrores en el mundo causando muerte, locura, maldad. Pero el Entramado... El Entramado es el equilibrio. Por lo cual actúa a través de mí para compensar con una cara los efectos de la otra. Cuanto más se afana el Oscuro en procurar el mal, más poderoso se hace el efecto que surge a mi alrededor.

—La hierba nueva —dijo Elayne—. Las nubes que se retiran. Los alimentos que no se estropean...

—Sí.

Bueno, algunos otros trucos hacían su servicio de vez en cuando, pero eso no lo mencionó. Metió la mano en el bolsillo y sacó una bolsita pequeña.

—Si lo que dices es cierto, entonces nunca puede haber sólo bien en el mundo —repuso Elayne.

—Pues claro que sí.

—¿Y eso no lo equilibraría el Entramado?

Rand vaciló. Esa línea de razonamiento se acercaba mucho a la forma en que había empezado a pensar antes del Monte del Dragón: que no había opciones, que su vida estaba planificada de antemano.

—Mientras nos importen los demás, el bien existirá —declaró—. El Entramado no tiene que ver con las emociones, ni siquiera está relacionado con el bien ni con el mal. El Oscuro es una fuerza ajena que ejerce influencia en él de forma arbitraria, con violencia.

Y él pondría fin a eso. Si podía.

—Toma. Es el regalo que mencioné antes. —Le tendió la bolsita a Elayne.

Ella lo miró con curiosidad. Desató el cordel atado a la boca de la bolsa y sacó una pequeña estatuilla de una mujer. Estaba de pie, con un chal echado por los hombros, aunque no tenía aspecto de Aes Sedai. El rostro era el de una mujer madura, entrada en años, con un aire de sabiduría y una sonrisa en los labios.

—¿Un angreal? — preguntó Elayne.

—No, una Simiente.

—¿Una... Simiente?

—Tú posees el Talento de crear ter’angreal — explicó Rand—. Crear angreal requiere un proceso diferente. Se empieza con uno de estos objetos, hechos para atraer tu Poder e infundirlo en otra cosa. Lleva tiempo realizarlo, y te debilitará durante varios meses, así que no deberías intentarlo mientras estemos en guerra. Pero cuando lo encontré, olvidado, pensé en ti. Había estado dándole vueltas, sin que se me ocurriera qué podía darte.

—Oh, Rand, yo también tengo algo para ti.

Se dirigió presurosa hacia un cofre de marfil para joyas que había en una mesa de campaña y sacó un objeto pequeño de él. Era una daga de hoja corta y roma, con la empuñadura confeccionada con asta de ciervo y forrada con hilo de oro.

Rand contempló la daga con gesto inquisitivo.

—Sin ánimo de ofender, pero por su aspecto parece un arma de mala calidad, Elayne —comentó luego.

—Es un ter’angreal, algo que podría serte de utilidad cuando vayas a Shayol Ghul. Llevando esa daga encima, la Sombra no puede verte.

Elayne alzó la mano para acariciarle la cara. Él puso la suya encima de la de ella.

Permanecieron juntos hasta bien avanzada la noche.

10

El manejo de los dragones

Perrin cabalgaba a lomos de Recio. Detrás iba la caballería ligera de las fuerzas de Elayne: Capas Blancas, mayenienses, ghealdanos, así como jinetes de la Compañía de la Mano Roja. Sólo una pequeña parte de sus ejércitos. De eso se trataba.

Avanzaron en diagonal hacia los trollocs acampados fuera de Caemlyn. La ciudad aún ardía lentamente; el plan de Elayne con el aceite había hecho salir a las criaturas en su mayor parte, pero algunos trollocs todavía defendían las murallas desde el adarve.

—Arqueros, ¡disparad! —gritó Arganda.

La voz del primer capitán ghealdano se perdería en el fragor de la carga, los resoplidos de los caballos, la trápala de cascos a galope tendido. Pero de todos modos habría suficientes soldados que oirían la orden de disparar y el resto sabría qué hacer.