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A Egwene no le sorprendió que hubiera enviado el recado a las Grises. Entre ellas empezaba a afianzarse la idea de que, igual que las Amarillas se especializaban en tejidos de Curación y las Verdes en tejidos de batalla, las Grises deberían hacerlo en tejidos de Viaje. Por lo visto consideraban que Viajar era parte de su vocación como mediadoras y embajadoras.

—¿Puedes mostrarme nuestras líneas? —pidió Egwene.

—Desde luego, madre.

Yukiri cerró el acceso y abrió otro para que Egwene contemplara desde arriba las líneas de batalla de su ejército mientras formaban en posiciones defensivas en las colinas.

En verdad esto era más eficaz que los mapas. Ningún mapa podía trasladar completamente la configuración del terreno o el modo en que se desplazaban las tropas. Egwene tenía la sensación de estar mirando una réplica exacta del paisaje en miniatura.

De repente la asaltó el vértigo. Se encontraba de pie al borde de una caída de centenares de pies. La cabeza le dio vueltas y retrocedió un paso al tiempo que hacía una profunda inhalación.

—Hay que poner una cuerda alrededor de esto —dijo—. Alguien podría pisar fuera del borde.

«O precipitarse de cabeza al vacío mientras observa», pensó.

—Envié a Siuan a buscar algo así —se mostró de acuerdo Bryne. Entonces vaciló—. Aunque no le hizo ninguna gracia que se lo encargara a ella, de modo que es posible que regrese con algo inservible por completo.

—No dejo de darle vueltas al asunto —intervino Yukiri—. ¿No habría un modo de crear un acceso como éste, pero haciéndolo de forma que sólo dejara pasar la luz a través? Como una ventana. Uno podría estar de pie encima y mirar hacia abajo sin miedo a caer a través de ella. Con los tejidos adecuados, podría hacerse de forma que fuera invisible desde el otro lado...

«¿De pie en ella? Luz. Tendría que estar loco quien lo hiciera.»

—Lord Bryne, vuestras líneas defensivas parecen muy sólidas —dijo Egwene.

—Gracias, madre.

—También tienen ciertas deficiencias.

Bryne alzó la cabeza de los mapas. Otros hombres habrían reaccionado mal a la crítica, pero él no lo hizo. Quizá se debía a la larga práctica de vérselas con Morgase.

—¿Cómo es eso? —preguntó.

—Habéis situado a las tropas en la formación habitual —adujo Egwene—. Los arqueros delante y en las colinas, para frenar el avance del enemigo. La caballería pesada para cargar, golpear y, a continuación, retirarse. Piqueros para mantener la posición, caballería ligera para proteger nuestros flancos y evitar que nos rodeen.

—Las estrategias de batalla más fiables a menudo son aquellas que han demostrado su eficacia con el paso del tiempo —comentó Bryne—. Tendremos un gran contingente, con todos esos Juramentados del Dragón, pero aun así nos siguen superando mucho en número. No podemos ser más agresivos de lo que hemos sido aquí.

—Sí, claro que podéis —lo contradijo Egwene con calma. Le sostuvo la mirada—. Esta batalla no se parece a ninguna de las que hayáis dirigido hasta ahora, general. Disponéis de una gran ventaja que no estáis teniendo en cuenta.

—¿Os referís a las Aes Sedai?

«Pues claro que me refiero a ellas, puñetas», pensó. Luz, había pasado demasiado tiempo con Elayne.

—Sí os he tenido en cuenta, madre —contestó Bryne—. Mi plan es que las Aes Sedai sean un cuerpo de reserva que ayude a las compañías en la retirada para poder rotar turnos de tropas descansadas.

—Con todo respeto, lord Bryne, acepto que vuestros planes son sensatos y, por supuesto, algunas de las Aes Sedai deberían encargarse de esa tarea. No obstante, la Torre Blanca no se ha preparado y entrenado durante miles de años para quedarse al margen de la Última Batalla como un cuerpo de reserva —replicó, poniendo énfasis a lo último.

Bryne asintió con la cabeza y extrajo un puñado de documentos que había debajo de todo el montón.

—He considerado otras posibilidades más... dinámicas, pero no quería extralimitarme en mis atribuciones. —Le tendió los documentos.

Egwene les echó una ojeada y enarcó una ceja. Luego sonrió.

Mat no recordaba haber visto nunca tantos gitanos alrededor de Ebou Dar. Carretas pintadas en tonos llamativos crecían como setas de colores vivos en un campo, por lo demás, pardo. Eran tan numerosas que habrían bastado para crear una puñetera ciudad. ¿Una ciudad de gitanos? Eso sería como... Como una ciudad de Aiel. Tan fuera de lugar la una como la otra.

Taconeó a Puntos para ponerlo al trote. Claro que, en realidad, había una ciudad Aiel; así que, tal vez, algún día también habría una ciudad Tuatha’an. Comprarían todos los tintes de colores vivos y todas las demás personas del mundo tendrían que vestir de marrón. No habría peleas en la ciudad, así que sería aburrida hasta el hartazgo. ¡Pero tampoco habría una sola cacerola con un puñetero agujero en el culo en un radio de treinta leguas!

Mat sonrió y dio unas palmaditas a Puntos. Había tapado la ashandarei lo mejor posible para que pareciera un simple bastón de caminante atado con una correa al costado del caballo. Dentro del fardo que llevaba colgado en las alforjas iba su sombrero, junto con todas sus chaquetas bonitas. A la que llevaba puesta le había quitado las puntillas. Una lástima, pero no quería que alguien lo reconociera.

Se había enrollado a la cabeza una venda de forma que le tapaba la cuenca del ojo que le faltaba. A medida que se aproximaba a la puerta de Dal Eira, se puso en fila junto a las otras personas que esperaban recibir permiso para entrar. Tenía que hacerse pasar por un mercenario más que estaba herido e iba a la ciudad en busca de refugio o tal vez de trabajo.

Se aseguró de ir agachado en la silla. Mantener la cabeza baja: un buen consejo en el campo de batalla y cuando uno entraba en una ciudad donde la gente lo conocía. Allí no podía ser Matrim Cauthon. Matrim Cauthon había dejado a la reina de esa ciudad atada, y había acabado asesinada. Muchos sospecharían que él era el asesino. Luz, hasta él habría sospechado de sí mismo. Beslan lo odiaría, y a saber qué sentiría Tuon por él, ahora que llevaban un tiempo separados.

Sí, más valía permanecer callado y con la cabeza agachada. Cuando llegara a la puerta, tantearía el terreno para saber dónde se metía. Es decir, si es que alguna vez llegaba al principio de esa condenada fila. ¿Desde cuándo había que hacer cola para entrar en una ciudad?

Por fin llegó a la puerta. El aburrido soldado que estaba de guardia tenía una jeta tan fea que parecía que le hubieran atizado con una pala, además de llevarla pringada de tierra; mejor habría estado encerrado bajo llave dentro de un cobertizo. Miró a Mat de arriba abajo.

—¿Has prestado los juramentos, viajero? —preguntó el guardia con el cansino acento seanchan, arrastrando las palabras.

Al otro lado de la puerta, un soldado distinto indicó a la siguiente persona en la fila, con un movimiento de la mano, que se acercara.

—Sí, claro que los he prestado —contestó Mat—. Presté los juramentos al gran imperio seanchan y a la propia emperatriz, así viva para siempre. Soy un pobre mercenario que está de viaje, y en otro tiempo fui servidor de la casa Haak, una familia noble de Murandy. Perdí el ojo en un enfrentamiento con bandidos en el Bosque Cha-Valitas, hace dos años, al proteger a una chiquilla que encontré abandonada en la espesura. La crié como si fuera hija mía, pero...

El soldado le hizo un gesto con la mano para que se marchara. Parecía que ese tipo no había prestado la menor atención. Mat consideró la posibilidad de no moverse del sitio por principio. ¿Por qué esos soldados obligaban a la gente a hacer una cola tan larga que le daba tiempo a inventar una historia como tapadera para después no oírla siquiera? Eso podía ofender a un hombre, aunque no a Matrim Cauthon, que siempre estaba de buen talante y nunca se enfadaba. Pero habría otros que sí, seguro.