El príncipe Kaisel y el rey Easar lo alcanzaron y cabalgaron a sus flancos, a galope tendido.
—¿Qué ocurre, Dai Shan? —preguntó a voces Kaisel—. ¿Otro ataque? ¡No he visto la señal de emergencia!
Lan se inclinó hacia adelante, sombrío, bajo la tenue luz del crespúsculo; hogueras alimentadas con cadáveres y madera ardían a ambos lados del sector por el que encabezaba la carga de varios cientos de malkieri. Quemar cadáveres era difícil, pero no sólo necesitaban la luz: querían privar a los trollocs de algunas comidas.
Lan oyó algo al frente, algo que lo horrorizó. Algo que había estado temiendo que ocurriera.
Explosiones.
Los lejanos estallidos sonaban como peñascos chocando unos contra otros. Cada uno de ellos hacía que el aire ondeara.
—¡Luz! —La reina Ethenielle de Kandor se unió al grupo a lomos de su castrado blanco y le gritó a Lan—: ¿Es eso lo que creo que es?
Él asintió con la cabeza. Enemigos encauzadores.
Ethenielle llamó a su séquito gritando algo que Lan no entendió. La reina era una mujer regordeta y madura, con un aire muy de matrona para ser fronteriza. En su séquito iba lord Baldhere —su Portador de la Espada—, así como su nuevo marido, el canoso Kalyan Ramsin.
Se aproximaban al desfiladero, donde los guerreros combatían para contener a las bestias. Un grupo de jinetes kandoreses que se encontraban cerca de las hogueras, en el frente, salieron lanzados al aire con violencia.
—¡Lord Mandragoran!
Una figura con chaqueta negra les hizo señales con la mano. Narishma se apresuró a reunirse con ellos, acompañado por su Aes Sedai. Lan siempre tenía a un encauzador en las primeras líneas, pero les había dado órdenes de no luchar. Los necesitaba frescos para las emergencias.
Como la de ahora.
—¿Encauzadores? —preguntó Lan mientras refrenaba un poco a Mandarb.
—Señores del Espanto, Dai Shan —respondió Narishma, jadeante—. Puede que haya hasta dos docenas.
—Veinte encauzadores o más —dijo Agelmar—. Se abrirán paso a través de nosotros con tanta facilidad como una espada tajaría a un lechazo.
Lan recorrió con la mirada el paisaje lúgubre que antaño fuera su hogar. Un hogar que nunca había conocido.
Tendría que abandonar Malkier. Admitirlo era como si un cuchillo se retorciera dentro de él, pero lo haría.
—Ya tenéis vuestra retirada, lord Agelmar —dijo—. Narishma, ¿tus encauzadores pueden hacer algo?
—Podemos intentar cortar sus tejidos desde el aire si nos acercamos a galope todo lo que podamos —contestó el Asha’man—. Pero será duro, tal vez imposible, estando como están utilizando sólo hilos de Fuego y Tierra. Además, siendo ellos tantos... En fin, que nos convertiremos en sus blancos. Me temo que acabarían liquidándonos...
Un estallido cercano sacudió la tierra; Mandarb se encabritó y estuvo a punto de derribar a su jinete. Lan, casi cegado por el estallido de luz, se debatió para controlar al animal.
—¡Dai Shan! —gritó la voz de Narishma.
Lan parpadeó para quitarse las lágrimas de los ojos.
—¡Ve ante la reina Elayne! —bramó Lan—. Trae de vuelta encauzadoras para cubrir nuestra retirada. Nos harán pedazos sin ellas. ¡Muévete, hombre!
Agelmar ordenaba a voces la retirada y hacía que los arqueros se adelantaran para disparar a los encauzadores con el propósito de obligarlos a que se pusieran a cubierto. Lan desenvainó la espada y galopó para llevar de vuelta a los jinetes.
«La Luz nos guarde», pensó, mientras se desgañitaba y rescataba lo que podía de su caballería. El desfiladero estaba perdido.
Elayne esperaba en el Bosque de Braem, comida por los nervios.
Era una fronda antigua, de las que parecían tener alma propia. Los vetustos árboles eran sus dedos nudosos que salían de la tierra para tocar el aire.
Costaba mucho no sentirse insignificante en un bosque como el de Braem. Aunque muchos de los árboles estaban desnudos de hojas, Elayne notaba un millar de ojos observándola desde la profundidad de la fronda. Se sorprendió recordando los cuentos que le relataban de pequeña, historias del bosque lleno de bandoleros, algunos buenos, otros con el corazón tan retorcido como el de los Amigos Siniestros.
«De hecho...», pensó Elayne, al recordar una de esas historias. Se volvió hacia Birgitte.
—Confiaba en que no te hubieran contado ése —dijo Birgitte con una mueca.
—¡Asaltaste a la reina de Aldeshar! —exclamó Elayne.
—Lo hice con mucha cortesía —repuso Birgitte—. No era una buena reina. Muchos aseguraban que no era la legítima soberana.
—¡Es cuestión de principios!
—Eso es exactamente por lo que lo hice. —Birgitte se puso ceñuda—. Al menos... Creo que lo era...
Elayne no continuó con el tema. Birgitte reaccionaba siempre con ansiedad cuando se daba cuenta de que sus recuerdos de vidas pasadas se estaban borrando de su memoria. A veces no se acordaba de nada sobre sus vidas anteriores; en otras ocasiones, ciertos incidentes regresaban a ella de golpe y de nuevo desaparecían un momento después.
Elayne iba a la cabeza de la unidad de retaguardia, que, en teoría, sería la que causaría el daño más grave al enemigo.
Crujieron hojas secas cuando una mensajera, falta de aliento, llegó de la zona de Viaje.
—Vengo de Caemlyn, majestad —dijo la mujer con una reverencia desde su caballo—. Lord Aybara ha conseguido entablar batalla con los trollocs. Vienen hacia aquí.
—Luz, se han tragado el anzuelo —exclamó Elayne—. Ahora nos toca hacer los preparativos. Ve a descansar un poco; vas a necesitar de toda tu fuerza dentro de poco.
La mensajera asintió con la cabeza y se alejó a galope. Elayne transmitió las nuevas a Talmanes, a los Aiel y a Tam al’Thor.
Al oír algo en la espesura, Elayne levantó una mano para interrumpir el informe que le daba una de sus guardias reales. Sombra de Luna avanzó, nerviosa, entre los hombres agazapados en los matorrales que había alrededor de Elayne. Ninguno habló. Daba la impresión de que los soldados casi ni respiraban.
Elayne abrazó la Fuente. El Poder la inundó y con él la dulzura de un mundo más vital. El bosque moribundo parecía tener más colorido con el abrazo del Saidar. Sí. Había algo coronando las colinas a corta distancia. Sus soldados, millares de ellos, fustigando a caballos llevados al borde de la extenuación, se aproximaban al bosque a gran velocidad. Elayne recurrió al visor de lentes para atisbar la agitada masa de trollocs que los perseguía como oleadas negras que inundaban una tierra ya ensombrecida.
—¡Por fin! —exclamó—. ¡Arqueros, adelante!
Los hombres de Dos Ríos salieron entre el sotobosque que había delante de Elayne y formaron justo al límite de la primera línea de árboles. Era una de las unidades más pequeñas de su ejército; pero, si los informes sobre su destreza no eran exageraciones, resultarían tan útiles como una fuerza de arqueros tres veces más numerosa.
Unos cuantos hombres de los más jóvenes empezaron a encajar flechas en los arcos.
—¡Aguantad! —gritó Elayne—. Los que vienen hacia aquí son de los nuestros.
Tam y sus cabecillas repitieron la orden. Los hombres bajaron los arcos con nerviosismo.
—Majestad —dijo Tam, que se acercó a su montura—. Los chicos pueden alcanzarlos desde esta distancia.
—Nuestros soldados están aún demasiado cerca —contestó Elayne—. Hemos de esperarlos para atacar por los flancos.
—Perdón, milady, pero ningún hombre de Dos Ríos echaría a perder un disparo como éste. Esos jinetes están a salvo, y los trollocs tienen sus propios arcos —arguyó Tam.
Tenía razón en eso último. Algunos trollocs estaban haciendo un alto en la persecución para sacar sus enormes arcos de madera negra. Los hombres de Perrin cabalgaban con la espalda expuesta al alcance de las flechas enemigas, y había algunos que tenían esas flechas con negros penachos clavadas en las extremidades o en partes de sus monturas.