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—Disparad —dijo Elayne.

—¡Arqueros, disparad! —repitió Birgitte mientras cabalgaba a lo largo de la línea.

Tam bramó la orden a los que estaban cerca.

Elayne bajó el visor de lentes cuando una brisa sopló a través del bosque haciendo chasquear hojas secas y sacudiendo ramas esqueléticas. Los hombres de Dos Ríos tensaron los arcos. ¡Luz! ¿De verdad podían disparar a tanta distancia y hacerlo con puntería? Los trollocs estaban a centenares de pasos.

Las flechas volaron alto, como halcones lanzados desde sus perchas. Había oído a Rand referirse a su arco y alguna vez ella había visto utilizar un arco largo de Dos Ríos, pero esto... Tantas flechas alzándose en el aire con una precisión increíble...

Las saetas trazaron un arco en el cielo y empezaron a caer, sin quedarse corta ni una sola. Se precipitaron sobre las filas enemigas, sobre todo en las de los arqueros trollocs. Unas pocas flechas negras rezagadas surcaron el aire, pero los hombres de Dos Ríos habían roto sus líneas con destreza.

—Eso sí que es una demostración de tiro con arco —manifestó Birgitte, que regresaba al trote—. Una excelente.

Los hombres de Dos Ríos dispararon más tandas en una rápida sucesión mientras los jinetes de Perrin entraban en el bosque.

—¡Ballesteros! —ordenó Elayne a la par que desenvainaba la espada y la alzaba bien alto—. ¡Adelante la Legión del Dragón!

Los hombres de Dos Ríos retrocedieron entre los árboles y los ballesteros ocuparon su posición. Elayne contaba con dos escuadrones de ese cuerpo pertenecientes a la Legión del Dragón, y Bashere los había instruido bien. Formaron en filas, unas de pie para disparar las armas mientras las otras recargaban estando de rodillas. La muerte desatada sobre los trollocs llegó como una onda demoledora y provocó una sacudida en la horda que se acercaba cuando miles se desplomaron muertos.

Elayne apuntó con la espada a los trollocs. Los hombres de Dos Ríos habían trepado a las ramas de la primera línea de árboles y dispararon flechas desde allí. Su puntería no era tan precisa desde la precariedad de esa posición, pero tampoco era necesario. Los trollocs se enfrentaban a la muerte que les llegaba del frente y de arriba, y las criaturas empezaron a trompicar con sus muertos.

«Vamos...», pensó Elayne.

Los trollocs avanzaron con denuedo para llegar hasta los arqueros. Un gran contingente de las criaturas se separó de la fuerza principal y se dirigió hacia el este. La calzada que rodeaba el Bosque de Braem se encontraba en esa dirección y tenía sentido que los trollocs la tomaran para después avanzar por ella y rodear a las fuerzas de Elayne. O eso pensarían los Fados.

—¡Retroceded al interior del bosque! —ordenó Elayne al tiempo que hacía señales con la espada—. ¡Deprisa!

Los ballesteros dispararon una última andanada y después desaparecieron en la fronda abriéndose paso por el sotobosque. Los hombres de Dos Ríos bajaron al suelo y se desplazaron con cautela entre los árboles. Elayne dio media vuelta y avanzó a un trote prudencial. A corta distancia hacia el interior del bosque, llegó junto a la formación de una compañía ghealdana de Alliandre, equipada con picas y alabardas.

—Iniciad la retirada tan pronto como ataquen —les gritó Elayne—. ¡Queremos atraerlos más adentro del bosque!

Había que llevarlos a todos hacia lo profundo de la fronda, donde los siswai’aman esperaban su llegada.

Los soldados asintieron con la cabeza. Elayne pasó al lado de la reina Alliandre, que montaba a caballo rodeada de una guardia reducida. La soberana de cabello oscuro le hizo una reverencia a Elayne desde su montura. Sus hombres habían pedido a su reina que se uniera a Berelain en el hospital de Mayene, pero Alliandre se había negado en redondo. Quizá ver a Elayne dirigir en persona a sus tropas había incitado a la mujer a tomar esa decisión.

Elayne los dejó atrás al mismo tiempo que los primeros trollocs irrumpían en la fronda, gruñendo y aullando. Para ellos, luchar en la espesura les resultaba más difícil. Los humanos sabían aprovechar mejor los escondrijos que ofrecía el bosque a fin de emboscar a los corpulentos trollocs que avanzaban a toda velocidad, como arietes, por entre la espesura, y atacarlos por detrás para ensartarlos o para cortarles los jarretes. Unidades de arqueros y ballesteros en movimiento podían dispararles desde cubierto, y si actuaban bien, los trollocs nunca sabrían de qué dirección llegaban las flechas.

Elayne conducía a la Guardia Real hacia la calzada, cuando oyó explosiones lejanas y gritos de trollocs. Los honderos habían empezado a lanzar los tronadores de Aludra contra las bestias a través de los árboles. Fogonazos de luz se reflejaban en los oscuros troncos.

Elayne llegó a la calzada justo a tiempo de ver un hervidero de trollocs que, dirigidos por varios Myrddraal con sus capas negras, se desbordaba por ella. Podrían rodear por los flancos a la fuerza de Elayne con rapidez, pero la Compañía de la Mano Roja ya había instalado los dragones en la calzada. Talmanes, con las manos enlazadas a la espalda y encaramado en un montón de cajas, observaba a su unidad. El estandarte de la Mano Roja —la palma de una mano ensangrentada sobre campo blanco ribeteado en rojo— ondeaba tras él, en tanto que Aludra voceaba distancias, impartía instrucciones y barbotaba alguna que otra maldición cuando los dragoneros cometían errores o se movían con demasiada lentitud.

Delante de Talmanes se alineaba casi un centenar de dragones en formación de combate de cuatro filas a lo ancho de la amplia vía y repartidos por el campo en torno a la calzada. Elayne se encontraba demasiado lejos para oírle dar la orden de disparar. Y quizá fue mejor estar a esa distancia, porque el retumbo atronador que siguió la sacudió como si el propio Monte del Dragón hubiese decidido entrar en erupción. Sombra de Luna se encabritó y relinchó, y Elayne tuvo que esforzarse para evitar que el animal la desmontara. Por fin, taponó las orejas de la montura con un tejido de Aire mientras los dragoneros hacían rodar las armas para apartarlas y dejar que la segunda fila abriera fuego.

Elayne se tapó los oídos al tiempo que tranquilizaba a Sombra de Luna. Birgitte seguía debatiéndose con su aterrorizada montura y por fin decidió desmontar de un salto y dejarla ir, pero Elayne apenas le prestaba atención. Escudriñaba a través del humo que atestaba la calzada. La tercera línea de dragones rodaba para adelantarse y disparar.

A pesar de tener tapados los oídos, sintió temblar el suelo y sacudirse los árboles con el estampido. A continuación avanzó la cuarta fila, y en esta ocasión fueron sus huesos los que traquetearon. Elayne inhaló y exhaló para calmar los latidos del corazón y esperó que el humo aclarara.

En primer lugar vislumbró a Talmanes, bien erguido en su puesto. La primera línea de dragones había regresado a su posición tras recargar las armas. Las otras tres filas se apresuraban a recargar sus dragones metiendo la pólvora y las enormes esferas de metal con el atacador.

Una fuerte brisa proveniente del oeste despejó el humo lo bastante para que Elayne viera... Dio un respingo.

Millares de trollocs yacían en fragmentos humeantes, muchos arrojados fuera de la calzada. Brazos, piernas, mechones de áspero pelaje, trozos esparcidos en agujeros de unos dos pasos de ancho abiertos en el suelo. Donde antes había muchos miles de trollocs ahora sólo quedaba sangre, añicos de huesos y humo. Muchos de los árboles estaban destrozados, los troncos hechos astillas. De los Myrddraal que iban al frente no quedaba ni rastro; habían sido borrados del mapa.

Los dragoneros bajaron las varillas llamadas botafuegos con las que se aplicaba la mecha encendida, pero no dispararon esa carga. Unos cuantos trollocs supervivientes, cerca de su retaguardia, se escabulleron a trompicones y entraron en el bosque.